Max Weber i la revolució de Munich.


Me emociona profundamente evocar, en esta ocasión tan honrosa para mí, la figura de Max Weber. Pocos pensadores intentaron como él responder a la pregunta implícita en el nombre de esta Real Academia, esas tres palabras cuya compleja relación se discutía ya en el ágora de Atenas: ¿cuál es la Verdad que media entre la Política y la Ética? Weber, como sabemos, abordó el problema en “La política como vocación”, célebre conferencia que dictó en Múnich el 28 de enero de 1919 ante la Libre Unión de los Estudiantes y cuyo contenido ha llegado hasta nuestros días como una advertencia sobre los peligros convergentes, mil veces comprobados, de la demagogia, los liderazgos carismáticos y los fanatismos ideológicos.

Mi propósito es ofrecer una lectura histórica y biográfica de la circunstancia en que Weber dictó su perdurable lección. Me refiero a la revolución de Múnich en 1919, episodio crucial para comprender el sentido de su mensaje en la inesperada antesala de su muerte. Un drama histórico y un drama personal se conjuntaron para impregnar aquellas palabras con la gravedad de una profecía bíblica.

“¿Cuál es el hogar ético para la política?”, se preguntaba Weber. La clave residía en el contraste entre la “ética de la convicción” y la “ética de la responsabilidad”. Para Weber –que, sin dejar de reconocer los fueros de la primera, se inclinaba por la segunda– la genuina “vocación política” suponía abrazar con pasión una causa, pero hacerlo sin vanidad ni desbordamientos, con mesura y un atento sentido de responsabilidad. Solo un político así merecía “poner su mano en la rueda de la Historia”.

No era el caso de los demagogos que, “actuando bajo una ética absoluta, solo se sienten responsables de que flamee la llama de la convicción, la llama, por ejemplo, de la protesta contra las injusticias del orden social”. Si su acción no alcanza el fin deseado, “responsabilizarán al mundo, a la estupidez de los hombres o a la voluntad de Dios, que así los hizo”. Weber notó la semejanza de los revolucionarios de su tiempo con los profetas milenaristas del siglo XVII confiados en la inminente llegada de Cristo: la misma sensación de “quiliasmo orgiástico”, igual certeza en una “apertura escatológica de la Historia”. Demagogos, profetas, revolucionarios anunciaban un futuro radiante que está por llegar y, para apresurarlo, cualquier medio les parecía legítimo. Pero la convicción subjetiva sobre el valor absoluto de los fines no justificaba y menos santificaba el descuido irresponsable sobre las consecuencias objetivas de los medios.

Tampoco los pacifistas de su tiempo –esos políticos de la inacción– salían librados del predicamento. Lo sabían los cuáqueros de la guerra de Independencia americana, cuya pasividad frente al mal –basada en el Sermón de la Montaña– los hizo responsables de un mal mayor. Dado que el medio específico del poder es la fuerza, Weber lamentaba “la ingenuidad de creer que de lo bueno nace solo lo bueno y del mal solo el mal”. A menudo –decía– ocurre lo contrario, y quien no lo viese “era un niño, políticamente hablando”. Esa paradoja conducía a admitir que “hay una urdimbre trágica en la condición humana”, y en ninguna actividad era más evidente que en la política. Por eso definió la genuina vocación política como “un lento taladrar de tablas duras”.

Weber no predicaba quietismo, conservadurismo o reacción. Tampoco ofrecía caminos de salvación o recetas para la felicidad. Abría una vía práctica, apasionada pero realista, para actuar sin sensaciones románticas, con prudencia y fortaleza interna, en defensa de los más altos valores humanos. En eso consistía la “ética de la responsabilidad”.

Los innombrados demagogos, revolucionarios y pacifistas de su conferencia tenían rostro. Weber no los mencionó porque estaban implícitos: sus jóvenes oyentes, la mayoría revolucionarios, sabían a quiénes se refería. Su objetivo no era hablar a la posteridad sino influir en ellos e incidir en la coyuntura inmediata. Pero, como todo clásico, el texto rebasó su circunstancia.

A veces los grandes momentos de la historia son los pequeños momentos de la historia. Es el caso de la fugaz revolución de Múnich. Comparada con las guerras mundiales o las revoluciones en Rusia o China parece apenas el pie de página de un ejercicio fallido. Pero su significación es mucho mayor: fue un terremoto social cuyas réplicas, cada vez más intensas, marcaron al siglo XX. Se desplegó de noviembre de 1918 a mayo de 1919 en tres etapas de creciente radicalidad (socialdemócrata, anarquista, comunista) hasta desembocar en la brutal reacción militar, nacionalista y antisemita que dio origen al partido nazi. Acaso ningún otro episodio del siglo XX europeo contiene una densidad histórica similar.

