política (diccionari Bauman).

Las creencias no necesitan ser coherentes para ser creíbles. Las creencias
que tienden a creerse en la actualidad –nuestras creencias– no son una
excepción. Sin duda, consideramos, al menos en “nuestra parte” del mundo, que
el caso de la libertad humana ya ha sido abierto, cerrado y (salvo por algunas
pequeñas correcciones aquí y allá) resuelto del modo más satisfactorio posible.
En cualquier caso, no sentimos la necesidad (una vez más, salvo algunas
irritaciones ocasionales) de lanzarnos a la calle para reclamar y exigir más
libertad o una libertad mejor de la que ya tenemos. Pero, por otra parte,
tendemos a creer con igual firmeza que es poco lo que podemos cambiar
–individualmente, en grupos o todos juntos– del decurso de los asuntos del
mundo, o de la manera en que son manejados; y también creemos que, si fuéramos
capaces de producir un cambio, sería fútil, e incluso poco razonable, reunirnos
a pensar un mundo diferente y esforzarnos por hacerlo existir si creemos que
podría ser mejor que el que ya existe. La coexistencia simultánea de estas dos
creencias sería un misterio para cualquier persona mínimamente familiarizada
con el pensamiento lógico. Si la libertad ya ha sido conquistada, ¿cómo es
posible que la capacidad humana de imaginar un mundo mejor y hacer algo para
mejorarlo no haya formado parte de esa victoria? ¿Y qué clase de libertad hemos
conquistado si tan solo sirve para desalentar la imaginación y para tolerar la
impotencia de las personas libres en cuanto a temas que atañen a todas ellas?
Estas dos creencias no congenian entre sí, pero participar de ambas no es
signo de ineptitud lógica. No son una mera fantasía. Hay, en nuestra
experiencia compartida, suficiente fundamento para ambas. Nuestra percepción es
fruto de una actitud realista y racional. Y, por lo tanto, es importante saber
por qué el mundo en que vivimos sigue enviándonos señales tan evidentemente
contradictorias. Y también es importante saber cómo podemos vivir con esa
contradicción; más aun, por qué casi nunca reparamos en ella y, cuando lo
hacemos, no nos preocupa especialmente.
¿Por qué es trascendente saberlo? ¿Acaso algo cambiaría para mejor si nos
molestáramos en adquirir ese conocimiento? No es para nada seguro. La
comprensión de qué es lo que hace que las cosas sean como son podría tanto
impulsarnos a abandonar la lucha como alentarnos a entrar en acción. Saber cómo
funcionan los complejos y no siempre visibles mecanismos sociales puede inducir
a ambas actitudes. Una y otra vez, ese conocimiento ha instado a dos usos distintos,
que Pierre Bourdieu ha denominado
sagazmente el uso “cínico” y el uso “clínico”. Puede ser usado “cínicamente” de
la siguiente manera: ya que el mundo es como es, pensaré una estrategia que me
permita explotar sus reglas para mi provecho, sin considerar si es justo o
injusto, agradable o no. Cuando se lo usa “clínicamente”, ese mismo
conocimiento puede ayudarnos a combatir más efectivamente todo aquello que
consideramos incorrecto, dañino o nocivo para nuestro sentido moral. En sí
mismo, el conocimiento no determina el modo en que se lo utiliza. En última
instancia, la elección es nuestra. No obstante, sin ese conocimiento ni
siquiera existe la posibilidad de elección. Si disponen de él, los hombres y
las mujeres libres tienen al menos una oportunidad de ejercer su libertad.
Pero ¿qué es lo que hay para saber? La respuesta resultante es, en líneas
generales, que el incremento de la libertad individual puede coincidir con el
incremento de la impotencia colectiva, en tanto los puentes entre la vida pública
y la vida privada están desmantelados o ni siquiera fueron construidos alguna
vez; o, para expresarlo de otro modo, en tanto no existe una forma fácil ni
obvia de traducir las preocupaciones privadas en temas públicos e,
inversamente, de discernir en las preocupaciones privadas temas de preocupación
pública. Y en tanto que, en nuestra clase de sociedad, los puentes brillan por
su ausencia y el arte de la traducción rara vez se practica en público. Sin
esos puentes, la comunicación esporádica entre ambas costas –la privada y la
pública– se mantiene con ayuda de globos que tienen la aviesa costumbre de
caerse o de explotar en el momento del aterrizaje... y, casi siempre, antes de
llegar a destino. Con el arte de la traducción en el lamentable estado en que se
encuentra actualmente, las únicas reivindicaciones ventiladas en público son
manojos de angustias y sufrimientos privados que, sin embargo, no se convierten
en temas públicos por el solo hecho de su enunciación pública.
En ausencia de puentes fuertes y permanentes, y con la capacidad de
traducir que está fuera de práctica o totalmente olvidada, los problemas y los
agravios privados no llegan a constituirse, por falta de condensación, en
causas colectivas. En estas circunstancias, ¿qué puede reunirnos? La
sociabilidad, por así llamarla, flota a la deriva, buscando en vano un terreno
sólido donde anclar, un objetivo visible para todos hacia el cual converger,
compañeros con quienes cerrar filas. Existe en el ambiente en cantidad...,
errante, tentativa, sin centro. Al carecer de vías de canalización estables,
nuestro deseo de asociación tiende a liberarse en explosiones aisladas... y de
corta vida, como todas las explosiones. Suele ofrecérsele salida por medio de
carnavales de compasión y caridad; a veces, a través de estallidos de
hostilidad y agresión contra algún recién descubierto enemigo público (es
decir, contra alguien a quien la mayoría del público puede reconocer como
enemigo privado); en otras oportunidades, por medio de un acontecimiento que
provoca en la mayoría el mismo sentimiento intenso que le permite sincronizar
su júbilo, como cuando la selección nacional gana la Copa del Mundo, o como
ocurrió en el caso de la trágica muerte de la princesa Diana. El problema de
todas estas ocasiones es que se agotan rápidamente: una vez que retornamos a
nuestras ocupaciones cotidianas, las cosas vuelven, inalteradas, al mismo sitio
donde estaban. Y cuando la deslumbrante llamarada de solidaridad se extingue,
los solitarios se despiertan tan solos como antes, en tanto el mundo
compartido, tan brillantemente iluminado un momento atrás, parece aun más
oscuro que antes. Y después de la descarga explosiva, queda poca energía para
volver a encender las candilejas.
