Quan la Il·lustració deixa de ser progressista.






Asistimos actualmente en una parte del mundo académico y militante, que centra sus análisis, según sus propias afirmaciones, en los problemas de la opresión social, racial y/o sexual, a una verdadera andanada contra la “razón imperial racista”, supuestamente activa en los principios políticos, los movimientos o partidos y los textos que reivindican, más o menos explícitamente, el proyecto humanista formulado originalmente por los pensadores de la Ilustración del siglo XVIII. Este proyecto se encuentra asociado a un objetivo en el fondo imperialista, neocolonial, masculino y opresor; en una palabra: “blanco”. Con frecuencia, la referencia concreta a la Ilustración ha desaparecido incluso de esas críticas que ocupan desde hace una veintena de años un espacio relativamente importante en los campos de la filosofía política y más en general de las ciencias sociales, situando sus declaraciones en la confluencia de los debates intelectuales y políticos contemporáneos. En particular, la idea de universalidad se ha convertido en sinónimo de dominación: “Lo universal —cuestionado por los feminismos y los estudios gays y lésbicos—, que se sabía era masculino y heterosexual, debe ser repensado también como ‘blanco’ a la luz de los estudios poscoloniales, de las relaciones étnico-raciales y de los subaltern studies”, afirma, por ejemplo, una socióloga.

Este punto de vista analítico permite acusaciones especialmente graves lanzadas contra los movimientos de emancipación tradicionales: “El título de mi intervención [“Descolonizar el feminismo”] indica que ciertos feminismos son feminismos coloniales y deben ser descolonizados. Por feminismos coloniales entiendo un conjunto de discursos y de prácticas, activados por las fuerzas tanto externas como internas del feminismo, que consolidan o perpetúan el colonialismo bajo múltiples formas: colonialismos de población, administrativos, económicos, militares, internos, etc.”, señala una profesora de Berkeley. Este tipo de excesos verbales, consistentes en acusar directamente a sus compañeras feministas de colonialismo, se ha popularizado. Resumiendo las conclusiones de tales investigaciones, un periodista no duda en afirmar: “Las ideas de la Ilustración han creado los problemas de raza y de supremacía blanca”. Esta fórmula, curiosa tanto en la forma como en el fondo, queda explicitada un poco más adelante: “La raza tal como la concebimos actualmente —una taxonomía biológica que transforma la diferencia física en relaciones de dominación— es un producto de la Ilustración”.

En tal caso, no se comprende por qué todos los movimientos racistas, sexistas, antisemitas y homófobos del mundo, desde los nazis a los supremacistas blancos norteamericanos pasando por el Daech, no dejan de pisotear la herencia de la Ilustración hasta querer acabar con 1789 y la Declaración de los Derechos del Hombre. Cabe preguntarse también cómo tantas luchas feministas (lejos de ser exclusivamente “blancas”), antiesclavistas y anticoloniales, han podido, por el contrario, reivindicar claramente su herencia. De manera general, tampoco se comprende por qué las tradiciones socialista y comunista reivindican expresamente la tradición de las Luces y de la Revolución francesa desde su aparición. El mismo movimiento anarquista era hasta no hace mucho globalmente fiel a este fondo común. Hay que interrogarse sobre este giro histórico de una parte de las corrientes de izquierda, que la toman con sus propios compañeros de lucha y con sus más ilustres predecesores, con unos argumentos que no son fáciles de identificar teórica y políticamente y, en todo caso, con una violencia sorprendente. ¿Cómo explicar esta creciente hostilidad hacia el universalismo, el racionalismo y el progresismo de la Ilustración en un campo, el de la izquierda o más bien de las izquierdas, que supuestamente aspira a la emancipación humana en general? ¿Cómo se ha llegado a esto?

Por izquierda designamos aquí, de manera deliberadamente amplia, al conjunto de posiciones portadoras explícitamente de proyectos de subversión del orden existente (político, social, económico) en favor de los oprimidos desde la Revolución francesa. Muy a menudo, los oprimidos se distribuyen en el discurso de las izquierdas en tres grupos principales: en primer lugar, las víctimas económicas del sistema de dominación (los proletarios, los explotados, la clase obrera); a continuación, las víctimas sexuales (las mujeres, los homosexuales); finalmente, las víctimas raciales (los pueblos colonizados, las minorías étnicas, los inmigrantes). La preocupación por la opresión socioeconómica es la señal más destacada de las ideologías de izquierda, pero las otras dos están presentes tanto en los textos como en las luchas concretas desde el siglo XVIII: aquí no serán consideradas como secundarias.

