L'evolució del model de mercat 5 (Karl Polanyi)
El Roto |
El sistema mercantilista era de hecho una respuesta a numerosos desafíos.
Desde el punto de vista político, el Estado centralizado era una creación
nueva, nacida de esa revolución comercial que había desplazado desde el
Mediterráneo a las costas del Atlántico el centro de gravedad del mundo
Occidental, forzando así a los pueblos atrasados de los grandes países
agrícolas a organizarse para el comercio. En política exterior, la necesidad
del momento exigía la creación de una potencia soberana; la política mercantilista
suponía, por tanto, que los recursos de todo el territorio nacional fuesen
puestos al servicio de objetivos de poder con miras al exterior. En política
interior, la unificación de los países, troceados por el particularismo feudal
y municipal, constituía el subproducto necesario de una empresa semejante.
Desde el punto de vista económico, el instrumento de unificación fue el
capital, es decir, los recursos privados disponibles bajo la forma de dinero
atesorado y, por tanto, recursos particularmente apropiados para el desarrollo
del comercio. En fin, el paso del sistema municipal tradicional al territorio
más vasto del Estado proporcionó las técnicas administrativas sobre las que
reposaba la política económica del gobierno central. En Francia, donde las
corporaciones de oficios tendían a convertirse en órganos de Estado, el sistema
de las corporaciones se generalizó por todo el país. En Inglaterra, donde la
decadencia de las ciudades fortificadas había debilitado mortalmente este
sistema, se industrializó el campo sin el control de las guildas -mientras que,
en los dos países, oficios y comercio se extendieron por todo el territorio de
la nación y se convirtieron en la forma dominante de la actividad económica-.
Precisamente en esta situación residen los orígenes de la política comercial
interior del mercantilismo.
El recurso a la intervención del Estado había liberado, como hemos
señalado, al comercio de los límites que le imponían la ciudad y sus
privilegios; se puso así fin a dos peligros estrechamente imbricados que la
ciudad había afrontado con éxito: el monopolio y la concurrencia. La
posibilidad de que la concurrencia derivase en monopolio era un hecho del que
se era bien consciente en la época; al mismo tiempo, el monopolio era entonces
más temido que lo fue posteriormente, pues afectaba con frecuencia a las
necesidades de la vida y se transformaba por tanto fácilmente en un peligro
para la comunidad. El remedio administrado fue la reglamentación total de la
vida económica, pero esta vez a escala nacional y no simplemente a nivel
municipal. Lo que para nuestra mentalidad podría pasar fácilmente por ser una
exclusión a corto plazo de la concurrencia, era en realidad el medio de
garantizar el funcionamiento de los mercados en las condiciones dadas, ya que
toda intrusión de compradores o de vendedores esporádicos en el mercado estaba
avocada a destruir su equilibrio y a contrariar a los compradores y vendedores
habituales, por lo que se produciría como resultado un colapso funcional. Los
antiguos proveedores ya no ofrecían sus mercancías, pues no podían estar
seguros de que éstas les reportarían una ganancia justa y el mercado,
abandonado, sin suficientes provisiones, pasaba a convertirse en presa fácil
del monopolista. En un menor grado los mismos peligros existían también
respecto a la demanda, ya que una caída rápida de la misma podía suscitar la
formación de un monopolio. Cada vez que el Estado adoptaba medidas para
desembarazar al mercado de restricciones particularistas, de concesiones y de
prohibiciones, ponía en peligro el sistema organizado de producción y de
distribución, amenazado desde entonces por la concurrencia no reglamentada y
por la irrupción del comerciante fraudulento que «saqueaba» el mercado sin
ofrecer a cambio ninguna garantía de permanencia. Se explica así que los nuevos
mercados nacionales fuesen, inevitablemente, concurrenciales únicamente hasta
un cierto punto, pues lo que prevaleció fue el elemento tradicional de la
reglamentación y no el elemento nuevo de la concurrencia. El hogar autárquico
del campesino que trabajaba para su subsistencia siguió constituyendo la amplia
base del sistema económico, en vías de integrarse en grandes unidades
nacionales gracias a la formación del mercado interior. Este mercado nacional
se instauraba a partir de entonces, confundiéndose en parte con el mercado
interior y situándose al lado de los mercados locales y extranjeros. A la
agricultura se había venido a añadir ahora el comercio interior -sistema de
mercado relativamente aislado que era por completo compatible con el principio
de la economía doméstica que dominaba entonces en las zonas rurales-.
Concluimos así nuestro cuadro sinóptico de la historia del mercado hasta la
época de la Revolución industrial. La etapa siguiente de la historia de la
humanidad vivió, como todos sabemos, una tentativa para establecer un único
gran mercado autorregulador. Nada en el mercantilismo, sin embargo, presagiaba,
a partir de su política particular de Estado-nación occidental, ese desarrollo
único en su género. La «liberación» del comercio que se debe al mercantilismo
desgajó simplemente el comercio del localismo, pero al mismo tiempo extendió el
campo de la reglamentación. El sistema económico estaba entonces sumergido en
las relaciones sociales generales. Los mercados no eran más que una dimensión
accesoria de un marco institucional que la autoridad social controlaba y
reglamentaba más que nunca.
Karl Polanyi, La gran
transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta,
Madrid 1989
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