La complicada història dels éssers humans.
Hace ya siete años que celebramos el 150º aniversario de la publicación de El origen de las especies, el libro que fundó la biología moderna y la obra de Darwin más importante para los científicos profesionales. Pero aún nos quedan cinco años para celebrar el 150º aniversario de otro libro de Darwin que seguramente es mucho más importante para las ciencias sociales, las humanidades y la cultura en general, El origen del hombre. Porque fue aquí, 12 años después, donde Darwin desarrolló el corolario más escandaloso y rompedor de la teoría de la evolución: que nuestra especie no tiene nada de especial, nada que la distinga del gran esquema de las cosas biológicas, ni ninguna relación trascendente con la divinidad, sino que es una mera variación de nuestros primos los monos, nuestros primos segundos los mamíferos, y de todas las especies que pueblan este planeta viejo y solitario, nuestro barrio del cosmos.
Curiosamente, y sin que lo supiera Darwin, la primera evidencia de una especie humana primitiva y extinta se había descubierto tres años antes de la publicación de El origen de las especies. El 9 de septiembre de 1856, una cuadrilla de obreros que excavaba cerca de Düsseldorf extrajo de una cueva 16 huesos fosilizados. Pensaron que eran de un oso, pero tuvieron el atino de llevárselos al maestro de un pueblo cercano por si fueran de alguna utilidad para la ciencia. Y vaya si lo fueron. El maestro, llamado Johann Carl Fuhlrott, percibió que los huesos “eran muy antiguos y pertenecían a un ser humano muy diferente del hombre contemporáneo”. Había descubierto al hombre de Neandertal.
El siglo XX contempló episodios gloriosos en la búsqueda del eslabón perdido, o los estadios intermedios en la evolución de nuestra especie a partir de sus ancestros simiescos. Y produjo una narración entrañable de elevación progresiva a los cielos de la consciencia, la inteligencia y la trascendencia moral que se nos suponen.
Pasando a limpio una crónica algo más farragosa, la sucesión de eslabones perdidos quedó más o menos así: hace seis millones de años éramos lo mismo que los chimpancés; hace cuatro millones, evolucionaron los australopitecos (como Lucy), ya bípedos pero todavía con un cerebro de medio litro; hace dos millones apareció el Homo erectus, que había duplicado su tamaño craneal hasta un litro, usaba herramientas y fue la primera especie humana en abandonar África; y nuestra especie, el Homo sapiens, se revelaba como una recién llegada a la gran historia del planeta, con poco más de 100.000 años, casi un litro y medio de cráneo y caracterizada desde sus inicios por herramientas avanzadas y una cultura no solo innovadora, sino también variable y creativa, cuya representación gráfica inmejorable son las pinturas rupestres de Altamira y Lascaux.
La ciencia no solo aspira a describir la realidad — esa es la parte aburrida—, sino también a entenderla. La esperanza de un investigador es que, a medida que se obtienen más datos y se afinan las teorías, empiece a vislumbrarse un modelo del mundo cada vez más simple y comprensible. Por desgracia, este no ha sido el caso de la investigación de la evolución humana en las últimas décadas, y las cosas no han hecho más que complicarse aún más en los últimos años. Las excavaciones paleontológicas —de Sudáfrica a Atapuerca— y los espectaculares avances de la genómica han enmarañado el cuadro de manera sustancial. Pero ese es el mensaje que nos transmite la realidad. La simplicidad y el entendimiento profundo tendrán que esperar.
Un ejemplo perfecto de complicación inesperada es el hobbit (Homo floresiensis),descubierto en 2004 en la isla de Flores, un reducto poco explorado del sur de Indonesia. Con un metro de estatura y la capacidad craneal de un australopiteco o un chimpancé, pero lo bastante inteligente como para manejar herramientas de piedra y, tal vez, haber llegado navegando a la isla, el hombre de Flores —que en realidad era una mujer— vivió hasta hace solo 18.000 años, y por tanto había coexistido con nuestra especie durante 20 milenios. El hobbit encajaba en nuestro modelo de la evolución humana tanto como un burro en un garaje. Y, de hecho, fue recibido con mucha resistencia por la comunidad paleontológica.
En el siglo XIX, cuando Fuhlrott descubrió al hombre de Neandertal, se encontró con una resistencia parecida. El gran Rudolf Virchow, padre de la teoría celular que constituyó la primera gran unificación de la biología (“Omnis cellula e cellula”, toda célula proviene de otra), se pegó el gran batacazo de su carrera al dictaminar que los restos estudiados por Fuhlrott pertenecían en realidad a un “idiota con artrosis”. Puesto que la evolución no se aceptaba en la época, el mero hecho de que hubiera existido una especie humana primitiva le parecía un disparate. Como les ha pasado a muchos sabios antes y después, Virchow se mostró refractario a las evidencias.
