Hiperacceleració i destrucció.

El Roto


La superaceleración es el infierno de la producción. Los cuerpos orgánicos alcanzan la muerte acelerando su proximidad en los últimos momentos del dolor y las economías llegan a la destrucción (y al paro) cuando la hiperaceleración de sus movimientos colapsan la circulación.

Tanto a comienzos del siglo XX como a principios del siglo XXI la profusión de nuevos inventos materiales, los progresos en la comunicación global y la acrecentada velocidad del dinero circulante han desembocado en las dos grandes crisis de mayor gravedad.

La economía material fue haciéndose economía financiera desde la década de los ochenta y su vertiginosa aceleración en los últimos años convirtió su posible realidad en la creciente figura de la especulación. Las idas y venidas de capitales cruzando el mundo a una velocidad que la tasa Tobin trataba de sofrenar, han conducido a la destrucción del trabajo, el fin de la prosperidad y al aniquilamiento de la ciencia económica que se debate hoy entre fórmulas opuestas, a cuál más ineficiente, para salvar la situación.

Pero entretanto, en la física, una investigación italiana llamada Opera proclama (23-9-2011) que los neutrinos (partículas elementales) viajan a una velocidad por encima de la supuestamente insuperable velocidad de la luz. Las chispas que nos iluminaban son remontadas por los neutrinos que con su celeridad nos ciegan. "La velocidad de las tinieblas es mayor que la velocidad de la luz", decía la misma viñeta de El Roto en el EL PAÍS de ayer.

La destrucción creadora de Schumpeter ha perdido, en consecuencia, el compás y la mayor velocidad del primer término respecto al segundo ha creado este desajuste, déficit o deuda gigante que tratan de abordar las autoridades económicas mediante cortes y duros ajustes. Medidas brutales, físicas todas ellas, puesto que un tratamiento de mayor precisión no llegaría a tiempo ni hallaría, en todo caso, el verdadero punto crítico, el tipping point que desencadenó la fiebre de la hiperaceleración.

El paso del siglo XIX al XX presentó algunos síntomas parecidos a los actuales. Apareció el coche, el teléfono, la electricidad, el cine o el avión. De golpe, en apenas una década, la velocidad de las fábricas y las comunicaciones incrementó el número de artículos y de clientes que, al cabo, como ahora, acabó estallando en la Gran Depresión.

Una diferencia, sin embargo, es importante. Las invenciones que aceleraron el mundo hace 100 años se componían mayoritariamente de artefactos industriales pero lo más característico de las actuales innovaciones es que se centran directamente (como ha mostrado el duelo universal por Steve Jobs) en las peripecias íntimas de los ciudadanos.

La economía no es tan solo los bancos, las cajas, los agiotistas, las hipotecas y los fondos de inversión. Inversamente, la economía es la vida explícita y general. Y así como la hipótesis de Gaia asume que la Tierra es un organismo vivo que siente y padece, la sociedad, que también es otro organismo parecido, contrae enfermedades, sufre epidemias, volcanes y terremotos.

Una vana actitud racionalista sigue intentado explicar lo que sucede basándose en la ciencia económica o el pensamiento lógico. Solo las malditas agencias de rating, Moody's, Fitch o Standard & Poor's actúan con la arbitrariedad satánica propia de los infiernos o del mundo criminal en llamas.

Tiempos en los que la humanidad arde en una formidable hoguera provocada por el roce entre dos conspicuos pedernales: el afán de la hiperriqueza dineraria y el anhelo de la nueva hiperriqueza de la comunicación interpersonal.

En su ecuación matemática, la aceleración es igual a la variación de la velocidad partida por el tiempo y, justamente, en el intervalo de unos días, hemos conocido que si, de una parte, los neutrinos superan a la supuestamente invencible velocidad de la luz, el Nobel de Física premia a los descubridores de la llamada "energía oscura". Una energía de las tinieblas (como suponía El Roto) que provoca, en la continua expansión del universo, un suplementario espasmo, una temible expiración letal.

Vicente Verdú, La aceleración que nos mata, El País, 08/10/2011

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