En su obra dedicada a los “antiilustrados”, Zeev Sternhell destaca el surgimiento contemporáneo de la “gran revolución intelectual de la modernidad racionalista” y de otro movimiento político y cultural que, por el contrario, encuentra su razón de ser en la “revuelta contra la Ilustración”. Según este autor, esta última corriente no debe ser considerada como una contramodernidad sino más bien como “otra modernidad”, que tiene como objetivo la restauración de la armonía y de la unidad del mundo medieval marcado por “el primado de la tradición, de las costumbres y de la pertenencia a una comunidad cultural, histórica y lingüística”. Así, los antiilustrados formarían parte del paisaje ideológico de la modernidad desde su aparición. Pero la reconstrucción por parte de Sternhell de esta tradición alternativa a la Ilustración no deja casi ningún espacio a los autores de izquierda, con la notable excepción de Georges Sorel y de algunos otros socialistas tentados finalmente por el fascismo, como Henri de Man o Marcel Déat. En conjunto, los movimientos socialista, comunista y anarquista quedan fuera de esta genealogía de guerra contra la Ilustración.

¿Es la izquierda la heredera privilegiada de la tradición universalista, racionalista y progresista? Desde cierto punto de vista, la respuesta es obviamente positiva. En primer lugar, la misma existencia de la fractura derecha-izquierda proviene de 1789: los partidarios de la monarquía en los Estados Generales y después en la Asamblea Constituyente tomaron la costumbre de sentarse a la derecha del presidente mientras la oposición se sentaba a la izquierda. Incluso puede fecharse esa repartición espacial a finales del verano de 1789, cuando se examinaba el derecho del veto real. Izquierda y derecha son productos de la Revolución francesa. Además, la herencia del siglo XVIII es fundamental para las izquierdas francesas: “No hay un siglo XVIII para los radicales, un siglo XVIII para los socialistas y un siglo XVIII para los comunistas: nos encontramos frente a una especie de fondo común válido para el conjunto de las formaciones que se reclaman de izquierda”.

No obstante, esta observación vale en primer lugar para la izquierda francesa, y más especialmente para la izquierda parlamentaria, no para el conjunto de las corrientes tal como las definimos aquí. Ahora bien, desde este punto de vista la cuestión merece un examen histórico y teórico más profundo, pues una simple ojeada revela la presencia de una crítica precoz a la Ilustración por parte de la izquierda. Nadie puede negar, por ejemplo, que Marx sostuvo en la década de 1840 afirmaciones extremadamente duras contra la Declaración de los Derechos del Hombre, la cual, sin embargo, condensa “en algunas fórmulas recopiladas las ideas principales de la Ilustración francesa”. Tales acusaciones prolongan las que habían surgido desde la época revolucionaria: Babeuf denunciaba ya en 1793 los “horribles derechos” [droits affreux] de propiedad privada consagrados por la Asamblea Nacional, denuncia que se vuelve a encontrar en cierta forma en la reciente crítica de Thomas Piketty de la “ideología propietarista” [ideologie propiétariste] de la Revolución francesa. Se han intentado numerosos juicios contra todo o parte del legado de las Luces, desde los derechos “burgueses” del hombre a los supuestos “efectos despóticos” del racionalismo. La cuestión es determinar la naturaleza y el alcance exactos de esas diferentes acusaciones. ¿Nos enfrentamos a críticas radicales de la Ilustración, que rechazan su legado en bloque, o solamente a críticas parciales o incluso internas al paradigma que emerge en el siglo XVIII? ¿Los autores utilizan argumentos específicos o retoman finalmente los de la derecha conservadora y contrarrevolucionaria? ¿Las críticas son completamente homogéneas o, al contrario, irreductibles unas con otras?

