Mercat i relacions humanes (Karl Polanyi).

El Roto
En el corazón de la Revolución industrial del siglo XVIII se puede comprobar un perfeccionamiento casi milagroso de los instrumentos de producción y a la vez una dislocación catastrófica de la vida del pueblo.

Intentaremos desentrañar cuáles fueron los factores que determinaron las formas adoptadas por esta dislocación tal y como se manifestó en su peor aspecto en la Inglaterra de mediados del siglo pasado. ¿En qué consistió satanic mill, este molino del diablo, que aplastó a los hombres y los transformó en masas? ¿Qué grado de responsabilidad tuvieron las nuevas condiciones materiales? ¿Cuál fue también el grado de responsabilidad de las coacciones económicas que operaban en estas nuevas condiciones? ¿En virtud de qué mecanismo se destruyó el viejo tejido social y se intentó, con tan escaso acierto, una nueva integración del hombre y de la naturaleza?

En ningún otro lugar la filosofía liberal ha conocido un fracaso más patente que en su incomprensión del problema del cambio. Se creía en la espontaneidad, y se creía en ella hasta la sensiblería. Para valorar el cambio se recurría constantemente al sentido común; con solicitud mística se aceptaban resignadamente las consecuencias de la mejoría económica, por muy graves que éstas pudiesen ser. Se comenzó desacreditando las verdades elementales de la ciencia y de la experiencia políticas para más tarde olvidarlas. La necesidad de ralentizar en la medida de lo posible un proceso de cambio no dirigido, cuando se considera que su ritmo es demasiado rápido para salvaguardar el bienestar de la colectividad, es algo que no debería precisar de una explicación detallada. Este tipo de verdades corrientes en la política tradicional, y que con frecuencia no hacen más que reflejar las enseñanzas de una filosofía social heredada de los antiguos, fueron borradas del pensamiento de las gentes instruidas del siglo XIX mediante el efecto corrosivo de un utilitarismo grosero, aliado a una confianza sin discernimiento en las pretendidas virtudes de la autocicatrización del crecimiento ciego.

El liberalismo económico fue incapaz de leer la historia de la Revolución industrial, porque se obstinó en juzgar los acontecimientos sociales desde una perspectiva económica.

… la economía de mercado, lo olvidamos con demasiada facilidad, es una estructura institucional que no ha existido en otras épocas, sino únicamente en la nuestra, e incluso en este último caso no es generalizable a todo el planeta.

La Revolución industrial fue simplemente el inicio de una revolución tan extremista y radical como todas las que habían enardecido el espíritu de los sectarios, sin embargo el nuevo credo era plenamente materialista y proclamaba que todos los problemas humanos podían ser resueltos por medio de una cantidad ilimitada de bienes materiales.

¿Cómo definir sin embargo esta Revolución específica? ¿Cuál era su característica fundamental? ¿Acaso consistía en la expansión de las pequeñas ciudades industriales, la aparición de tugurios urbanos, las interminables jornadas de trabajo de los niños, los bajos salarios de determinadas categorías de obreros, el aumento de la tasa de crecimiento demográfico, la concentración de industrias? A nuestro juicio, y esta es la hipótesis que avanzamos, todo esto es simplemente el resultado de un único cambio fundamental: la creación de una economía de mercado. No se puede pues captar plenamente la naturaleza de esta institución si no se analiza bien cuál es el efecto de las máquinas sobre una sociedad comercial. No queremos afirmar que la maquinaria fuese la causa de lo que después aconteció, pero sí insistir en el hecho de que, desde que se instalaron máquinas y complejos industriales destinados a producir en una sociedad comercial, la idea de un mercado autorregulador estaba destinada a nacer.

