Com una cinta de Moebius.
M.C. Escher |
Son preguntas que por primera vez afronté con urgencia en mi obra La muerte y la doncella, escrita en 1990, a principios de la transición a la democracia en Chile y que preferí dejar abiertas como una herida en esa ocasión.
Si no ofrecí una clara resolución a esas interrogantes se debió a que no tenía entonces, como tampoco la tengo ahora, una respuesta definitiva al dilema de cómo romper el ciclo de la violencia, cómo evitamos imitar al enemigo, evitamos convertirnos en el espejo de nuestro enemigo. Seguí, no obstante, sondeando la realidad histórica y escudriñando mi propio corazón para ver si sobrevenía alguna iluminación.
Hasta que, de pronto, un día fui visitado por una imagen tan súbita y terca que fue imposible desterrarla. Se trataba de un hombre y una mujer encerrados en una sala austera, tal vez un hospital, o algo más aterrador. Ella quería escapar y él tenía la llave y estaba dispuesto a ayudarle, pero había algo que ese hombre ocultaba, y ella también, ella escondía una violencia que al principio no quería admitir. Y ambos habían estado en esa pieza hace mucho tiempo, jugando a las escondidas.
¿Y quiénes eran? Sólo me constaba que venían desde culturas y países en conflicto. Y también que ese hombre y esa mujer se habían lastimado el uno al otro de una manera temible, y no iban a poder sustraerse del Huis clos de aquella cámara sin llevar a cabo un viaje hacia el propio interior, hacia el pasado compartido. De a poco, me di cuenta de que ese enfrentamiento terminal se llevaba a cabo en el más allá donde ninguno de ellos iba a poder reencarnarse en algún cuerpo futuro más acogedor sin haber antes comprendido la propia trasgresión, sin haber perdonado la trasgresión del rival. Y era también imprescindible, por razones dramáticas y casi metafísicas, que esta perpetua escaramuza se diera sin que cada uno de ellos conociera la identidad, personal y mítica y geográfica, de la persona contraria, sin saber que ese contrincante era, en realidad, su anterior adversario y amante. Quise, entonces, que ambos personajes, atrapados en un tiempo que se torcía como una cinta de Moebius, se interrogaran y simultáneamente tuvieran que sanarse, que uno fuera el terapeuta para la liberación de la otra (o el artífice de su condena), que los dos se transfiguraran en coincidentes guardianes del Cielo y del Infierno.
Lo que me intrigaba acerca de estas reglas que impuse a mis protagonistas era que me permitían superar el reino inmediatamente político y contingente de La muerte y la doncella y otras obras mías. En vez de agentes del Estado inflingiendo sus pesadillas a hombres y mujeres inocentes y distantes, pretendí que los dos miembros de la pareja de ese Purgatorio, se relacionaran de una manera íntima y familiar. ¿Qué es lo peor que una mujer le puede hacer al padre de sus hijos? ¿Y lo peor que un marido le puede hacer a su mujer cuando ella está a la deriva, clamando por alguna ayuda? ¿Es posible la redención y la misericordia en tales circunstancias? Quise asegurarme que, cogidos en ese vínculo privado y claustrofóbico, ellos no pudiesen desvanecer su propia responsabilidad adjudicando la culpa a un Gobierno o a la historia o a la Maldad, que tuviesen que habitar en el paisaje éticamente turbio donde residen y aman y se pelean la mayoría de las parejas. Porque cuando se viola el derecho de alguien, siempre se trata de un ser humano concreto que perpetra en la carne de otro ser humano algo inexcusable, es ahí, en el arte o en la vida, que la inequidad comienza y se verifica, entre dos personas, frente a frente, a veces cara a cara.
La política, por cierto, terminó introduciéndose en los sótanos y desvanes de Purgatorio. Vivimos en una época de miedo y mentiras y desconfianza, cuando nada podría ser más perentorio que preguntarnos cómo reaccionaríamos ante una devastación monstruosa de nuestra existencia, nada más imperativo que la necesidad de comprender lo fácil que es para la víctima volverse ángel exterminador, nada más difícil que encontrar justicia y verdad en un mundo lleno de incertidumbre y recelo, nada más urgente que desnudarnos hasta que nos duela.
Es un acto de desabrigo y purgación y tanteo que espero que, junto a mis protagonistas, junto conmigo y con los actores y el director de Purgatorio, termine llevando a cabo cada miembro del público que acuda al Teatro Español. Durante una hora y media los invito a que se encierren, como lo hice yo, en el más allá de sí mismos adonde, despojados de toda defensa y toda máscara, se pregunten cómo puede nuestra especie escapar del ciclo persistente de odio y recriminación en el que nos debatimos y naufragamos desde hace demasiado tiempo.
Ariel Dorfman, Un purgatorio en busca de autor, Babelia. El País, 22/10/2011
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