Societats i sistemes econòmics 3 (Karl Polanyi).

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El tercer principio, destinado a jugar un gran papel histórico, y que denominaremos principio de la administración doméstica, consiste en producir para uso propio. Los griegos lo denominaban oikonomia que está en el origen de la palabra «economía». La etnografía nos enseña que no hay que creer que la producción de una persona o de un grupo por cuenta propia y para sí sea más antigua que la reciprocidad o la redistribución. Al contrario, tanto la tradición ortodoxa como las teorías más recientes sobre este tema, se han visto categóricamente refutadas. El salvaje individualista que cultiva y caza por su propia cuenta o la de su familia no ha existido jamás. La práctica consistente en proveer las necesidades del propio hogar se convierte, en realidad, en un rasgo de la vida económica únicamente en los sistemas agrícolas avanzados; pero incluso en estos casos esta práctica no tiene nada en común ni con el móvil del lucro ni con la institución de los mercados. Su modelo es el grupo cerrado. Cualesquiera que sean las entidades tan diferentes que forman la unidad autárquica familia, aldea o casa señorial- el principio es invariablemente el mismo, a saber, producir y almacenar para satisfacer las necesidades de los miembros del grupo. Este principio tiene aplicaciones tan amplias como las de la reciprocidad o la redistribución. La naturaleza del núcleo institucional es indiferente: puede ser el sexo, como ocurre en la familia patriarcal, el lugar, en el caso de la aldea, o el poder político, en el caso de la casa señorial, pero la organización interna del grupo no cuenta. Esta puede ser tan despótica como la familia romana o tan democrática como la zadruga de los eslavos del sur, tan amplia como los grandes territorios de los magnates carolingios o tan reducida como el terruño medio del campesino de Europa Occidental. La necesidad de comercio o de mercado no se hace sentir tampoco de un modo más fuerte que en el caso de la reciprocidad o de la redistribución.

Hace más de dos mil años ya Aristóteles intentó comprender y clasificar estos sistemas. Si echamos una mirada hacia atrás desde las alturas en rápida decadencia de una economía de mercado que se extiende al mundo entero, debemos admitir que la famosa distinción que el filósofo hace, en el capítulo introductorio de su Política, entre la administración doméstica propiamente dicha y la adquisición del dinero o crematística, probablemente sea la más profética indicación que se haya dado en las ciencias sociales; todavía en la actualidad sigue siendo sin duda el mejor análisis sobre el tema. Aristóteles subraya que la producción de uso, en oposición a la dirigida al lucro, es la esencia de la administración doméstica propiamente dicha; sin embargo, sostiene que producir accesoriamente para el mercado no implica necesariamente suprimir la autarquía de la casa, en la medida en que esta producción será de todas formas asumida por la granja doméstica con el fin de subsistir, ya sea bajo la forma de ganado o de granos; la venta de los excedentes no destruye, pues, necesariamente la base de la administración doméstica. Sólo un espíritu dotado de un genial buen sentido podía sostener, como hizo Aristóteles, que el lucro era un móvil específico de la producción destinada al mercado; que el factor dinero introducía un elemento nuevo en la situación y que, no obstante, mientras los mercados y el dinero fuesen simples accesorios para el gobierno de una casa, por otra parte autárquico, el principio de la producción de uso podría seguir actuando. No existe duda alguna acerca de que tuvo razón en lo que se refiere a este punto, si bien no supo ver la importancia de los mercados en una época en la que la economía griega se había vuelto dependiente del comercio al por mayor y de los capitales en empréstito. Ese fue el siglo en el que Délos y Rodas se convirtieron en centros de seguros de los fletes, de préstamos marítimos y de giro-banking; en comparación con esta situación es posible que Europa Occidental, mil años más tarde, ofreciese la imagen misma del primitivismo. Por su parte, el director del college de Balliol, Jowett, se equivocaba totalmente cuando creía que su Inglaterra victoriana comprendía mejor que Aristóteles la naturaleza de la diferencia entre la administración doméstica y la adquisición del dinero. Disculpaba a Aristóteles reconociendo que «los objetos de saber que se refieren al hombre se confunden unos con otros; y, en la época de Aristóteles no se distinguían claramente». Efectivamente, Aristóteles no ha visto con claridad las implicaciones de la división del trabajo y sus relaciones con los mercados y el dinero, ni ha comprendido con precisión cómo se podía utilizar el dinero a modo de crédito o de capital: hasta aquí las críticas de Jowett son fundadas. Pero es el director de Balliol y no Aristóteles quien no ha sabido captar las consecuencias humanas de este acto: ganar dinero. Fue incapaz de comprender que la distinción entre el principio de uso y el de beneficio estaba en la base de esta civilización totalmente diferente, de la cual Aristóteles había previsto exactamente las grandes líneas, dos mil años antes de su emergencia, a partir de la economía rudimentaria de mercado que conocía, mientras que Jowett, que la tenía ante sus ojos, no se apercibía de su existencia. Al denunciar el principio de la producción centrada en el beneficio «como algo no natural al hombre», como sin bornes y sin límites, Aristóteles ponía de hecho el dedo sobre la llaga: el divorcio entre un móvil económico aislado y las relaciones sociales a las que estas limitaciones eran inherentes.

Se puede afirmar, en general, que todos los sistemas económicos que conocemos, hasta el final del feudalismo en Europa Occidental, estaban organizados siguiendo los principios de la reciprocidad, de la redistribución, de la administración doméstica, o de una combinación de los tres. Estos principios se institucionalizaron gracias a la ayuda de una organización social que utilizaba los modelos de la simetría, de la centralidad y de la autarquía entre otros. En este marco, la producción y la distribución ordenada de bienes estaban aseguradas gracias a la existencia de toda clase de móviles individuales, disciplinados por los principios generales de comportamiento. Y, entre estas motivaciones, el beneficio no ocupa el primer puesto. La costumbre y el derecho, la magia y la religión impulsaban de consuno al individuo a conformarse a reglas de conducta que, en definitiva, le permitían funcionar en el sistema económico.

A este respecto el período greco-romano, pese al enorme desarrollo de su comercio, no ha representado una ruptura. Se caracterizó por la gran escala a que eran distribuidos los granos por la administración romana en el seno de una economía fundada, sin embargo, en la administración doméstica; no fue por lo tanto una excepción a esta regla que prevaleció hasta finales de la Edad Media, y en virtud de la cual los mercados no jugaban un papel importante en el sistema económico, ya que predominaban entonces otros modelos institucionales.

A partir del siglo XVI, los mercados fueron a la vez numerosos e importantes. Se convirtieron en una de las principales preocupaciones del Estado en el ámbito mercantil, por lo que no existía el menor signo que anunciase entonces la ingerencia creciente y dominante de los mercados sobre la sociedad humana. Más bien, al contrario, la reglamentación y el ordenancismo eran más estrictos que nunca, por lo que no existía ni tan siquiera la idea de un mercado autorregulador. Para comprender el paso repentino que tuvo lugar durante el siglo XIX a un tipo completamente nuevo de economía, es preciso que hagamos ahora un rodeo por la historia del mercado, institución prácticamente olvidada hasta ahora en nuestro examen de los sistemas económicos del pasado.



Karl Polanyi, La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta, Madrid 1989

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