Societats i sistemes econòmics 2 (Karl Polanyi).
El cuidado de la familia -de la mujer y de los niños-está a cargo de los
padres matrilineales. El hombre que provee las necesidades de su hermana y de
la familia de ésta, dándoles lo mejor de su cosecha, obtendrá con ello
fundamentalmente reputación por su buena conducta, pero, a cambio, no recogerá
más que muy pocas ventajas materiales inmediatas. Si es negligente en el
cumplimiento de estas funciones, lo que primero se deteriora es justamente su
reputación. El principio de reciprocidad funcionará en benéfico de su mujer y
de los hijos de ésta, y le asegurará así la compensación económica por su gesto
de virtud cívica. Cuando se expone la comida, a la vez en el propio huerto y
ante el granero del destinatario, se asegura que la alta calidad de la cosecha
sea conocida por todos. Está claro para todos que la economía del huerto y de
la casa implica este tipo de relaciones sociales, basadas en la sabia gestión y
en el civismo. El principio general de la reciprocidad contribuye a asegurar a
la vez la producción y la subsistencia de la familia.
El principio de redistribución no es menos eficaz. Una parte considerable
de todo lo producido en la isla es enviado, por los jefes de las aldeas, al
jefe que lo almacena. Pero, como toda la actividad en común gira en torno a los
festines, a las danzas y otras ocasiones que tienen los isleños, tanto de
encontrarse unos con otros, como de agasajar a sus vecinos de las otras islas
(fiestas en las que el producto del comercio a larga distancia es distribuido,
en las que se hacen regalos que son entregados y devueltos según las reglas de
la etiqueta y en las que el jefe entrega a cada uno los presentes habituales),
la enorme importancia del sistema de almacenamiento es evidente. Desde el punto
de vista económico se asegura con ello una parte fundamental del sistema existente
de división del trabajo, del comercio con el extranjero, de los impuestos para
actividades públicas y de reservas para los tiempos de guerra. Pero estas
funciones, que son las de un sistema económico propiamente dicho, han sido
completamente absorbidas por experiencias enormemente vivas que ofrecen una
sobreabundancia de motivaciones no económicas para cada acto realizado en el
marco del sistema social globalmente considerado.
Los principios de comportamiento de este tipo no pueden, sin embargo,
aplicarse más que si los modelos institucionales existentes se prestan a ello.
Sin archivos y sin una compleja administración, tanto la reciprocidad como la
redistribución, no son capaces de asegurar el funcionamiento de un sistema
económico, a no ser que la organización de las sociedades en cuestión responda
a las exigencias de una solución parecida gracias a modelos tales como la simetría y la centralidad.
La reciprocidad se ve enormemente facilitada por el modelo institucional de
la simetría, rasgo frecuente de la organización social de los pueblos sin
escritura. La «dualidad» sorprendente que comprobamos en las subdivisiones
tribales se presta al emparejamiento de las relaciones individuales y gracias a
ello favorece la circulación de bienes y servicios, aunque no existan archivos.
La división en mitades que caracteriza a la sociedad salvaje y que tiende a
suscitar «un semejante» a cada subdivisión, resulta de los actos de
reciprocidad sobre los que reposa el sistema, al mismo tiempo que dicha
división contribuye a la realización de esos actos. Sabemos pocas cosas sobre
el origen de «la dualidad»; pero en las islas Trobriand cada poblado costero
parece tener su contrarréplica en uno del interior, de tal forma que un
importante intercambio de frutos del árbol del pan y de pescados, por muy
disfrazado que se encuentre bajo la distribución recíproca de dones y a pesar
de su carácter irregular en el tiempo, puede organizarse sin enfrentamientos.
Del mismo modo, en el comercio kula,
cada individuo tiene su correspondiente en otra isla, lo que personaliza las
relaciones de reciprocidad hasta un grado sorprendente. Si no fuese por la
frecuencia del modelo simétrico en las subdivisiones de la tribu, en el
emplazamiento de los campamentos, en las relaciones intertribales, resultaría
imposible una reciprocidad general que se apoyase sobre el funcionamiento a
largo plazo en un conjunto de actos distintos.
