Filosofia del desig





La palabra deseo viene del verbo latino desiderare, formado a partir de sidus, sideris, que significa astro o constelación. Existen dos interpretaciones radicalmente opuestas de esta etimología. Se puede interpretar desiderare como “dejar de contemplar las estrellas”, lo que remite a la idea de una pérdida, un “desnorte”. El marinero que deja de mirar los astros puede perderse en el mar. El ser humano que deja de contemplar las cosas celestiales puede perderse ante la seducción de las cosas terrenales. A la inversa, podemos entender desiderare como aquello que nos libra de perdernos en consideraciones (siderare), puesto que los antiguos romanos solían entender la sideratio como el hecho de sufrir la acción funesta de los astros. Hemos conservado este sentido lejano cuando decimos que nos quedamos “alucinados” tras una conmoción o una adversidad: nos quedamos inmóviles, incapaces de rea­ccionar, privados de la capacidad de actuar libremente. Lo que nos pondrá de nuevo en movimiento es de-sidere, el deseo, entendido como motor de la acción, como la potencia vital que nos libra de perdernos a nosotros mismos, sea cual sea la causa.

Lo fascinante es que este doble sentido reaparece a lo largo de la tradición filosófica occidental. Por un lado, el deseo se percibe como una falta y se subraya esencialmente su carácter negativo. Por otro lado, se percibe como un poder y como el principal motor de nuestras vidas. La mayoría de los filósofos de la Antigüedad vieron el deseo como una falta y lo consideraron no tanto como una cuestión sino como un problema: la búsqueda de una satisfacción que, una vez saciada, renace enseguida bajo la misma forma o bajo la forma de otro objeto, condenándonos así a estar insatisfechos de por vida. Fue Platón, el más conocido entre los discípulos de Sócrates, quien mejor teorizó esta dimensión insaciable del deseo humano en forma de falta: “Lo que no tenemos, lo que no somos, lo que echamos de menos: he aquí los objetos del deseo y del amor”. Aristóteles relativiza esta identificación del deseo con la falta y ve en él nuestra única fuerza motriz: “No hay más que un principio motor: la facultad desiderativa”. En el siglo XVII, Spinoza retoma esta idea y la sitúa en el centro de toda su filosofía ética: el deseo es la potencia vital que pone en movimiento todas nuestras energías y, bien dirigido por la razón, es lo único que puede llevarnos a la alegría y a la felicidad suprema (la beatitud).

Deseo-falta que conduce a la insatisfacción y la desdicha y al que conviene poner límites o eliminar… o deseo-potencia que conduce a la plenitud y la felicidad y que conviene cultivar: ¿quién tiene razón? Si nos observamos atentamente a nosotros mismos y a la naturaleza humana, ambas teorías parecen pertinentes y no se excluyen mutuamente. En nuestras vidas podemos experimentar el deseo-falta y el deseo-potencia. Cuando caemos en la trampa de la insatisfacción permanente, la comparación social, la envidia, la lujuria, la pasión amorosa, damos la razón a Platón. Pero cuando nos dejamos llevar por la alegría de crear, crecer, avanzar, amar, desarrollar nuestros talentos, realizarnos a través de lo que hacemos, conocer, damos la razón a Spinoza. Y las cosas son incluso un poco más complejas, ya que el deseo-falta puede también ser el motor de una búsqueda espiritual que conduzca a la contemplación de la belleza divina, mientras que el deseo-potencia puede llevarnos a excesos y a una forma de hibrisdenunciada por los griegos.

Frédéric Lenoir, ¿El deseo nos conduce a la plenitud o a la insatisfacción permanente?, El País 16/01/2024

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