"Hay que tener mucho cuidado con los ideales".
En un relato del último libro de Tabucchi, una niña se detiene a hablar en una playa con un viejo profesor. La niña es avispada y en un momento de la conversación, citando sin duda lo que ha oído a sus padres, afirma que menos mal que nos quedan los ideales. Y el profesor le contesta que los ideales han llevado a cometer a los hombres las cosas más horribles, y que hay que tener mucho cuidado con ellos.
La preciosa película de Tim Burton sobre las aventuras de Alicia comienza en uno de esos mundos lleno de adultos con ideales. Todos ellos se creen con derecho de decirle a Alicia cómo comportarse y en qué ocupar su tiempo. Y el mundo de Alicia se estrecha como el del ratón de la fábula de Kafka. Pero aparece un conejo blanco y la niña accede por el hueco de un árbol a un país donde reina el más absoluto sinsentido, un sinsentido que bien mirado no es tan distinto al del mundo que acaba de dejar. Pero sus personajes, el Sombrerero Loco, los Gemelos, la Reina Blanca, al contrario que los adultos que conoce, están tocados por ese tipo especial de locura que, en vez de limitar, amplía el espacio de nuestra alma.
A su regreso de ese misterioso país, Alicia se reencuentra con los suyos, pero ahora sabe lo que quiere y es dueña de un lenguaje personal con el que puede decirles lo que piensa. Y, así, a su novio forzado le confiesa que no le ama y que nunca se casará con él, a sus primas que está harta de su hipocresía, a su madre que tiene derecho a decidir su propio futuro e incluso a equivocarse en sus decisiones. Ha descubierto la capacidad de elegir y la dulzura de la libertad, y con ellas la posibilidad de vivir su propia vida. La vida que le gustaría vivir, no la que le dicen que viva.
Me gustaría que Najwa encontrara estos días un lugar así donde esconderse y sentirse libre, uno de esos lugares donde los caminos se ensanchan y en los que con algo de suerte puedes encontrarte con criaturas como la Falsa Tortuga o la Liebre de Marzo. Como la Alicia de Tim Burton, regresaría de él más sabia y libre, dueña de sus propias preguntas. No serían preguntas complicadas, sino las que suelen hacer los niños a los adultos en casos semejantes y que estos raras veces se atreven a contestar.
Por ejemplo, a los padres y profesores del Consejo Escolar, les preguntaría: "¿De verdad valen más vuestras normas que mi tristeza?". A la presidenta de la Comunidad de Madrid: "¿Así te ocupas de los niños que tienes que cuidar?". A sus compañeras de clase: "¿Vosotras no tenéis secretos?". A sus padres: "Cuando era pequeña y corría a abrazaros, ¿no era mi melena lo que mirabais?". Y a los imanes que le dicen cómo debe vivir: "Decidme, ¿qué dios se ha interesado alguna vez por los deseos de las chicas reales?".
Gustavo Martín Garzo, Alicia en el país de los ideales, El País, 02/05/2010
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