Comenzó al día siguiente de la derrota alemana en la Gran Guerra. A lo largo de cuatro años, la exaltación inicial, la embriaguez patriótica, la promesa de gloria habían desembocado en un infierno de racionamiento, hambre, peste, y la confrontación de un saldo atroz: 1.7 millones de soldados muertos, cuatro millones de heridos, un millón de prisioneros. Mientras la suerte de Alemania dependía de Francia, Inglaterra, Estados Unidos (la Rusia soviética acababa de pactar con Alemania la paz en el Tratado de Brest-Litovsk), el antiguo orden se derrumbaba para siempre. En Weimar, la ciudad de Goethe, se declaraba el 9 de noviembre la república, que encabezarían los líderes del Partido Socialdemócrata, el SPD. Pero la vida parlamentaria era un desenlace inadmisible para los revolucionarios alemanes que buscaban emular (corregir, superar) el reciente ejemplo de Lenin. Se prendieron varios focos de rebelión en puertos y ciudades. En Berlín, dos líderes legendarios, Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, fundaron la Liga Espartaquista destinada a crear una república libre socialista. El 15 de enero de 1919 serían brutalmente asesinados, pero para entonces una revolución triunfante buscaba arraigar en Múnich, capital del reino independiente de Baviera.

Dos meses atrás, la antiquísima monarquía bávara había caído en cinco días bajo el ímpetu de una movilización pacífica de decenas de miles de obreros y soldados, encabezada por el menos probable de los líderes políticos, un intelectual judío de 51 años llamado Kurt Eisner. Neokantiano tocado por un idealismo mesiánico, había sido editorde Vorwärts (el combativo diario del SPD), donde escribía columnas políticas, textos satíricos y críticas de teatro. Encarcelado a principios de 1918 por su postura pacifista y liberado en octubre, Eisner se convirtió en el héroe del momento. En las plazas, los auditorios, las asambleas y las cervecerías de Múnich, su discurso electrizaba a “las masas”, término clave en la visión y el vocabulario de la revolución. (Conviene notar que, en el momento más álgido de la revolución, esas masas movilizadas se componían de decenas de miles de personas, la mayoría obreros, acaso el 10% de la población.) El 8 de noviembre, el Landtag, parlamento bávaro, nombró ministro presidente de la república de Baviera a Eisner, quien contó también con la legitimación de los consejos obreros, dando paso a un poder dual que resultaría insostenible.

De pronto, aquella ciudad apacible, culta y dinámica fue el escenario donde se ensayaba el siglo XX. La gigantesca novedad de un gobierno revolucionario tomó a todos por sorpresa. Y los acomodos fueron inmediatos. Los consejos obreros, encabezados por intelectuales, conquistaron aliados entre los soldados recién llegados del frente, pero los principales partidos del centro a la derecha, la burocracia, la burguesía y las clases medias, la prensa mayoritaria, el clero católico y otros grupos religiosos (incluida la comunidad judía), las hermandades secretas ultranacionalistas, buena parte de los maestros y estudiantes universitarios, las legaciones diplomáticas de los países aliados a Alemania, y sobre todo los agricultores (predominantes en Baviera), la vieron como una anomalía, en algunos ámbitos, intolerable.

Todas las ideologías del siglo XIX y XX, no solo los liberales y los marxistas, los Settembrini y los Naphta, convergieron en Múnich. Y era casi increíble el elenco intelectual, artístico y político que se dio cita en aquella Babel. Una presencia mayor, al lado de Eisner, fue Gustav Landauer, el mayor pensador del anarquismo alemán. Otros intelectuales –literatos, economistas y sociólogos, algunos serios, otros bohemios– se incorporaron también, creyendo reconocer en aquella súbita revolución la aurora de la historia. A propósito de todos ellos, criticando su “ética de la convicción”, dictó Max Weber su conferencia. Entre los escépticos estudiantes que lo escuchaban se encontraba Max Horkheimer, que años después fundaría la Escuela de Frankfurt. En Múnich conspiraban los revolucionarios espartaquistas y los agentes de Lenin, pero también varios futuros nazis, como Rudolf Hess y Ernst Röhm. Alarmado por el ascenso revolucionario y sus protagonistas judíos, el nuncio Eugenio Pacelli, futuro Pío XII, enviaba informes al Vaticano. Testigos de primera mano, registraron los hechos: Thomas Mann, Rainer Maria Rilke, Victor Klemperer, Martin Buber y Gershom Scholem. Y un oscuro soldado veterano de la guerra, pintor fracasado, merodeaba confusamente los mítines y cuarteles buscando dónde y cómo verter su vocación de odio. La encontró en Múnich: Adolf Hitler.

La revolución de Múnich fue un vertiginoso teatro de las ideas, pero no de ideas puras sino de ideas armadas. Cuando el 28 de enero de 1919 Weber dictó su conferencia, habían pasado escasas diez semanas desde el arribo de Eisner al poder. El orden republicano se mantenía. No había traza, realmente, de una revolución bolchevique. Y la sangre no había llegado al río. No obstante, Weber consideraba desastroso al gobierno de Eisner. Antes de dirigirse a su público, comentó: “Esto no merece el honroso nombre de revolución: es un carnaval sangriento.” Pero su rechazo por lo que había pasado era la medida de su angustia por lo que veía venir. Estaba persuadido de que la historia de su país, la de Europa y quizá la del mundo, se decidía ahí y entonces. Y su visión era sombría. Ese don anticipatorio es el don específico de todo profeta. Weber, el gran científico de la sociedad, lo extraía de su experiencia, su sabiduría y su descarnado realismo. Alejado de toda fe, paradójicamente, él también era un profeta.

Enrique Krauze, El realismo trágico de Max Weber, Letras Libres 01/01/2024

Discurso de ingreso como académico honorario
de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas de España,
pronunciado en Madrid el 17 de octubre de 2023.

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