L´or i la por.

En torno al oro todo son preguntas sin respuesta. La única certeza es que si sube, mal asunto. Hay que echarse a temblar. No es lo mismo que con otras materias primas estratégicas. El paladio y el platino, metales preciosos y componentes clave de la industria automovilística, pueden cotizar al alza si se prevé un despegue de las ventas de coches. El petróleo puede escalar si China y la India anuncian crecimiento y se prevé una mayor demanda energética. El oro sólo sube cuando algo va mal. Es gafe. Un chivato que avisa de un futuro negro. Lo reconocía durante unas jornadas sobre el oro en el Instituto de Estudios Bursátiles el economista y estratega de Citigroup José Luis Martínez Campuzano: "Comprar oro es jugar al riesgo. Tirar la moneda al aire esperando que ocurra algo horrible. La inquietud le viene bien. Su precio se basa en expectativas. Vive del miedo. Es poco racional. Y aunque se nos diga que la recuperación económica mundial es un hecho, el creciente papel del oro como refugio nos está indicando que no se pueden lanzar las campanas al vuelo".

El oro es el último mito. El último dios pagano. Vale porque queremos que valga. Es una alucinación colectiva. No sirve para nada, pero se mata y muere por él. Tiene valor porque creemos que lo tiene. Podríamos vivir sin él. No es indispensable. Es un activo financiero más que una materia prima. No mueve el mundo como el petróleo, el uranio o el gas. No tiene la utilidad del cobre, el níquel, el carbón o el hierro. No alimenta como la soja; no se convierte en combustible como el maíz. Tiene un papel marginal en la medicina y la industria electrónica. Su uso principal es la joyería (la India consume un 80%), la inversión y la especulación. Y como estática reserva de los Estados; como elemento de su soberanía y prestigio y ante situaciones de emergencia: desde una guerra hasta una suspensión de pagos (otra ración de miedo).

Y con todo, es la materia más codiciada. La más escasa. Resistente, inalterable, maleable, divisible. La mayoría del oro que se ha producido a lo largo de la historia (160.000 toneladas que cabrían en dos piscinas olímpicas) permanece en circulación. Una y mil veces fundido nunca pierde su brillo ni su poder. Contemplar cómo se derrite entre llamaradas azules en el fondo de un crisol es un espectáculo mágico. Vale por su leyenda. El oro del anillo de cualquier lector (lectora) de este reportaje tal vez recubrió el sarcófago de un faraón o fue arrebatado a los dacios por los romanos; llegó a Europa a bordo de un galeón; o fue un lingote de la Alemania nazi con la esvástica grabada. Es el mismo oro. Es eterno.

Jesús Rodríguez, La fiebre del oro, El País Semanal, 23/05/2010
http://www.elpais.com/articulo/portada/fiebre/oro/elpepusoceps/20100523elpepspor_9/Tes?print=1

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