Lo mismo ocurre con el modelo institucional de la centralidad, presente hasta cierto punto en todos los grupos
humanos y que explica la recolección, el almacenamiento y la redistribución de
bienes y servicios. Por lo general, los miembros de una tribu de cazadores
entregan su pieza de caza al headman
con el fin de que la distribuya. Habitualmente la caza supone que su producto,
resultado de un esfuerzo colectivo, sea irregular. En estas condiciones, a no
ser que el grupo se viese condenado a disolverse después de cada cacería, no
existe otro método de reparto practicable. Por lo tanto, en todas las economías
que reposan en los productos de la naturaleza, por muy numeroso que sea el
grupo, existe esta necesidad. Y, cuanto más grande sea el territorio y más
variados los productos, en mayor medida la redistribución tendrá por efecto una
división real del trabajo, puesto que ésta debe ayudar a unir entre sí a grupos
de productores geográficamente diferenciados.
La simetría y la centralidad responden, en un cincuenta por ciento cada
una, a las necesidades de reciprocidad y de redistribución: modelos
institucionales y principios de comportamiento se ajustan mutuamente. Y, en la
medida en que la organización social permanezca en esta vía, no entra en juego
ninguna necesidad del móvil económico individual. No hay por qué temer que el
individuo ahorre sus esfuerzos; la división del trabajo estará automáticamente
asegurada; las obligaciones económicas serán desempeñadas debidamente; y, sobre
todo, se dispondrá, con ocasión de cada fiesta pública, de los medios
materiales para hacer profusión de un escaparate de abundancia. En una
comunidad de este tipo la idea de beneficio está excluida y está mal visto
remolonear y escatimar esfuerzos; el don gratuito es alabado como una virtud;
la supuesta inclinación al trueque, al pago en especie y al canje, no se
manifiesta en absoluto. De hecho, el sistema económico es una simple función de
la organización social.
De todo esto no cabe deducir que los principios socioeconómicos de este
tipo están reservados a las formas de actuar de los primitivos o a las pequeñas
comunidades, y que una economía sin lucro y sin mercado tiene que ser
necesariamente simple. En Melanesia occidental, el circuito kula, fundado sobre el principio de la
reciprocidad, es una de las transacciones comerciales más refinadas que conoce
la humanidad; y la redistribución estaba presente a escala gigantesca en la
civilización de las pirámides.
Las islas Trobriand pertenecen a un archipiélago que dibuja más o menos un
círculo, en el que una parte importante de la población consagra una porción
considerable de su tiempo a realizar el comercio kula. Y decimos bien «comercio», a pesar de que no median
beneficios, ya sean monetarios o en especie, a pesar de que ningún bien sea
acumulado ni poseído en permanencia; a pesar, también, de que sea haciendo
regalos como se obtiene placer por los bienes que se han recibido; a pesar, en
fin, de que ningún regateo, ningún trueque, ningún cambio entren en juego y de
que todas las actividades estén totalmente reguladas por el ceremonial y la
magia. A pesar de todo esto, se trata de comercio, y los indígenas de este
archipiélago emprenden periódicamente grandes expediciones con el fin de
proporcionar un cierto tipo de objetos de valor a los habitantes de islas
lejanas, con los que entran en contacto, girando en el sentido de las agujas de
un reloj sobre el círculo aproximativo que forma el archipiélago, a la vez que
organizan otras expediciones que llevan otro tipo de objetos de valor a las
islas a las que se accede girando en el sentido inverso. A la larga, los dos
conjuntos de objetos brazaletes de conchas blancas y collares de conchas rojas
de fabricación tradicional- dan la vuelta al archipiélago y este trayecto puede
durar hasta diez años. Existen, además, generalmente en el comercio kula compañeros individuales que
intercambian dones kula de brazaletes
y de collares de igual valor, que pertenecieron preferentemente a personas
distinguidas. Pues bien, el intercambio sistemático y organizado de objetos de
