Michael J. Sandel, filósofo estadounidense, publicó La tiranía del mérito. Este libro nos quiere recordar que la meritocracia es una idea engañosa: no somos los únicos autores de nuestros triunfos ni los únicos culpables de nuestras derrotas. Muchos críticos le echaron en cara que sus ideas podían desmotivar a quien quisiera estudiar o, qué sé yo, montar su propia empresa, ya que podía dar a entender que el trabajo duro no sirve para nada.
Sin embargo, lo que Sandel critica es la idea de que todos nuestros éxitos o nuestros fracasos dependen única y exclusivamente de nuestro esfuerzo. Sandel no niega que los abuelos y padres de Cuerpo, nuevo ministro de Hacienda, se hayan esforzado, lo que explica es que si Cuerpo ha llegado a ministro es, precisamente, por su apoyo, porque no estaba solo. Y recuerda que si no hubiera llegado a ministro tampoco habría sido necesariamente un fracaso que solo se le pudiera achacar a él.
Sandel escribe que la convicción meritocrática de que las personas se merecen la riqueza con la que el mercado premia sus talentos hace que la idea de una sociedad solidaria sea un proyecto casi imposible. Si todo lo que nos ocurre es mérito o demérito nuestro, ¿por qué los triunfadores iban a deber nada a los miembros más desfavorecidos, que lo son (se dice) por no haberse esforzado lo suficiente? ¿Por qué alguien que gana más dinero ha de pagar más impuestos? ¿Por qué hemos de defender una educación pública de calidad?
En realidad, no somos personas autosuficientes que no necesitan a nadie. Vivimos en una sociedad que cultiva y premia nuestros talentos particulares, ya sean los de Carlos Cuerpo o los de Lionel Messi. Pensemos, por poner otro ejemplo, en un cirujano. Seguro que ha estudiado mucho y se esfuerza una barbaridad. Pero no lo ha hecho solo: en sus éxitos le han ayudado padres, profesores, el sistema educativo del país, el tren con el que iba al colegio, sus amigos… Y también todas las personas que hacen posible que una sociedad así siga adelante: el camarero de la cafetería de la universidad, el personal de limpieza del hospital, la persona que fabrica los bisturíes, el comercial que se los vende al hospital, el médico que le cubrió durante una baja…
Uno de los peligros de la fascinación meritocracia es el de las historias inspiradoras. Se nos explica cómo no sé quién vivía en una familia pobrísima y en el peor de los barrios, pero ahora es un millonario que tiene 50 empresas y vive en una mansión, o se sacó las oposiciones a juez a la primera.
No se trata de que esta persona no tenga mérito ninguno, que seguro lo tiene, sino de recordar que en una sociedad buena no debería hacer falta ser extraordinario para salir de una situación de pobreza y discriminación. Todo el mundo debería tener acceso a una vida digna y a un trabajo digno, y no podemos convertir las excepciones en el ejemplo a seguir, sino trabajar para que dejen de ser excepciones y se conviertan en la norma. Como escribe Sandel en El descontento democrático, las historias que se centran en el mérito personal desvían la atención respecto “a las verdaderas fuentes estructurales de la desigualdad”.
De hecho, es importante recordar que la mayor parte de las historias de superación y de crecimiento en España son como las del ministro (aunque sin llegar a ministro, claro): abuelos (como también los míos) que se deslomaron a trabajar primero en el pueblo (Tíjola, Almería) y luego en la ciudad (Barcelona), para que sus hijos lo tuvieran un poco mejor y sus nietos lo tuvieran (tuviéramos) muchísimo más fácil. Merece la pena recordar que el ascensor social no es un ascensor, sino una escalera. El camino suele ser lento, largo y costoso, pero debería serlo cada vez menos para los que comienzan en el primer piso.
No se trata de menospreciar nuestros logros ni los del ministro, sino de reconocer que vivimos en una sociedad que los permite y que nos ayuda a alcanzarlos. Lo que propone Sandel es precisamente un camino intermedio entre la falsa meritocracia y la igualdad de resultados con independencia del esfuerzo: apuesta por una igualdad de condiciones que ayude a que quienes no amasen una gran riqueza o alcancen puestos de prestigio lleven vidas dignas y decentes, con un trabajo que goce de estima social.
Y recuerda que quienes vienen de familias más acomodadas que la del ministro lo han tenido mucho más fácil: el supuesto emprendedor que empieza una start-up con dinero de su padre y de los amigos de su padre no puede decir que "no le han regalado nada". O, por ejemplo, cuando falleció Emilio Botín, el economista Daniel Lacalle le recordó en Twitter diciendo que había empezado "de cero", a lo que otro tuitero le recordó que había heredado un banco. Lacalle le dio una respuesta que es historia de Twitter: "No me fastidies. Era un banco enano". Seguro que Botín trabajó durísimo, pero no todo el mundo empieza con un banco enano.
En una sociedad en la que recordamos lo que nos debemos unos a otros, un youtuber, un campeón de motociclismo o quien sea no pensarán que el Estado les está quitando nada con los impuestos ni se irán corriendo a Andorra para ahorrarse cuatro duros, sino que a lo mejor pueden plantearse devolver parte de lo que la sociedad le ha dado para llegar a donde están.
Jaime Rubio Hancock, El mérito del ministro, Filosofía inútil, 03/02/2023 |
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