Cuando una sociedad agraria y comercial empieza a utilizar máquinas especializadas, sus efectos se dejan necesariamente sentir. Este tipo de sociedad se compone de agricultores y de comerciantes que compran y venden el producto de la tierra. Difícilmente esta sociedad puede adaptarse a una producción basada en herramientas e instalaciones especializadas, a no ser que incorpore esta producción a la compra y a la venta. El comerciante es el único agente disponible para emprender esta tarea y es capaz de llevarla a cabo en la medida en que esta actividad no le obliga a perder dinero. Venderá los bienes del mismo modo que vendía en otras circunstancias las mercancías a los clientes, pero se los procurará de un modo diferente, es decir, no tanto comprándolos ya hechos sino adquiriendo el trabajo y la materia prima necesarios. A esos dos elementos, asociados en función de las consignas del comerciante, hay que añadir servicios de los que tendrá también que ocuparse, dando todo ello como resultado el nuevo producto. Este esquema no sirve solamente para describir la industria a domicilio o putting out, sino cualquier industria del capitalismo industrial y, entre ellas, las de nuestro tiempo. Todo este proceso implica importantes consecuencias para el sistema social.

Como las máquinas complejas son caras, solamente resultan rentables si producen grandes cantidades de mercancías. No se las puede hacer funcionar sin pérdidas, más que si se asegura la venta de los bienes producidos, para lo cual se requiere que la producción no se interrumpa por falta de materias primas, necesarias para la alimentación de las máquinas. Para el comerciante, esto significa que todos los factores implicados en la producción tienen que estar en venta, es decir, disponibles en cantidades suficientes para quien esté dispuesto a pagarlos. Si esta condición no se cumple, la producción realizada con máquinas especializadas se convierte en un riesgo demasiado grande, tanto para el comerciante, que arriesga su dinero, como para la comunidad en su conjunto, que depende ahora de una producción ininterrumpida para sus rentas, sus empleos y su aprovisionamiento.

Todas estas condiciones no se dan espontáneamente, sin embargo, en una sociedad agrícola: hay que crearlas. El hecho de que esta creación siga una progresión, no afecta en nada al carácter sorprendente de los cambios que ello implica. La transformación supone en los miembros de la sociedad una mutación radical de sus motivaciones: el móvil de la ganancia debe sustituir al de la subsistencia. Todas las transacciones se convierten en transacciones monetarias, y éstas exigen, a su vez, que se introduzca un medio de cambio en cada fase de articulación de la vida industrial. Todas las rentas deben proceder de la venta de una cosa o de otra y, cualquiera que sea la verdadera fuente de los ingresos de una persona, se los debe considerar como resultantes de una venta. La simple expresión «sistema de mercado», de la que nos servimos para designar el modelo institucional que hemos descrito, no quiere decir otra cosa. Pero la particularidad más sorprendente de este sistema reside en que, una vez que se ha establecido, hay que permitirle que funcione sin intervención exterior. Los beneficios ya no están garantizados, y el comerciante debe hacer sus beneficios en el mercado. Los precios deben de ser libres para fijarse por sí mismos. Este sistema autorregulador de mercado es lo que se ha denominado «economía de mercado».

En relación a la economía anterior, la transformación que condujo a este sistema es tan total que se parece más a la metamorfosis del gusano de seda en mariposa que a una modificación que podría expresarse en términos de crecimiento y de evolución continua. Comparemos, por ejemplo, las actividades de venta del comerciante-productor con sus actividades de compra. Sus ventas se refieren únicamente a productos manufacturados: el tejido social no se verá pues afectado directamente, tanto si encuentra como si no encuentra compradores. Pero lo que compra son materias primas y trabajo, es decir, parte de la naturaleza y del hombre. De hecho, la producción mecánica en una sociedad comercial supone nada menos que la transformación de la sustancia natural y humana de la sociedad en mercancías. La conclusión, aunque resulte singular, es inevitable, pues el fin buscado solamente se puede alcanzar a través de esta vía. Es evidente que la dislocación provocada por un dispositivo semejante amenaza con desgarrar las relaciones humanas y con aniquilar el habitat natural del hombre. Ese peligro estaba efectivamente presente, y no percibiremos su verdadero carácter si no nos detenemos a examinar las leyes que gobiernan el mecanismo de un mercado autorregulador.
  

Karl Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta, Madrid 1989

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