Identitat i autoestima.









Hablamos de identidades en relación con etiquetas sociales que aplicamos a grupos o categorías de personas y que operan como marcadores sociales. Pero la identidad también se refiere a aquellos rasgos que la persona considera relevantes o valiosos a la hora de definirse. Es la conexión de ambos aspectos lo que convierte a la identidad en un poderoso resorte y donde cabe localizar algunos de los problemas que entraña.

Sabemos que las características de grupos y comunidades son cambiantes, dependientes de las circunstancias, cuando no son recreadas o inventadas, y suelen ser objeto de interminables disputas entre los propios miembros del grupo. La identidad, en cambio, sugiere un núcleo profundo, que permanece a pesar de los cambios, aquellos rasgos fundamentales sin los que no seríamos quienes somos. Lo que implicaría que características del colectivo constituyen rasgos primordiales de sus miembros, determinantes de sus intereses y actitudes. No es de extrañar que abunden las denuncias sobre el halo esencialista del concepto de identidad.

Muchos comentaristas señalan, además, la fuerte carga emotiva de las identidades y hablamos con naturalidad de ‘sentimientos de identidad’. El filósofo David Copp ha sido de los pocos que ha tratado de aclarar este asunto con una propuesta interesante que liga la identidad con la autoestima. Según él, mi identidad tiene que ver con aquellas cosas por las que me valoro y en las que baso mis sentimientos de autoestima. Dicho brevemente, señas de identidad son aquellos hechos acerca de mí (reales o supuestos, esa es otra cuestión) de los que me siento orgulloso. De esa forma, las etiquetas sociales y rasgos identitarios resultan importantes en tanto que son motivo de orgullo o de humillación.

El estrecho vínculo entre autoestima e identidad permite explicar algunas patologías relacionadas con esta última. Se me ocurre un ejemplo trivial que muchos profesores hemos observado alguna vez en clase: el alumno que en medio de la discusión replica ‘pero ésta es mi opinión’. El énfasis en el posesivo es sintomático. El alumno se identifica con esa opinión al punto de que ponerla en cuestión o discutirla es percibido prácticamente como menoscabo a su persona. La identificación funciona así como una suerte de inversión afectiva que involucra la propia estimación.

Se ha dicho repetidamente que el lenguaje de la identidad agita las pasiones en política, de ahí que suscite tanta desconfianza. Ahora quizá podemos apreciarlo mejor. Cuando una determinada cuestión, por ejemplo la lengua, es planteada en términos identitarios, se intensifica dramáticamente lo que está en juego. Ya no se trata de intereses, cuya satisfacción admite grados y permite sacrificios y concesiones mutuas. Al afectar a la autoestima, es el propio valor de los agentes lo que está amenazado. Los planteamientos contrarios se ven así como un ataque y los compromisos se vuelven improbables, si no intolerables. Es más, como ilustra el ejemplo del estudiante, las apelaciones a la identidad funcionan como un tapón argumentativo, a modo de blindaje frente a la crítica y la discusión.

La deliberación y los compromisos son esenciales en la política democrática, como sabemos, y todo aquello que los dificulte debería ser contemplado con justificada prevención. Es una buena razón para oponerse a la retórica identitaria y desalentar su uso en la vida pública. Lo primero sería empezar por perder el respeto a las identidades, sin hacer caso del aura reverencial que las envuelve.

Manuel Toscano, Identidad, ¿orgullo o humillación?, vozpopuli.com 21/01/2018







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