Societats i sistemes econòmics 3 (Karl Polanyi).
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Hace más de dos mil años ya Aristóteles
intentó comprender y clasificar estos sistemas. Si echamos una mirada hacia
atrás desde las alturas en rápida decadencia de una economía de mercado que se
extiende al mundo entero, debemos admitir que la famosa distinción que el
filósofo hace, en el capítulo introductorio de su Política, entre la administración doméstica propiamente dicha y la
adquisición del dinero o crematística, probablemente sea la más profética
indicación que se haya dado en las ciencias sociales; todavía en la actualidad
sigue siendo sin duda el mejor análisis sobre el tema. Aristóteles subraya que la producción de uso, en oposición a la
dirigida al lucro, es la esencia de la administración doméstica propiamente
dicha; sin embargo, sostiene que producir accesoriamente para el mercado no
implica necesariamente suprimir la autarquía de la casa, en la medida en que
esta producción será de todas formas asumida por la granja doméstica con el fin
de subsistir, ya sea bajo la forma de ganado o de granos; la venta de los
excedentes no destruye, pues, necesariamente la base de la administración
doméstica. Sólo un espíritu dotado de un genial buen sentido podía sostener,
como hizo Aristóteles, que el lucro
era un móvil específico de la producción destinada al mercado; que el factor
dinero introducía un elemento nuevo en la situación y que, no obstante,
mientras los mercados y el dinero fuesen simples accesorios para el gobierno de
una casa, por otra parte autárquico, el principio de la producción de uso
podría seguir actuando. No existe duda alguna acerca de que tuvo razón en lo
que se refiere a este punto, si bien no supo ver la importancia de los mercados
en una época en la que la economía griega se había vuelto dependiente del
comercio al por mayor y de los capitales en empréstito. Ese fue el siglo en el
que Délos y Rodas se convirtieron en centros de seguros de los fletes, de
préstamos marítimos y de giro-banking;
en comparación con esta situación es posible que Europa Occidental, mil años
más tarde, ofreciese la imagen misma del primitivismo. Por su parte, el director
del college de Balliol, Jowett, se
equivocaba totalmente cuando creía que su Inglaterra victoriana comprendía
mejor que Aristóteles la naturaleza
de la diferencia entre la administración doméstica y la adquisición del dinero.
Disculpaba a Aristóteles reconociendo
que «los objetos de saber que se refieren al hombre se confunden unos con otros;
y, en la época de Aristóteles no se
distinguían claramente». Efectivamente, Aristóteles
no ha visto con claridad las implicaciones de la división del trabajo y sus relaciones
con los mercados y el dinero, ni ha comprendido con precisión cómo se podía
utilizar el dinero a modo de crédito o de capital: hasta aquí las críticas de
Jowett son fundadas. Pero es el director de Balliol y no Aristóteles quien no ha sabido captar las consecuencias humanas de
este acto: ganar dinero. Fue incapaz de comprender que la distinción entre el
principio de uso y el de beneficio estaba en la base de esta civilización
totalmente diferente, de la cual Aristóteles
había previsto exactamente las grandes líneas, dos mil años antes de su
emergencia, a partir de la economía rudimentaria de mercado que conocía,
mientras que Jowett, que la tenía ante sus ojos, no se apercibía de su
existencia. Al denunciar el principio de la producción centrada en el beneficio
«como algo no natural al hombre», como sin bornes y sin límites, Aristóteles ponía de hecho el dedo
sobre la llaga: el divorcio entre un móvil económico aislado y las relaciones
sociales a las que estas limitaciones eran inherentes.
Se puede afirmar, en general, que todos los sistemas económicos que
conocemos, hasta el final del feudalismo en Europa Occidental, estaban
organizados siguiendo los principios de la reciprocidad, de la redistribución,
de la administración doméstica, o de una combinación de los tres. Estos
principios se institucionalizaron gracias a la ayuda de una organización social
que utilizaba los modelos de la simetría, de la centralidad y de la autarquía
entre otros. En este marco, la producción y la distribución ordenada de bienes
estaban aseguradas gracias a la existencia de toda clase de móviles
individuales, disciplinados por los principios generales de comportamiento. Y,
entre estas motivaciones, el beneficio no ocupa el primer puesto. La costumbre
y el derecho, la magia y la religión impulsaban de consuno al individuo a
conformarse a reglas de conducta que, en definitiva, le permitían funcionar en
el sistema económico.
A este respecto el período greco-romano, pese al enorme desarrollo de su
comercio, no ha representado una ruptura. Se caracterizó por la gran escala a
que eran distribuidos los granos por la administración romana en el seno de una
economía fundada, sin embargo, en la administración doméstica; no fue por lo
tanto una excepción a esta regla que prevaleció hasta finales de la Edad Media,
y en virtud de la cual los mercados no jugaban un papel importante en el
sistema económico, ya que predominaban entonces otros modelos institucionales.
A partir del siglo XVI, los mercados fueron a la vez numerosos e importantes.
Se convirtieron en una de las principales preocupaciones del Estado en el
ámbito mercantil, por lo que no existía el menor signo que anunciase entonces
la ingerencia creciente y dominante de los mercados sobre la sociedad humana.
Más bien, al contrario, la reglamentación y el ordenancismo eran más estrictos
que nunca, por lo que no existía ni tan siquiera la idea de un mercado
autorregulador. Para comprender el paso repentino que tuvo lugar durante el
siglo XIX a un tipo completamente nuevo de economía, es preciso que hagamos
ahora un rodeo por la historia del mercado, institución prácticamente olvidada
hasta ahora en nuestro examen de los sistemas económicos del pasado.
Karl Polanyi, La gran
transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta,
Madrid 1989
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