Societat de la incertesa.


La sociedad del conocimiento ha efectuado una radical transformación de la idea de saber, hasta el punto de que cabría denominarla con propiedad la sociedad del desconocimiento, es decir, una sociedad que es cada vez más consciente de su no-saber y que progresa, más que aumentando sus conocimientos, aprendiendo a gestionar el desconocimiento en sus diversas manifestaciones: inseguridad, verosimilitud, riesgo e incertidumbre. Hay incertidumbre en cuanto a los riesgos y las consecuencias de nuestras decisiones, pero también una incertidumbre normativa y de legitimidad. Aparecen nuevas y diversas formas de ignorancia que no tienen que ver con lo todavía no conocido sino también con lo que no puede conocerse. No es verdad que para cada problema que surja estemos en condiciones de generar el saber correspondiente. Muchas veces el saber de qué se dispone tiene una mínima parte apoyada en hechos seguros y otra en hipótesis, presentimientos o indicios.
Este retorno de la inseguridad no significa que las sociedades contemporáneas dependan menos de la ciencia, sino todo lo contrario. Lo que ocurre es que han cambiado los problemas y, por tanto, el tipo de saber que se requiere. En muchos ámbitos -como, por ejemplo, la regulación de los mercados o el cambio climático- ha de recurrirse a teorías que manejan modelos de verosimilitud pero ninguna previsión exacta en el largo plazo. En las más graves cuestiones nos enfrentamos a riesgos en relación con los cuales la ciencia no proporciona ninguna fórmula de solución segura. La ciencia no está en condiciones de liberar a la política de la responsabilidad de tener que decidir bajo condiciones de inseguridad. Probablemente lo que está detrás de la erosión de la autoridad de los Estados y la crisis de la política sea este proceso de fragilización y pluralización del saber, y no conseguiremos recuperar su capacidad configuradora mientras no acertemos a articular nuevamente el poder con las nuevas formas de saber.
El modelo de saber que hasta ahora hemos manejado era ingenuamente acumulativo; se suponía que el nuevo saber se añade al anterior sin problematizarlo, haciendo así que retroceda progresivamente el espacio de lo desconocido y aumentando la calculabilidad del mundo. Pero esto ya no es así. De manera que este no-saber no es un problema de falta provisional de información, sino que, con el avance del conocimiento y precisamente en virtud de ese crecimiento aumenta de manera más que proporcional el no-saber (acerca de las consecuencias, alcances, límites y fiabilidad del saber). Si en otras épocas los métodos dominantes para combatir la ignorancia consistían en eliminarla, los planteamientos actuales asumen que hay una dimensión irreductible en la ignorancia, por lo que debemos entenderla, tolerarla e incluso servirnos de ella y considerarla un recurso. La sociedad del conocimiento se puede caracterizar precisamente como una sociedad que ha de aprender a gestionar ese desconocimiento.
(...) A partir de ahora nuestros grandes dilemas van a girar en torno a cómo decidir bajo condiciones de incertidumbre. ¿Qué ignorancia hemos de considerar como relevante y cuánta podemos no atender como inofensiva? ¿Qué equilibrio entre control y azar es tolerable desde el punto de vista de la responsabilidad? Lo que no se sabe, ¿es una carta libre para actuar o, por el contrario, una advertencia de que deben tomarse las máximas precauciones?

La decepción de los políticos de que no les proporcionan consejos claros y seguros se corresponde con la decepción de los científicos de que frecuentemente su consejo no es escuchado. El gran dilema de las actuales democracias estriba en que han de adoptar las decisiones teniendo en cuenta el saber científico disponible y, al mismo tiempo, esas decisiones tienen que estar legitimadas democráticamente. Y para enfrentarse correctamente a ese dilema lo primero que han de saber es que se trata de dos cuestiones distintas. Pese a todas las esperanzas de que el asesoramiento científico alivie el peso de la responsabilidad política, la ciencia sigue siendo ciencia y la política, política.

En todo caso, cuando se trata de pensar las relaciones entre saber y poder, conviene tener en cuenta que ni uno sabe tanto ni otro puede tanto. Ambos pueden consolarse mutuamente de haber perdido sus antiguos privilegios y compartir la misma incertidumbre, bajo la forma de perplejidad teórica en un caso y como vértigo ante la contingencia de la decisión en otro. ¿Qué privilegio ha perdido el poder? La prerrogativa de no tener que aprender y dedicarse simplemente a mandar. ¿Y cuál es el que ha perdido el saber? Pues ha perdido aquella seguridad y evidencia que le permitía prescindir de toda exigencia de legitimación; ahora es más visible su inexactitud social. De ahí que el problema ya no sea cómo compaginar un saber seguro con un poder soberano, sino cómo articularlos para compensar las debilidades de uno y de otro en orden a combatir juntos la creciente complejidad del mundo.
Daniel Innerarity, El retorno de la incertidumbre, El País, 07/10/2008

http://www.elpais.com/articulo/opinion/retorno/incertidumbre/elpepiopi/20081007elpepiopi_4/Tes?print=1

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