valor, trasportados a largas distancias, es lo que justamente se define como
comercio, a pesar de que este conjunto complejo funcione exclusivamente según
las reglas de la reciprocidad. Funciona así un sistema complicado -en el que
intervienen el tiempo, el espacio y las personas- que cubre centenares de
kilómetros y varias decenas de años, y pone en relación a centenares de
individuos y en el que se ponen en juego millares de objetos totalmente
distintos. Ahora bien, este sistema funciona sin archivos ni administración y
sin que intervenga ningún móvil de ganancia o de trueque. Lo que domina el
comportamiento social no es la propensión al trueque, sino la reciprocidad. El
resultado es, sin embargo, un prodigioso logro «organizativo» en el terreno
económico. Sería muy interesante preguntarse si en el mundo moderno la
organización del mercado, incluso la más avanzada y dotada de la más exacta
contabilidad, sería capaz de realizar tan perfectamente esta tarea en el caso
de que proyectase llevarla a cabo. Muy posiblemente los negociantes se
sentirían abrumados y, no consiguiendo obtener beneficios normales, preferirían
retirarse a tener que enfrentarse con innumerables monopolistas que compran y
venden objetos individuales y tener que someterse a las extravagantes
restricciones asociadas a cada transacción.
La redistribución posee también una historia larga y variada que llega
hasta los tiempos modernos. Tanto del Bergdama, cuando regresa de su expedición
de caza, como de la mujer que viene de recoger las raíces, frutos u hojas, se espera
que ofrezcan la mayor parte de su botín para beneficio de la comunidad. En la
práctica, esto supone que el producto de su actividad es compartido con las
otras personas que viven con ellos. En estos casos prevalece la idea de
reciprocidad: lo que se aporta hoy será recompensado con lo que se recibe
mañana. En ciertas tribus, sin embargo, existe un intermediario -jefe o miembro
eminente del grupo- que recoge y distribuye los víveres, especialmente si es
necesario almacenarlos. En esto consiste la redistribución en sentido estricto.
Las consecuencias sociales de un método de distribución semejante pueden,
evidentemente, ser de gran alcance, ya que las sociedades no son todas tan
democráticas como las formadas por cazadores primitivos. Cuando la redistribución
es realizada por una familia influyente, un individuo situado por encima del
resto, una aristocracia dirigente o un grupo de burócratas, la forma que adopta
la redistribución de bienes será con frecuencia un medio utilizado para
intentar acrecentar su poder político. En el caso del potlatch de los Kwakiutl, el jefe consigue honores especiales al
exhibir las pieles que constituyen su riqueza y al distribuirlas; pero, si
procede así, es también para someter a los destinatarios a una obligación, para
convertirlos en sus deudores y, en definitiva, en sus clientes.
Todas las economías de gran escala que reposan en los productos de la
naturaleza han sido gestionadas con la ayuda del principio de redistribución.
El reinado de Hammurabi en Babilonia y, más concretamente, el Nuevo Imperio
egipcio eran despotismos centralizados de tipo burocrático fundados en una
economía de esta clase. El mantenimiento de la familia patriarcal se reproducía
a gran escala, mientras que se reducían sus modos «comunistas» de distribución,
lo que implicaba raciones netamente diferenciadas. Un gran número de almacenes
estaban listos para recibir los productos del trabajo agrícola, ya fuese éste
el pastoreo, la caza, la fabricación de pan, cerveza, la alfarería, los tejidos
o cualquier otro. El producto era minuciosamente registrado y, a no ser que
fuese consumido inmediatamente, se transfería a almacenes cada vez mayores
hasta que llegaba a la administración central, situada en la Corte del faraón.
Había almacenes diferentes para los tejidos, las obras de arte, los objetos
ornamentales, los productos de belleza, la platería y la guardarropía real.
Existían también enormes graneros, arsenales y bodegas de vino.
