Política, vida i violència (Hannah Arendt).
Política
i vida. Política i llibertat.
Ahora bien, esta definición de
la política como medio para una libertad situada fuera de su ámbito, aunque de
aparición frecuente en la Edad Moderna, es válida para ésta en una medida muy
limitada. De todas las respuestas modernas a la pregunta por el sentido de la
política ésta es la que está más estrechamente adherida a la tradición de la
filosofía política occidental, lo que, dentro del pensamiento sobre el Estado
nacional, se ve con la máxima claridad en el principio del primado de la
política exterior, que, formulado por Ranke,
es la base de todos los estados nacionales. Mucho más característico del
carácter igualitario de las formas modernas de gobierno y de la moderna emancipación
de obreros y mujeres, emancipación que, desde un punto de vista político,
expresa los aspectos más revolucionarios de la Edad Moderna, es una definición
de Estado dirigida al primado de la política interior, según la cual, «el
Estado como poseedor de la violencia [es] una forma de organización de la vida
indispensable para la sociedad» (Theodor Eschenburg, Staat und
Gesellschaft in Deutschland, pág. 19). Entre estas dos concepciones —aquella para
la que el Estado y lo político son instituciones imprescindibles para la
libertad y aquella que ve en él una institución imprescindible para la vida—
hay una oposición infranqueable, de la que los representantes de dichas tesis
apenas son conscientes. Por lo que respecta a sentar un criterio por el que la
acción política se rija y juzgue hay una gran diferencia en considerar como el
más elevado de los bienes la libertad o la vida. Si entendemos por política
algo que esencialmente y a pesar de todas sus transformaciones ha nacido en la
polis y continúa unido a ella, se da en la unión entre política y vida una
contradicción interna que suprime y arruina lo específicamente político.
Política
i vida.
Esta contradicción es palmaria
en el privilegio que siempre ha tenido la política para, en determinadas
circunstancias, exigir a los implicados en ella el sacrificio de sus vidas. Ahora
bien, naturalmente esta exigencia puede entenderse también en el sentido de que
el individuo sacrifica su vida al proceso vital de la sociedad y, en efecto, se
da aquí una interrelación que, al menos, pone alguna frontera al riesgo de la
vida: a nadie le está permitido arriesgar la suya cuando, al hacerlo, arriesga
a un tiempo la de la humanidad. Sobre esta interrelación de la que sólo ahora
somos conscientes porque tenemos a nuestro alcance la posibilidad de poner fin
a la vida humana y a toda la vida orgánica en general volveremos todavía; de
hecho, apenas se nos ha transmitido ni una sola categoría política ni un solo concepto
político que, referidos a esta recientísima posibilidad, no se revelen como
teóricamente superados y prácticamente inaplicables, ya que en cierto sentido
de lo que hoy se trata por primera vez también en política exterior es de la
vida, es decir, de la supervivencia de la humanidad.
La fi
de la política.
Pero esta remisión de la
libertad misma a la supervivencia de la humanidad no elimina la oposición entre
la libertad y la vida, oposición que ha inspirado todo lo político y continúa
determinando todas las virtudes específicamente políticas. Incluso podría
decirse de forma legítima que precisamente el hecho de que en la actualidad en
política no se trate ya más que de la mera existencia de todos es la señal más
clara de la desgracia a la que ha ido a parar nuestro mundo (una desgracia que,
entre otras cosas, amenaza con liquidar a la política). Pues el riesgo que se
le exige a aquel que se dedica a la esfera de la política, donde puede
someterlo todo a discusión menos precisamente su vida, no concierne normalmente
a la vida ni de la sociedad ni de la nación ni del pueblo. Más bien concierne
sólo a la libertad, tanto a la propia como a la del grupo al que el individuo
pertenece, y, con ella, a la segura continuidad del mundo en que este grupo o
pueblo viven, mundo que han construido a lo largo de las generaciones con el
fin de encontrar una permanencia digna de confianza para el actuar y el hablar,
o sea, para las actividades propiamente políticas. Bajo circunstancias normales,
esto es, bajo las circunstancias dominantes en Europa desde la antigüedad
romana, la guerra sólo ha sido la prolongación de la política con otros medios,
lo que significa que podía evitarse si uno de los adversarios aceptaba las
exigencias del otro. Hacerlo podía costarle la libertad pero no la vida.
Estas circunstancias, como todos
sabemos, ya no son las actuales; cuando las miramos retrospectivamente nos parecen
una especie de paraíso perdido. Pero aun cuando el mundo en que hoy vivimos no
se puede explicar ni deducir —causalmente o en el sentido de un proceso
automático— desde la Edad Moderna, lo cierto es que ha brotado en el suelo de
ésta. Por lo que respecta a lo político, esto significa que tanto la política interior,
cuyo fin supremo era la vida, como la exterior, que se orientaba a la libertad
como bien supremo, descubrieron en la violencia y la acción
violenta su auténtico contenido. Finalmente el Estado se organizó como fáctico
«poseedor de la violencia», dejando de lado si el fin perseguido era la vida o la
libertad. En cualquier caso, la pregunta por el sentido de la política se
refiere hoy día a si estos medios públicos de violencia tienen un fin o no; y
el interrogante surge del simple hecho de que la violencia, que debería
proteger la vida o la libertad, ha llegado a ser tan poderosa que amenaza no
únicamente a la libertad sino también a la vida. Dado que se ha puesto de
manifiesto que lo que cuestiona la vida de la humanidad entera es precisamente
el crecimiento de los medios de violencia estatales, la respuesta, en sí misma
ya muy discutible, que la Edad Moderna ha ofrecido a la cuestión del sentido de
la política resulta ahora doblemente dudosa.
(El
sentit de la política, 150-184)
Hannah
Arendt, Introducción a la política, en La
promesa de la política, Paidós, Barna 2008
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