La ideologia perfecta
No deja de ser interesante que la obra de Foucault emergiera en los años de
la Guerra Fría: es decir, de la confrontación ideológica por antonomasia, una
época en la que la noción de ideología se estilizó hasta el extremo de
configurar dos visiones contrapuestas de la realidad que exigían la
movilización total del individuo y sus emociones, aunque cada una desde luego a su modo, pero al
hacerlo confluían en una única obsesión compartida, la de un poder que debía
ser absoluto, pues lo característico de ese período peculiar fue precisamente
la supuesta capacidad de destrucción, que como tal ha de ser considerada la
máxima expresión del poder. Foucault se desmarcó de ambas, y si es cierto que
eso le valió el reproche por parte de ideólogos de una y otra tendencia, no lo
es menos que al hacerlo marcó un nuevo rumbo respecto del enfoque de los
análisis del poder, que se desplazó desde el análisis del Estado al ámbito de
los afectos y su producción. (…) Lo que la fase final de la Guerra Fría puso de
manifiesto es que las ideologías contrapuestas compartían la misma pretensión y
eran hijas del mismo principio moderno, pero la victoria final de una de ellas
sobre la otra expresó también que el mecanismo mediante el que una de ellas
organizaba su pretensión totalizadora era infinitamente superior al de la otra.
El llamado bloque soviético se mostró incapaz de encontrar mecanismos para
gobernar los afectos, para lograr la obediencia, como se mostraron igualmente
incapaces de hacerlo el fenómeno nazi y las demás manifestaciones agrupadas
bajo el término fascismo.
La ideología perfecta es aquella que aspira a dejar de aparecer como tal y
que en esa medida no necesitaría aparatos de represión, o al menos, sólo en
última instancia, para imponerse. (…) (La inferioridad del bloque soviético) se
debe a que no comprendió lo fundamental del mecanismo moderno, por lo que se
convirtió en una deformación monstruosa del mismo. Este principio moderno es
precisamente el que vimos que expresó Foucault: el gobierno lo es sobre los
afectos y, lo que es más importante, mediante los afectos. Pero los afectos no
se modifican por la fuerza o mediante la simple represión, porque en ese caso
lo que hacen es forzar un nuevo afecto básico que será el que domine sobre los
demás: el miedo, la angustia o el dolor. Pero si ese afecto es el dominante y
no lo es la voluntad de poder, el poder no encuentra la forma de instalarse en
las conciencias. Lo que derrumbó el mudo soviético fue el miedo, el hecho de
que la voluntad de poder estuviera en el mejor de los casos en los dirigentes,
pero no repartida de modo masivo en la población, a la que de hecho se educó en
la obediencia y en el temor.
Si nuestra hipótesis es cierta, una ideología como esa que llamamos
triunfante debe (…) incorporar todos los demás afectos en el interior del
afecto dominante que es la voluntad de poder. No puede ahogarlos como hacía el
universo soviético, sino sólo reorganizarlos, jerarquizarlos. Para ello, entre
otras cosas, sabrá colocar las aspiraciones a la justicia a las que no supo dar
solución el otro modelo. La emergencia de esos extraños artefactos como la
ética de la empresa y la mayor parte de las llamadas éticas aplicadas que han
florecido en las décadas finales del siglo XX parecen confirmarlo. Como también
parece confirmarlo la subsistencia e incluso inusitada vitalidad de las otras
formaciones ideológicas de rango inferior, es decir, no omniabarcantes, a las
que podríamos llamar microideologías y que conviven en el seno de la verdadera
ideología omniabarcante pero invisible, y uno de de cuyos rasgos es
precisamente el pluralismo, es decir, el admitir en su seno el juego de esas
microideologías. (163-168)
Vicente
Serrano, La herida de Spinoza, Anagrama,
Barna 2011
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