La naturalesa no parla el llenguatge de les matemàtiques.





La naturaleza no habla el lenguaje de las matemáticas, la naturaleza es “matematizable”. Habla en el lenguaje que le propongamos y los resultados dependerán de qué y cómo preguntemos. Lo de Galileo no fue un “error” (como sugiere Philip Goff), fue una decisión, una elección que ha marcado el destino de nuestra época. Podemos hacer que la naturaleza hable el lenguaje de las matemáticas, como cualquier otro. Por eso hay tantas objetividades como ciencias (Skolimowski). Cada ciencia crea su lenguaje y su objeto de estudio, como cada religión crea a su dios. Es el dios creado en las creencias, del que hablaron tanto Ibn Arabí como Ortega y Gasset. El laboratorio puede confundirse con el altar y el pensamiento no debe someterse a ciertas lógicas explosivas o altamente contagiosas. Lo que sabemos de la realidad tiene mucho que ver con lo que pongamos en ella. Esa línea, escéptica e irónica, está la esencia de la filosofía planetaria.

Para la ciencia oficial, la desanimación del mundo es lo más importante y racional. “Pero la verdad es lo contrario: la animación es el fenómeno esencial y la desanimación un fenómeno superficial, auxiliar, polémico y apologético”. Una de las grandes incógnitas de hoy no es que todavía haya gente lo bastante ingenua para creer en el animismo, sino “la creencia, más bien ingenua, que mucha gente tiene en un mundo material pretendidamente desanimado” (David Abram). Newton estuvo obsesionado por las formas de acción a distancia. Dios actuando sobre la materia (la gravedad) o el estado sobre los ciudadanos (la ley). La angeología guía a Newton hasta el concepto de “fuerza”. De nada le hubiera servido distinguir estrictamente el mundo de los espíritus del mundo de la materia. Si lo hubiera hecho, no hubiera sido el genio que fue. Esa escisión se produciría con los antagonistas de Leibniz: Locke y Descartes. Ambos desanimaron una sección del mundo (declarada objetiva e inerte) y sobreanimaron otra (declarada libre y consciente).

Ahora que el planeta se ha convertido en un gigantesco laboratorio, donde la humanidad entera se ofrece como cobaya, animada por las grandes farmacéuticas (que controlan las publicaciones científicas), los Estados y el cuarto poder (siempre necesitado de financiadores), parece oportuno rescatar algunas de las viejas ideas de la sociología de la ciencia. No se puede concebir la política como algo exterior al ámbito científico. Latour lleva ya unas décadas haciendo la antropología del mundo moderno y su visión de las ciencias puede ayudarnos con algunos problemas urgentes. La tesis de Latour es sencilla. Lo moderno designa dos tipos de prácticas que, para ser eficaces, deben distinguirse. La primera es la “traducción”, la mezcla entre géneros totalmente nuevos, híbridos de naturaleza y cultura, el mestizaje. La segunda, la “purificación”, la creación de dos ontologías diferenciadas, la de los humanos y la de los no humanos. Sin la traducción la purificación sería ociosa, sin la purificación la traducción desaparecería. Si consideramos por separado estas dos prácticas, somos auténticamente modernos (asumimos de buena gana la purificación, aunque ésta no se desarrolle sino a través de la proliferación de híbridos y mestizos).

La naturaleza se construye en el recinto artificial del laboratorio, separando los mecanismos naturales de las pasiones, los encadenamientos materiales de la imaginación humana. Como apunta Latour, nadie es moderno si no vibra con esa promesa, con esa purificación trascendente que permite separar la parte científica de la ideológica. Como si las cosas estudiadas, ya sean partículas o virus, no fueran híbridos de naturaleza y cultura, sino hechos naturales en bruto. Una mistificación contra la que nos previene el realismo del francés con sus actantes no intencionales. El punto clave del éxito científico es volver impensable e invisible el trabajo de mediación que reúne a los híbridos, el fenómeno en bruto y el instrumento de medida. Nunca fue moderno “aquel que jamás se sintió obsesionado por la distinción entre los falsos saberes y las verdaderas ciencias”. Los modernos creen, además, en la separación total de humanos y no humanos. Y aunque sus recursos críticos de “purificación” sean contradichos de inmediato por la práctica de la “mediación”, esa interferencia no tendrá influencia alguna. En ese ángulo muerto se funda el sentir moderno. Una ceguera de la que han hablado en extenso Niels Bohr y Alfred N. Whitehead. Una hipnosis que adquiere hoy dimensiones desorbitadas. De ahí que nos resulte tan difícil a los modernos pensarnos a nosotros mismos. El moderno tiende a oponer una verdadera y única naturaleza a las múltiples culturas, pero, en el esquema de Latour, la naturaleza también es múltiple, y no puede disociarse de las culturas. Muchos quisieran una verdad científica indiscutible y única, pero esas dos palabras, si han de ser fieles a sí mismas, nunca podrán ir juntas. Si algún día lo fueran, desbaratarían el espíritu científico.

El error del relativismo es ignorar el peso que tiene cada una de las diversas cosmologías. No todas las culturas están en pie de igualdad. No todas son codificaciones igualmente arbitrarias del mundo natural. Por otro lado, los universalistas y cientifistas, son incapaces de reconocer la fraternidad profunda de todas las cosmovisiones. Son los herederos del celoso dios de Israel: el único acceso legítimo a la naturaleza es el de la ciencia moderna, pero ¿qué ciencia? Una visión epistémica ha tenido una consecuencia política: la modernización y occidentalización del mundo.

Juan Arnau, Bruno Latour: la tierra tiembla, esbozo de una filosofía planetaria, 23/02/2022







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