desigualtat (diccionari H.G. Frankfurt).
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No cabe duda de que la igualdad económica es el tema de nuestros días, aunque no podemos anticipar durante cuánto tiempo seguirá siéndolo. Se trata de una preocupación cíclica que reaparece cada vez que el optimismo de las expansiones da paso al pesimismo de las depresiones. En este caso, la conversación pública ha estado marcada por el impacto del best-seller de Thomas Piketty, precedido y continuado por contribuciones de desigual calidad (1). Son presupuestos dominantes del debate la condena de la desigualdad económica como mal indiscutible y la defensa de la igualdad como fin universalmente deseable. Pero no todo el mundo está de acuerdo, sin ser por ello neoliberales recalcitrantes o libertarios irredimibles. Hace unas semanas aparecía en Estados Unidos un librito en el que el filósofo norteamericano Harry G. Frankfurt discute esa premisa mayor y sostiene que la igualdad económica carece de valor moral intrínseco (2), sin que nuestro autor sea por ello indiferente a las consecuencias de la desigualdad. Merece la pena, a la vista de la originalidad de su posición, prestarle atención.
Para Frankfurt, la desigualdad económica puede ser indeseable, pero lo será porque tiende a generar desigualdades inaceptables de otro tipo (por ejemplo, disparidades en la influencia política o social de individuos o grupos), no porque la igualdad sea un bien moral intrínseco. Y si la desigualdad económica se caracteriza por su «inherente inocencia moral», sostiene, es un error adoptar el igualitarismo como un ideal moral. Para Frankfurt, nuestros conceptos políticos y morales debieran más bien orientarse a garantizar que todos tenemos suficiente. De manera que la lucha contra la pobreza y el propósito de asegurar un bienestar suficiente a todos es más importante que combatir la desigualdad. Traducido a los términos del debate contemporáneo, esto implicaría una menor obsesión por el célebre 1% y una mayor atención a quienes ocupan los estratos más desfavorecidos: ignorar a los plutócratas para concentrarnos en la construcción de la clase media.
¡Escándalo! Pero sólo en parte. Es éste un debate conceptual lleno de matices y arremeter contra sus protagonistas con argumentos de brocha gorda no lleva a ninguna parte. El propio autor subraya que su discusión del problema obedece a intereses analíticos, al margen de cualquier ideología política. En ese sentido, Frankfurt no se priva de señalar que quienes viven en una excesiva opulencia son culpables de una «glotonería económica» que produce en ellos mismos un efecto psicológico y moral negativo, al tiempo que ofrece a los demás un triste espectáculo: el consumo conspicuo como orgía de banalidades. Dicho esto, no olvidemos que la atención a los más ricos se incrementa durante las crisis, momento en que una obscena comedia de costumbres –la isla privada, la piscina, los visones– muta en hiperbólico relato de hegemonía: ellos mandan y nosotros obedecemos. Pero Frankfurt cree que la mayor influencia de que gozan quienes más tienen debe ser combatida por medio de leyes y regulaciones que eviten tal abuso, no a través de políticas dirigidas a generar igualdad económica. Porque desde el punto de vista moral, no es importante que todos hayan de tener lo mismo. Lo que es moralmente importante es que cada uno tenga suficiente.
Frente al igualitarismo, que considera deseable que todos tengamos cantidades parecidas de ingresos y riqueza, Frankfurt opone así la «doctrina de la suficiencia». Ha de aclararse que ésta no se opone por principio a la implantación de políticas económicas igualitaristas, si son necesarias para promover otros fines sociales y políticos deseables. En todo caso, el valor de la igualdad será derivativo e instrumental, no intrínseco. Entre otras razones, porque el igualitarismo económico provoca una distorsión en el modo en que evaluamos las condiciones de nuestro bienestar: en lugar de guiarnos por nuestras propias ambiciones e intereses, atendemos a la cantidad de dinero que tienen los demás. Ya que la cantidad de dinero disponible por otros nada tiene que ver con lo que se necesita para llevar el tipo de vida que una persona perseguiría sensata y adecuadamente para sí misma.
Dicho de otro modo, la comparación con los demás nos distrae, haciendo más difícil que descubramos aquello que de verdad deseamos: aquello, en fin, llamado a satisfacernos. Para Frankfurt, exagerar la importancia moral de la igualdad económica termina por ser alienante. Nuestro estatus económico en comparación con el de otras personas, en suma, no debería tener influencia alguna sobre el proceso de fijación de las prioridades vitales: menos inspección y más introspección.