La redistribución, sin embargo, a la escala practicada por los
constructores de pirámides no se limitó a las economías que desconocían la
moneda. A decir verdad, todos los reinos arcaicos utilizaban monedas de metal
para el pago de los impuestos y de los salarios, aunque para el resto recurrían
a pagos en especie extraídos de los graneros y almacenes de todo tipo y
distribuían así los bienes de uso y de consumo más variados, en especial a la
parte no productiva de la población, es decir, a los funcionarios, a los
militares y a la clase ociosa. Tal fue el sistema practicado en la Antigua
China, en el Imperio de los Incas, en los Reinos de la India y también en
Babilonia. En estos países, al igual que en otras numerosas civilizaciones,
caracterizadas por un gran éxito económico, una compleja división de trabajo
fue puesta en práctica a través del mecanismo de redistribución.
Este principio vale también para el sistema feudal. En África, en las
sociedades estratificadas en función de las etnias, han existido en ocasiones
capas superiores formadas por pastores instalados entre los agricultores que
utilizaban todavía la azada. Los dones recibidos por los pastores en esta
organización social son sobre todo agrícolas -cereales, cerveza, mientras que
los que ellos distribuyen pueden consistir en animales -y en particular
corderos o cabras-. En este caso existe división de trabajo entre las diversas
capas de la sociedad, aunque por lo general desigual, y la distribución puede
disimular con frecuencia un cierto grado de explotación, pese a que, al mismo
tiempo, la simbiosis es benéfica para el nivel de vida de los dos grupos
sociales, en razón de las ventajas que se derivan de una división perfeccionada
del trabajo. Políticamente estas sociedades viven en régimen de feudalidad, ya
sea el ganado o la tierra el valor privilegiado. Existen «verdaderos feudos de
ganado en África Oriental». Por ello Thurnwald, a quien seguimos de cerca en la
cuestión de la redistribución, ha podido afirmar que la feudalidad suponía en
todas partes la existencia de un sistema de redistribución. Únicamente en
condiciones muy desarrolladas y en circunstancias excepcionales este sistema se
convierte, ante todo, en un sistema político: es lo que ocurrió en Europa
Occidental, en donde el cambio fue provocado por la necesidad que tenía el
vasallo de ser protegido, y en donde los dones se transformaron en tributos
feudales.
Estos ejemplos muestran que la redistribución tiene también tendencia a
englobar el sistema económico propiamente dicho en las relaciones sociales. A
nuestro juicio, en términos generales, el proceso de redistribución forma parte
del régimen político dominante, ya sea éste la tribu, la ciudad-Estado, el
despotismo, la feudalidad fundada en el ganado o en la tierra. La producción y
la distribución de bienes se organizan en torno a la recolección, el
almacenamiento y la redistribución, mientras que el jefe, el templo, el déspota
o el señor se sitúan en el centro de este modelo. Como las relaciones del grupo
dirigente con los dirigidos difieren en función de la naturaleza de los
fundamentos del poder político, el principio de la redistribución supone
móviles individuales tan variados como el reparto libremente consentido del
animal por los cazadores y el miedo al castigo que impulsa al fellahin a pagar sus impuestos en
especie.
En esta presentación hemos ignorado deliberadamente la distinción esencial
entre sociedad homogénea y sociedad estratificada, es decir, entre sociedades
que están en su conjunto socialmente unificadas y las que están divididas entre
dirigentes y dirigidos. El estatuto relativo de los esclavos y de los amos
puede estar muy distante del de los miembros libres e iguales de algunas tribus
de cazadores y, por consiguiente, los móviles de las dos sociedades serán
completamente diferentes; sin embargo es muy posible que la organización de su
sistema económico esté fundada en los mismos principios, aunque ello vaya
acompañado de rasgos culturales muy diferentes, resultado de las relaciones
humanas tan distintas que se imbrican en el sistema económico.
Karl Polanyi, La gran
transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta,
Madrid 1989
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