La historia se ha repetido con el hobbit, en una especie de homenaje paradójico al planchazo de Virchow. Un grupo de paleontólogos defendieron desde el principio que se trataba de una mujer con microcefalia. Las investigaciones recientes, sin embargo, confirman que el cráneo de Flores es una versión miniaturizada del típico del género Homo, al que pertenecemos los Homo erectus y nosotros. Los científicos no saben si el hobbit ya era pequeño cuando llegó a la isla o se miniaturizó después de llegar allí, como ciertamente le ocurrió a un elefante enano que también vivía ahí. Los últimos datos apuntan a lo segundo, aunque sin encontrar más cráneos la cuestión seguirá abierta.
Tras el “idiota con artrosis” de Virchow y la mujer microcefalica de Flores, viene al pelo una cita de Darwin: “La ignorancia suele engendrar más confianza que el conocimiento: son quienes conocen poco, no los que conocen mucho, quienes aseveran de forma tajante que ni tal ni cual problema serán jamás resueltos por la ciencia”. Darwin lo escribió en El origen del hombre, preparándose para la que sin duda se le vendría encima. Pero la cita es aplicable a las resistencias científicas que encontraron el neandertal y el hobbit.
El neandertal y el hobbit comparten otra cualidad: no son ancestros nuestros, sino ramificaciones independientes de la nuestra. Son la primera indicación —y de ningún modo la última, como veremos— de que la evolución humana no tiene la forma de una cadena lineal, con un eslabón tras otro ascendiendo la escalera al cielo. Su forma es más bien la de un arbusto, con una variedad de ramas aquí y allá, con diversificaciones locales, salidas en falso, callejones sin salida y extinciones frecuentes. Tan frecuentes que, de hecho, ahora solo quedamos nosotros.
El truco para aceptar esta teoría sin escándalo es percibir que esa forma de arbusto no es ninguna peculiaridad de la evolución humana. Más bien es la forma general de los procesos evolutivos. Esta es una idea a la que dedicó media vida el evolucionista neoyorquino Stephen Jay Gould, muerto en 2002. Darwin insistió en el carácter gradual de la evolución inspirado por su mentor, Charles Lyell, cuya geología era estrictamente gradual para huir de los diluvios universales de la religión y el catastrofismo de la cultura popular. Pero la historia geológica del planeta solo es gradual en tiempos de bonanza, y aparece puntuada por cambios bruscos del entorno, movimientos tectónicos, orgías volcánicas, sequías desastrosas y hasta impactos de asteroides gigantescos. La vida intenta adaptarse como puede: por eso seguimos aquí tras 4.000 millones de años.
Un segundo aspecto esencial es que no toda la evolución humana ha ocurrido en África, contra lo que creíamos hace poco. El hombre de Atapuerca u Homo antecessor, descubierto en el inmenso yacimiento paleontológico burgalés, es seguramente un buen ejemplo. Arsuaga y sus colegas lo llamaron preneandertal porque tiene todos los signos de estar evolucionando hacia los rasgos típicos de los neandertales, y los preceden en el tiempo geológico por unos cientos de miles de años. Es probable por tanto que los neandertales evolucionaran en Europa, y no salieran ya formados de África.
De hecho, la genómica aporta evidencias incuestionables de ciertas formas de evolución fuera de África. La lectura del ADN antiguo ha avanzado hasta tal punto que ya es capaz de descubrir una nueva especie a partir de una falange de un dedo. Así se descubrió hace unos años a los denisovanos, una especie coetánea de los neandertales, pero distinta de ellos y que habitaba más bien en Asia que en Europa. Y, de hecho, los europeos actuales llevan tramos de ADN neandertal; y los asiáticos y habitantes de las islas del Pacífico llevan tramos de ADN denisovano.
Cuando nuestros ancestros sapiens salieron de África, hace algo más de 50.000 años, esas dos especies antiguas ya llevaban cientos de miles de años adaptándose a las circunstancias ambientales de Eurasia. Y los recién llegados se beneficiaron de esos genes adaptados por una conocida vía de evolución rápida. Se llama sexo.
En fin, una historia más complicada de lo esperado, pero también más interesante, ¿no es cierto?
Javier Sampedro, Enredos de familia, El País 25/09/2016
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