L´administració de les coses.
by Erlich |
Si la moral tiene que ver con los criterios de las personas a la hora de
tomar decisiones, la crisis fue posible porque muchas personas tomaron
decisiones que beneficiaban a unos pocos y perjudicaban a una gran mayoría, con
plena conciencia de ello. Se negaron a tomar en serio las consideraciones que
les advertían del desastre venidero. Y los más avispados completaron beneficios
vendiendo en vigilias del estallido. Pero se ha impuesto una lectura
economicista de la crisis, que no reconoce errores personales y que parte del
interesado e infamante principio de que todos vivimos por encima de nuestras
posibilidades. Culpar a todos para que nadie sea responsable.
El economicismo ha hecho estragos en la configuración del horizonte
ideológico contemporáneo. Tanto criticar el principio de determinación económica
en última instancia que divulgó el marxismo y ahora resulta que vivimos rodeados
de un discurso que nos presenta la crisis como algo inexorable -una astucia de
la razón, dirían los más cínicos- y se pretende que su salida responda solo a
criterios presuntamente técnicos, no políticos. Como si ya hubiésemos alcanzado
la fase final de la historia, en la que, según Marx, la política dejaría paso a
la administración de las cosas.
En su libro La torre de la arrogancia, Xose Carlos Arias y Antón
Costas dicen que del ciclo de hegemonía conservadora que se inicia en la década
de 1980 y que culmina con la crisis hay que olvidar para siempre dos principios:
el de la plena racionalidad de los mercados y el de la perversión intrínseca de
la política. Hay que olvidarlos porque son falsos.
La presunta racionalidad de los mercados es una fuente de error y de
ignorancia porque olvida la complejidad de la economía humana del deseo y deja
de lado los componentes culturales y morales, que también existen. Por eso es
nihilista esta crisis. Hay un doble error en esta idea: creer que los actores
económicos se comportan racionalmente y creer que lo racional es optimizar el
máximo interés en beneficio estrictamente propio. Visitando, en Londres, una
exposición sobre La muerte del posmodernismo, me costaba creer que no nos
hubiéramos dado cuenta antes de que estábamos envueltos por una cultura de la
burbuja, de la apariencia, de la ornamentación, de utopía de fin de la historia,
que es perfectamente coherente con la letal ligereza del economicismo
reinante.
El desprestigio sistemático de la política ha sido el complemento ideológico
para el saqueo de la sociedad que, ahora sí, pagamos todos. A esta cultura
pertenece la grotesca figura de los gestores independientes, como si depender
del poder político fuera un estigma y depender del dinero fuera un mérito. De la
política a la tecnocracia nos hemos metido en un gran lodazal en el que los
límites entre poder político y dinero cada vez son menos claros. Hay que
defender la política para sostener la democracia, porque cuando los políticos
reportan a los mercados y no a los ciudadanos, algo falla. Por eso lo que se
decida en Bruselas es de capital importancia. Por el impacto de las medidas que
se tomen sobre nuestro día a día, pero también porque es una oportunidad para
que la política empiece a recuperar el mando. Política democrática o caos, esta
es la disyuntiva.
Josep Ramoneda, Política o caos, El País, 25/10/2011
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