Com fer front a les emocions negatives.
Sentimientos y emociones dependen fuertemente de
mecanismos que escapan al control racional. Son, por decirlo directamente,
componentes primitivos de nuestra personalidad que se distribuyen normalmente
en la población. Por pura probabilidad, habrá personas muy temerosas y nada
temerosas, individuos adictos al sexo y ajenos al intercambio de fluidos,
gregarios y asociales, o creyentes y ateos. Entre ambos extremos nos situaremos
la mayor parte de los mortales, con niveles que giran en torno a una media,
pero no idénticos. Estas tendencias difícilmente se pueden controlar
racionalmente. El único modo de lograrlo es emplear mecanismos igualmente
primitivos que contraresten las tendencias iniciales.
Desgraciadamente, entre estos mecanismos no se
cuenta nuestra racionalidad.
Un ejemplo de lo que trato de expresar proviene del
campo de la delincuencia. Un caso especialmente dramático es el maltrato
familiar. Difícilmente se puede afirmar que la sociedad fomenta conductas de
esta naturaleza de ninguna manera. Muy al contrario, cada vez existen más
campañas destinadas a la eliminación de esta lacra social. Sin embargo, el
número de casos no remite. ¿Qué sucede? Una explicación probable radica en mi
declaración anterior: no se puede combatir los accesos emocionales con la
razón. Sencillamente ese no es el camino, aunque debo confesar que puedo estar
equivocado.
Psicólogos como Hans Eysenck o David
Lykken sostuvieron que la prevención de la delincuencia exigía
instaurar una conciencia pro-social en los individuos cuando todavía estábamos
a tiempo, es decir, durante el proceso de socialización. Y las vías para
hacerlo en ningún caso suponían el empleo de la razón, sino procesos tan
elementales como el condicionamiento clásico: una conducta antisocial debían ser
castigada de modo contingente, de manera que ante la tentación de volver a
expresarla, el individuo experimentase ansiedad como un anticipo al posible
castigo.
Mi hija puede desear fervientemente el CD de Avril Lavigne que me acaba de
regalar mi esposa, pero no lo hace porque sabe que la castigaré. Cuando se
imagina cogiendo mi CD predice (correctamente) que, si me entero, no podrá
salir el sábado por la tarde con sus amigas. Opta entonces, inteligentemente,
por pedirme permiso. ¿Por qué predice que será castigada? Porque sabe que si la
pillo, lo haré sin contemplaciones, como ocurrió en una anterior ocasión con el
CD de Pat Metheny que
me sustrajo aprovechando que estaba en el gimnasio.
Sin embargo, si mi hija fuese poco temerosa y,
además, impulsiva, me costaría más trabajo y tiempo lograr que sintiese
ansiedad ante la tentación de birlarme el CD durante mi ausencia deportiva.
Pero lo conseguiré si persisto.
El proceso de convertir a mi hija en una persona
que sea capaz de gestionar sus emociones de un modo inteligente consiste
precisamente en (a) averiguar cómo es, cuál es su temperamento y su carácter,
(b) actuar de modo consistente en aquello que le está permitido hacer y en lo
que bajo ningún concepto debe llevar a la práctica sin mi permiso y (c) saber
que si mi hija es poco temerosa, impulsiva, agresiva o extravertida no deberé
actuar como padre igual que si es muy temerosa, controlada, pacífica o
introvertida.
Convendría olvidar la vieja, pero extendida, idea
de que existe una receta para educar en una gestión inteligente de las
emociones o los sentimientos. Es falso. Cada niño presenta su propio carácter y
quien va a educarle debe tener esta patente realidad muy presente. Si
castigamos reiteradamente a un niño temeroso, con el tiempo lograremos convertirle
en un neurótico. Si evitamos castigar a un niño poco temeroso, terminaremos
conviviendo con una versión doméstica de Al Capone.
Desde mi punto de vista la educación emocional
pasaría por tomar conciencia de que a las personas no se las educa, sino que
las personas aprenden.
Mis intentos de imponer un determinado modo de
percibir y expresar las emociones está abocado al fracaso si ignoro con quién
estoy tratando. No puedo recompensar o castigar del mismo modo a distintas
personas. Naturalmente, mi meta puede permanecer, a saber, que la persona
perciba y exprese apropiadamente sus emociones, pero el modo de llegar a la
meta puede cambiar sustancialmente dependiendo de cuál sea su temperamento. Es
una realidad que, simplemente, debería tener muy presente.
Desde mi punto de vista, y también desde el de los
científicos que han estudiado esta cuestión desapasionadamente, no existe tal
contraposición entre la inteligencia bruta y la emocional. Si uno desea
gestionar sus emociones de un modo inteligente, debe usar (parece lógico) su
inteligencia. El problema es que en los casos más extremos, es decir, aquellos
que resultan especialmente desadaptativos, la inteligencia bruta puede resultar
insuficiente para solventar la situación. Es poco probable que podamos
convencer a alguien, mediante las estrategias terapéuticas con las que cuenta
un psicólogo, para que después de agredir a su hijo durante seis años, deje de
hacerlo.
Como es natural, también contamos con casos en los
que la persona puede incluso sobrellevar una grave esquizofrenia. Seguramente
recordarás la historia del largometraje Una Mente Maravillosa. Tras
pasar por una serie de episodios psicopatológicos extremadamente
desadaptativos, el protagonista termina por controlar sus delirios. ¿Por qué lo
consigue? Según mi propio análisis, consigue mantener bajo control sus
episodios precisamente por su extraordinaria inteligencia bruta.
En suma, se puede tratar de gestionar de un modo
inteligente las emociones, pero las emociones no quieren ser gestionadas. Las
emociones no se eligen, sino que se contraen, como la gripe. De ahí que, en
cierto modo, los mensajes de Goleman
y autores similares puedan ser considerados engañosos, aunque, eso si, se trata
un engaño bienintencionado. Ojalá pudiéramos decidir la emoción que deseamos
sentir o expresar. Ojalá pudiéramos tener la certeza de que un mensaje repetido
hasta la saciedad en los medios de comunicación lograría convertirnos en seres
pacíficos, comprensivos y compasivos. Pero los seres humanos no somos así.
Siempre hay casos y casos, lógicamente. Pero se trata de verdaderas
excepciones.
Félix García
Moriyón,
entrevista a Roberto Colom, Una entrevista sobre las emociones,
Diálogo Filosófico, Año 21, Mayo/Agosto II, 2005, págs.. 223-240
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