A riesgo de sorprender al lector, la autora de estas líneas suscribe de buen grado la idea según la cual “la ‘filosofía de la Ilustración’ no existe”. Lo que se designa en general con la expresión de “filosofía de la Ilustración” fue en su época un movimiento plural: lejos de ser unívoco, estuvo cruzado por fracturas muy profundas y por debates apasionados sobre asuntos tan diversos somo la esclavitud de los negros, la religión natural o la necesidad de limitar los precios de los alimentos de primera necesidad. Ciertas investigaciones recientes han mostrado la existencia de una corriente dominante, más bien moderada en cuanto a sus objetivos de reformas sociales, políticas o religiosas, y una corriente minoritaria de “Ilustración radical”. No obstante, la radicalidad en el plano del ateísmo, el materialismo o el republicanismo, puesta de relieve por Jonathan Israel, no implica forzosamente la radicalidad en el plano del igualitarismo social y político. Dicho de otro modo, la expresión “Ilustración radical” [Lumières radicales o Radical Enlightenment] puede entenderse de múltiples maneras. En el siglo XVIII se puede ser un igualitarista radical en materia de riquezas materiales y un moderado respecto a la crítica de la religión, o viceversa: incluso esta constatación prueba la vitalidad de la razón crítica durante el siglo XVIII, que globalmente no ha dejado a ningún prejuicio, ninguna institución plurisecular o ninguna tradición venerable sustraerse a su implacable derecho de inventario. En consecuencia, si la “Ilustración” como cuerpo constituido de doctrinas no existe, “ilustrar” [éclairer] tiene en el siglo XVIII un sentido muy preciso: “luchar contra los prejuicios, es decir, ejercer la crítica”. Lejos de ser anecdótica, esta actividad es vivida por quienes dedican a ella lo más lúcido de su energía intelectual y moral como una “emancipación insurreccional”. Y hay que reconocer que algunos van más lejos que otros en ese ejercicio militante.

En este marco general, los extravíos misóginos, esclavistas, racistas o antisemitas de ciertos textos y ciertos autores del siglo XVIII son innegables, y han sido objeto de debates más o menos recientes, aunque la virulencia de estos últimos ha aumentado considerablemente en las últimas décadas. Algunos comentaristas han elegido en ocasiones silenciarlos. No obstante, una cuestión central es la del estatuto que la izquierda, o más bien las izquierdas, optan por acordarles cuando los recuerdan. ¿Las ocurrencias racistas o sexistas, las defensas —minoritarias— de la esclavitud en el siglo XVIII son de tal naturaleza que ponen en cuestión el mensaje explícito de la Ilustración, globalmente universalista, humanista y crítico, como reveladoras de una inmensa mistificación? ¿Constituyen la verdad subyacente o tal vez inconsciente de la Ilustración? ¿O hay que considerarlas como insuficiencias, limitaciones, contradicciones no resueltas y hasta periféricas en relación con un legado en el que tantos oprimidos han visto sólo la dimensión emancipadora para hacerla suya?

En un caso, la constatación de las insuficiencias, las contradicciones y las limitaciones de la Ilustración lleva a la exigencia de realización de sus promesas emancipatorias, inscribiéndose en la estela de lo que continúa siendo considerado como su inspiración fundamental. La Ilustración a pesar de o contra la Ilustración: esta postura vuelve a salir en lo que se llamará, según otros autores, una autocrítica o una relación dialéctica con las Luces. En el otro caso, se ataca a la Ilustración desde las raíces, no viendo en ella sino una ilusión de la que hay que desprenderse para liberarse. Realizar o, por el contrario, deconstruir las promesas de las Luces: este parece ser el dilema para las izquierdas, un dilema que se encuentra lejos de estar resuelto, si se juzga por el estado del debate contemporáneo.

La secuencia que se abre desde el final de la Segunda Guerra Mundial ha situado a la izquierda en una configuración inédita respecto a su relación con la Ilustración. Mientras que la crítica dialéctica de las Luces constituía hasta entonces la postura de la casi totalidad de sus pensadores y militantes, se vio cómo se desarrollaba en ciertos intelectuales una incriminación cada vez más feroz e inapelable del racionalismo, el progresismo y el universalismo, que representan a ojos de todos lo esencial de lo que el siglo XVIII ha legado a la época contemporánea. Los debates contemporáneos son herederos de esa declaración de guerra a las Luces de un género inédito.

La tesis que se defenderá aquí es que esta posición, contrariamente a las formas de crítica que habían tenido lugar hasta entonces, no es portadora de ningún progreso en la emancipación intelectual, moral o política. Al contrario, la incriminación radical del legado de la Ilustración representa una regresión en la medida en que viene a alinearse, se quiera o no, volens nolens, con los argumentos y las tesis de la vieja crítica conservadora y contrarrevolucionaria de los antiilustrados. Tomar conciencia del punto muerto de tal enfoque es indispensable en la perspectiva de reconstrucción e incluso de rearme ideológico de la izquierda frente a los desafíos contemporáneos.

Stéphanie Roza, ¿La izquierda contra la Ilustración? (Prólogo), Pamplona, Editorial Laetoli 2023

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