Un aspecto interesante del planteamiento de Frankfurt es su refutación de la tesis de la utilidad marginal decreciente, sostén frecuente de los argumentos igualitaristas. De acuerdo con éste, la utilidad marginal del dinero va decreciendo a medida que se acumula: diez euros es una fortuna para quien tiene sólo uno, pero un millón de euros no es nada para quien ya posee otros doscientos. Para que esa premisa se sostenga, ha de añadirse otra según la cual todos propendemos al mismo disfrute de las utilidades. Frankfurt discute ambos presupuestos. Por un lado, señala que en cualquier nivel de consumo existen grandes diferencias en las utilidades derivadas por distintos consumidores: por razones diversas, algunas personas disfrutan más de sus bienes que los demás. Por otro, matiza, aunque la utilidad de los bienes adquiridos puede decrecer marginalmente, la utilidad del dinero como tal no lo haría: porque el dinero, como señalara Georg Simmel, posee un valor abstracto de uso versátil y, como apuntó Albert Hirschmann glosando a Simmel, su posesión no decepciona como lo hacen los bienes adquiridos gracias a él (3). Pero es que hay bienes que tampoco nos cansan: aquellos que acumula un coleccionista o los que disfrutamos tras haber aprendido a disfrutarlos (en general, los ligados a actividades culturales o de conocimiento, o a los hobbies concienzudos de todo tipo). Por eso, Frankfurt habla de «umbrales de utilidad» que, curiosamente, pueden alcanzarse gracias a ese euro extra que debería carecer de importancia según la teoría de la utilidad marginal decreciente: el euro número seis mil que culmina un proceso de ahorro cuyo propósito es adquirir un grabado de Durero o un equipo de alta fidelidad. Se deduce de todo esto una conclusión importante, a saber: que una distribución igualitaria de los ingresos bien puede no maximizar la utilidad agregada, e incluso podría minimizarla. Porque no se trataría únicamente de atender a quién tiene cuánto, sino que también importa la utilidad que cada uno deriva de lo que tiene.
Nuestra intuición moral de que la desigualdad es un mal obedece, para Frankfurt, al hecho de que quienes tienen menos tienen, a menudo, demasiado poco. Más aún, nos dejamos llevar por la intuición de que unos tienen demasiado poco porque otros tienen demasiado, aunque no sea el caso: falacia de la suma cero. Más que una discrepancia relativa, en fin, objetamos una deficiencia absoluta. Y de ahí su defensa del suficientismo:
Mostrar que la pobreza es imperiosamente indeseable no demuestra por sí mismo en absoluto que lo mismo pueda decirse de la desigualdad. [...] Las situaciones que implican desigualdad son moralmente perturbadoras sólo en la medida en que violan el ideal de la suficiencia.
Ahora bien, ¿qué significa tener suficiente? No se trata de alcanzar un límite, propone Frankfurt, sino de cumplir con un estándar. Porque el suficientismo no postula que baste con evitar la miseria económica, sino que cada persona debe ser capaz de establecer su propio límite: allí donde está contenta con lo que tiene. Esta satisfacción vital se expresa cuando uno deja de buscar activamente tener más. De aquí no se sigue que esa persona no prefiriese, ciertamente, tener más. Pero
Incluso aunque sepa que podría obtener una satisfacción aún mayor en su conjunto, no siente el desasosiego ni tiene la ambición que lo inclinarían a buscarlo.
Esa conclusión no tiene por qué asentarse en una comparación extrínseca, entre nuestras circunstancias actuales y las circunstancias posibles, sino que, deseablemente, debería basarse en un juicio intrínseco sobre nuestra existencia. Tener menos, dice Frankfurt, no significa tener poco. La desigualdad es una relación formal que nada dice sobre la deseabilidad de la posición que ocupa cada parte:
No hay una conexión necesaria entre encontrarse en el estrato más bajo de una sociedad y ser pobre, en el sentido en que la pobreza constituye una barrera seria y moralmente objetable para una vida buena.
En otras palabras, el problema es que una vida sea buena o mala en sí misma y no en comparación con otras. Si vivo contento con mis aficiones o mi familia o mi indolencia, y gozo de un bienestar material suficiente y de suficiente protección estatal, ¿por qué habría de importarme que otros vivan en Beverly Hills? ¿Por qué esa desigualdad es un mal en sí mismo? ¿Por qué, en fin, hemos de querer lo que otros tienen? Frankfurt afirma que la igualdad es menos importante que el respeto y, por tanto, la imparcialidad: hemos de tratar a las personas del mismo modo si nada sabemos sobre ellas que justifique un trato diferente. Pero si un trato diferente está justificado –distintos méritos o esfuerzos, discriminación pasada injusta, padecimiento de una discapacidad–, tratar a todos por igual implicará una injusticia.
Manuel Arias Maldonado, Igualdad, ¿para qué?, Revista de Libros 11/11/2015
1. Thomas Piketty, El capital en el siglo XXI, trad. de Francisco J. Ramos y Ana Escartín, Madrid, Fondo de Cultura Económica, 2014. Unos años antes, preparaban el terreno Richard Wilkinson y Kate Pickett con Desigualdad. Un análisis de la (in)felicidad colectiva, trad. de Laura Vidal, Madrid, Turner, 2009, cuyas tesis sobre los efectos de la atmósfera de una sociedad desigual merecieron la crítica contundente del reciente premio Nobel de Economía, Angus Deaton, experto en la medición de la desigualdad. Más recientemente, Anthony B. Atkinson ha publicado una suerte de summa de su trabajos previos al respecto donde detalla las políticas públicas que considera más apropiadas para combatir el aumento de la desigualdad: Inequality. What Can Be Done, Cambridge, Harvard University Press, 2015.
2. Harry G. Frankfurt, On Inequality, Princeton, Princeton University Press, 2015. Anteriormente, del mismo autor, véase «Equality as a Moral Ideal», Ethics, vol. 98, núm. 1 (octubre de 1987), pp. 21-43.
3. Georg Simmel, Philosophie des Geldes, Berlín, Anaconda, p. 238; Albert Hirschmann, The Passions and the Interests. Political Arguments for Capitalism before Its Triumph, Princeton, Princeton University Press, 1977, pp. 55-56.
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