Tots som escèptics climàtics.
Recordemos que Noruega es un país donde la mitad de los vehículos son ya eléctricos y que pasa por representar una elevada conciencia ecológica que se postula como modelo para otras sociedades. Sin embargo, su riqueza tiene el mismo origen que la de Arabia Saudí: la exportación de petróleo. Por eso son tan interesantes las conclusiones obtenidas por la socióloga Kari Norgaard por medio de un trabajo de campo que nos descubre la existencia de ciudadanos noruegos que niegan la seriedad de la amenaza climática. Hablamos de personas informadas que conocen la existencia del fenómeno, pero sienten la necesidad de preservar su identidad individual y colectiva: necesitan seguir viéndose como miembros de una sociedad justa y no toleran la idea de que la producción petrolera y gasística que les permite vivir en ella contribuya al cambio climático global. Por eso prefieren no pensar en ello y vivir como si el asunto no existiera: tomárselo en serio equivaldría a una impugnación de sí mismos.
Podríamos así establecer una línea divisoria más o menos precisa entre quienes aceptan la evidencia científica y quienes, por razones distintas según los casos, niegan su veracidad o se niegan a considerarla. Pero, como ha escrito Bruno Latour, esta distinción quizás oculta una realidad más amarga:
Es hora de confesar que todos somos escépticos climáticos. Yo, desde luego, lo soy. Y también lo es ese climatólogo al que entrevisté hace unos meses, un científico entristecido que, tras describirme su bella disciplina, suspiró: «Pero en la práctica soy también un escéptico, pues, a pesar del conocimiento objetivo que contribuyo a producir, no hago nada para proteger a mis hijos de lo que está por venir».
Apunta con esto Latour a la considerable brecha que se abre entre las potenciales consecuencias del cambio climático y la inacción colectiva que acompaña a su identificación; como si no terminásemos de creer lo que decimos creer. En parte, debido a esa invisibilidad a la que se ha hecho antes referencia; en parte también, no obstante, porque no está claro cuál sea el curso de acción que haya de seguirse ni cómo pueda llevarse a término.
Y, por cierto, que, como ha sugerido el geógrafo Mark Maslin, tiene más sentido hablar de «negacionista» que hacerlo de «escéptico», ya que cualquier científico está obligado a ser escéptico y, por tanto, a dudar de las hipótesis que le son presentadas mientras no hayan sido verificadas. Será negacionista, en cambio, quien rechace de plano la evidencia científica verificada sin oponer a la misma nada más que una opinión o una creencia. ¡O una emoción! No es fácil evitarlo, dada la imantación afectiva que aqueja al término: quien se encuentra con él reacciona espontáneamente en función de sus simpatías, rechazando aquella información que pudiera desorganizar la convicción ‒favorable o contraria‒ que ese sujeto alberga.
Manuel Arias Maldonado, La ideología del clima, Revista de Libros 10/01/2018
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