Profetes impacients.




Para comprender el capitalismo, se piense como se piense, hay que partir necesariamente de Karl Marx, su más profundo conocedor. Marx tuvo dos méritos fundamentales. El primero fue darse cuenta de que no se trata de un sistema natural, sino de una construcción histórica. “El capital”, escribió, “no es una cosa, sino una relación social entre personas mediada por cosas”. Esta frase, un tanto hermética, no significa más que el capitalismo, aunque fundado en la apropiación de bienes materiales, es esencialmente un conjunto de relaciones de poder, que cambian con el tiempo. La segunda intuición fructífera de Marx es que el capitalismo es inestable porque es un sistema orientado al beneficio y no a la satisfacción de las necesidades. Un ejemplo concreto, y todavía de dramática actualidad, de la brecha entre la lógica del beneficio y las necesidades es la lacra del desempleo. ¿Qué es el desempleo sino un despilfarro sin sentido no sólo de fuerza de trabajo y educación, sino de proyectos de vida y aspiraciones humanas? Sin embargo, el pensador alemán se precipitó un poco al predecir el fin de la era del capital, subestimando en primer lugar la capacidad de la sociedad para activar mecanismos compensatorios como la intervención pública en la economía. Además, con cierto optimismo, asumió que la explotación y el conflicto de clases se resolverían automáticamente con la superación del capitalismo.

Para ser justos, Marx no fue el único profeta que pecó de impaciencia. Hacia 1930, el economista británico John Maynard Keynes se declaraba convencido de que dentro de 100 años nos liberaríamos de la tiranía del dinero y nos dedicaríamos por fin a la buena vida. Libres de preocupaciones materiales, tendríamos mucho tiempo libre para nutrirnos de conocimiento y belleza. Keynes era un liberal de izquierdas. Pero incluso pensadores situados muy a su derecha estaban dispuestos a jurar que el capitalismo estaba produciendo sus propios sepultureros. También en el periodo de entreguerras, Joseph Schumpeter, campeón de la economía de mercado, desde su cátedra de Harvard señalaba con el dedo el poder subversivo de los intelectuales, parásitos de la sociedad en su opinión envidiosos del éxito de los emprendedores, los verdaderos productores de riqueza.

¿Y qué decir de Friedrich Hayek, el padre del neoliberalismo? Estaba dispuesto a jurar que pronto cualquier diferencia entre sistemas económicos se perdería en un magma indistinto: capitalismo y socialismo iban a converger bajo el paraguas de una planificación económica totalitaria. Sin embargo, se olvidó de reflexionar sobre la responsabilidad que el capitalismo había tenido en causar la Primera Guerra Mundial y la Gran Depresión, sin las cuales el fruto envenenado del fascismo habría sido sin duda mucho menos apetecible.

Francesco Boldizzioni, Cómo imaginar el mundo para después del neoliberalismo, El País 13/03/2023

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