Arthur Schopenhauer.

El 21 de septiembre de 1860 fallecía en Fráncfort del Meno el filósofo alemán Arthur Schopenhauer (Dánzig, 1788). Murió de repente, como siempre deseó. Era un hombrecillo bajo y corpulento, de cabeza grande, enormes patillas blancas y cara de pocos amigos. Caminaba con paso vigoroso, y aún a sus setenta años gozaba de excelente salud: comía mucho, se bañaba en agua fría incluso en invierno, y sus mejores pensamientos se le ocurrían al aire libre. Siempre lo acompañaba su perrito Atma, al que apreciaba más que a cualquier ser humano; por eso cuando hacía travesuras lo insultaba llamándolo "hombre". Cuantos se cruzaban con aquel estirado personaje lo miraban con irónico respeto, pues sabían que era un sabio internacional. A su casa llegaban visitas de todo el mundo aunque sólo fuera para verlo unos minutos. Le apodaban El Buda de Fráncfort, pues al "Iluminado" remitía su doctrina filosófica. En 1818 Schopenhauer publicó El mundo como voluntad y representación, una extensa y genial obra ignorada hasta tres decenios después. Tras publicar otra gran obra: Parerga y paralipómena (1851), le sonrió la fama: sus libros se convirtieron en los mayores éxitos de ventas de finales del siglo XIX. Alemania se sumía entonces en una crisis existencial, el idealismo romántico quedaba atrás y la Revolución de 1848 había fracasado, de ahí que reinase por doquier un craso pragmatismo realista, interesado y burgués.

Aquí llegó Schopenhauer, con una metafísica que pretendía explicar la mísera y negra existencia humana. Este mundo no es hermoso -afirmaba-, sino el peor de los posibles. Y proseguía: Dios no existe, lo suplanta un demonio malévolo que convierte nuestras vidas en infiernos, consumidas entre el dolor y el aburrimiento. Y ello se debe a que la esencia más íntima de cada ser consiste en una voluntad bruta y ciega, en un deseo insaciable que nos obliga a buscar sin cesar nuevos placeres y diversiones que nunca nos colman; y encima nos acosan plagas, guerras y catástrofes naturales. De manera que la vida es un penal en el que cumplimos condena y del que sólo salimos con la muerte. Nada hay nuevo bajo el sol: el ser humano es un malvado depredador, cuya necedad lo torna incapaz de seguir la luz de la razón, que podría aportarle alguna mejoría. La filosofía teórica de Schopenhauer proponía una solución también teórica para superar la crisis absoluta de la vida: hay que renegar de la existencia y rechazar la perpetuación del dolor: no reproducir, no actuar. Asimismo, predicaba la piedad universal y la no violencia: abstenerse de dañar a los demás seres vivos, nuestros hermanos en esencia y encadenados en nuestra misma mazmorra. Junto a sus enseñanzas teóricas, Schopenhauer divulgó un "arte de vivir" de carácter más práctico, que sedujo a sus lectores. Con él quería enseñarles "si no a ser felices, al menos, a ser menos desdichados". El gélido filósofo argumentaba que la persona cabal no apetecerá la felicidad, que no existe; esperará poco de la vida y nada de sus congéneres. Lo idóneo para ella será la comodidad consigo misma y con el entorno: ahorros en el banco y mucha riqueza interior. Esposa e hijos son una carga; los amigos, o nos traicionan o son pesados a los que hay que soportar. El amor es un subterfugio con el que nos engatusa la naturaleza para propagar la especie. Queda el cultivo de la cultura y el arte, pero hay que resguardarse de los pedantes que las ostentan como profesión. En suma, Schopenhauer gruñía y se quejaba de todo cual sabelotodo regodeándose en el abismo, pero a salvo en su cómodo rinconcito. Su acritud gustó tanto en aquella Alemania deprimida como más adelante en Europa. Y también hoy goza de buena salud en nuestro país, donde cualquiera lanza críticas asesinas desde una enorme pasividad.

Luis Fernando Moreno Claros, Filósofo para esta época, Babelia. El País, 18/09/2010
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