Embús social.


Estar atrapado en el tráfico es más tolerable si los coches en los otros carriles avanzan. Ver a los demás moverse abre la esperanza de que, tarde o temprano, a nosotros también nos llegará el turno de avanzar. Y al revés, si todos los carriles permanecen atascados durante mucho tiempo, la paciencia se agota y los ánimos se caldean. Y si, además, la policía llega y permite a unos cuantos coches muy seleccionados salir de su carril y avanzar por un camino especial abierto sólo para ellos, la furia de los demás será inevitable.
Esta metáfora, que ilustra las consecuencias políticas de la movilidad social, fue propuesta originalmente en 1973 por el profesor Albert Hirschman para explicar la sorprendente tolerancia a la desigualdad en los países pobres. La idea es tan sencilla como interesante: en los países pobres, tan solo un atisbo al ascenso económico de otros le aporta mucho apoyo político al régimen de turno. El crecimiento siempre termina por hacer progresar a algunos, y esto aviva las esperanzas de sus familiares, amigos y vecinos, que piensan: "Pronto me tocará a mí también". Esta es la expectativa que nutre la paciencia política que vemos en muchos lugares.
La metáfora de Hirschman se refiere a los países pobres, pero también es útil para entender lo que sucede en algunas de las naciones más ricas del mundo. Salvo que en este caso, los indignados de todas partes y los manifestantes que chocan con la policía antidisturbios no se movilizan solo porque ven sus carriles de tráfico horriblemente atascados. Es, más bien, porque están siendo forzados a retroceder y porque ahora están prestando más atención al hecho de que otros están avanzando gracias a lo que ellos perciben como trucos, trampas y privilegios.
Hace más de un siglo, Alexis de Tocqueville escribió que los estadounidenses mostraban una mayor tolerancia que los europeos hacia la desigualdad económica. Según él, esto se debía a que en Estados Unidos la movilidad social era mayor que en el viejo continente.
Esto se acabó. En estos tiempos, la larga convivencia pacífica con la desigualdad económica ya no forma parte del panorama político norteamericano. Los estadounidenses están furiosos porque los ejecutivos de las mayores empresas de ese país ganan 343 veces más que un trabajador medio, y porque el 1% de los más ricos concentra más riqueza que todo el resto. Si bien las cifras son alarmantes y en los últimos años las disparidades de ingresos en EE UU se han agudizado, nada de esto es nuevo. La novedad es la intolerancia al hecho de que la riqueza se concentra en unas pocas manos y a que los ricos no se han visto afectados por la crisis. Algunos, por el contrario, se han beneficiado de los rescates de empresas y otras medidas de estímulo a la economía. Y claro está, son inmunes a la austeridad fiscal que los gobiernos de los países más endeudados están adoptando.
Y nada hace salir a la gente a protestar en la calle tanto como los recortes en el gasto público. Sobre esto vale la pena recordar los resultados del estudio de Jacopo Ponticelli y Hans-Joachim Voth, profesores de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Utilizando una vasta base de datos que les permitió cuantificar los actos de violencia política ocurridos en 26 países europeos entre 1919-2009, los profesores encontraron que "los recortes en el gasto público aumentaron significativamente la frecuencia de disturbios, marchas anti-gobierno, huelgas generales, asesinatos políticos e intentos de derrocar el orden establecido. Si bien estos son eventos de baja probabilidad en años normales, son mucho más comunes cuando se implementan medidas de austeridad".
En estos días basta encender el televisor para comprobar cuán válida es esta conclusión. En el caso de EE UU, se hace obvia la nueva realidad política cuando Mitt Romney, el candidato con mayor opción de ser elegido por el Partido Republicano para enfrentarse a Barack Obama en las presidenciales de año próximo, dice: "Veo lo que está pasando en Wall Street y entiendo bien cómo se siente esa gente... La gente en este país está muy molesta".
Así es. La gente está molesta. De hecho, muchos están furiosos. Y lo seguirán estando hasta que sus carriles no comiencen a moverse de nuevo. O, como diría Hirschman, hasta que vean que los de sus familiares, amigos y vecinos comienzan a moverse.
Moisés Naím, Hacia la furia política, El País, 23/10/2011

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