La posibilidad de cambiar este estado de cosas reside en el agora, un espacio que no es ni público
ni privado sino, más exactamente, público y privado a la vez. El espacio en el
que los problemas privados se reúnen de manera significativa, es decir, no solo
para provocar placeres narcisistas ni en procura de lograr alguna terapia
mediante la exhibición pública, sino para buscar palancas que, colectivamente
aplicadas, resulten suficientemente poderosas como para elevar a los individuos
de sus desdichas individuales; el espacio donde pueden nacer y cobrar forma
ideas tales como el “bien público”, la “sociedad justa” o los “valores
comunes”. El problema es, sin embargo, que poco ha quedado hoy de los antiguos
espacios privados-públicos, y no hay tampoco otros nuevos que puedan
reemplazarlos. De los antiguos agoras
se han apropiado emprendedores entusiastas y han sido reciclados en parques
temáticos, mientras poderosas fuerzas conspiran con la apatía política para
negar el permiso de construcción de otros nuevos.
El rasgo más conspicuo de la política contemporánea, le dijo Cornelius Castoriadis a Daniel Mermet
en noviembre de 1996, es su insignificancia: “Los políticos son impotentes.
[...] Ya no tienen un programa. Su único objetivo es seguir en el poder”. Los
cambios de gobierno –o incluso de “sector político”– no implican una divisoria
de aguas, sino, en el mejor de los casos, apenas una burbuja en la superficie
de una corriente que fluye sin detenimiento, monótonamente, con oscura
determinación, en su propia dirección, arrastrada por su propio impulso. Un
siglo atrás, la fórmula política del liberalismo era la ideología desafiante y
audaz del “gran salto hacia adelante”. Hoy es tan solo una autodisculpa de su
derrota: “Este no es el mejor de los mundos posibles, sino el único que hay.
Además, todas las alternativas son peores, deben ser peores y demostrarán ser
peores si se las lleva a la práctica”. El liberalismo de hoy se reduce al
simple credo de “no hay alternativa”. Si se desea descubrir el origen de la
creciente apatía política, no es necesario buscar más allá. Esta política
premia y promueve el conformismo. Y conformarse bien podría ser algo que uno
puede hacer solo; entonces, ¿para qué necesitamos la política para
conformarnos? ¿Por qué molestarnos si los políticos, de cualquier tendencia, no
pueden prometernos nada, salvo lo mismo?
El arte de la política, cuando se trata de política democrática, se ocupa de desmontar los límites de la libertad de
los ciudadanos, pero también de la autolimitación: hace libres a los ciudadanos
para permitirles establecer, individual y colectivamente, sus propios límites,
individuales y colectivos. Esta segunda parte de la proposición es la que se ha
perdido. Todos los límites son ilimitados. Cualquier intento de autolimitación
es considerado el primer paso de un camino que conduce directamente al gulag, como si no existiera otra opción
más que la de la dictadura del mercado y la del gobierno, como si no hubiera
espacio para los ciudadanos salvo como consumidores. Solo en esa forma son
soportados por los mercados financiero y comercial. Y esa es la forma que
promueve y cultiva el gobierno de turno. El único gran argumento que queda es
(citando nuevamente a Castoriadis)
la acumulación de basura y más basura. Para esa acumulación no debe haber
límites (es decir, todos los límites son considerados anatema y ninguno sería
tolerado). Pero de esa acumulación debe surgir la autolimitación, si es que
surge de algún lado.
No obstante, la aversión a la autolimitación, el conformismo generalizado y
la consecuente insignificancia de la política tienen un precio. Un precio muy
alto, en realidad. El precio se paga con la moneda en que suele pagarse el
precio de la mala política: el sufrimiento humano. Los sufrimientos vienen en
distintas formas y colores, pero todos pueden rastrearse al mismo origen. Y
estos sufrimientos tienen la cualidad de perpetuarse. Son los que nacen de la
mala práctica política, pero que también se convierten en el obstáculo supremo
para corregirla.
El problema contemporáneo más siniestro y penoso puede expresarse más
precisamente por medio del término “Unsicherheit”,
la palabra alemana que fusiona otras tres en español: “incertidumbre”,
“inseguridad” y “desprotección”. Lo curioso es que la naturaleza de este
problema es también un poderosísimo impedimento para instrumentar remedios
colectivos: las personas que se sienten inseguras, las personas preocupadas por
lo que puede deparar el futuro y que temen por su seguridad, no son
verdaderamente libres para enfrentar los riesgos que exige una acción
colectiva. Carecen del valor necesario para intentarlo y del tiempo necesario
para imaginar alternativas de convivencia; y están demasiado preocupadas con
tareas que no pueden pensar en conjunto, a las que no pueden dedicar su energía
y que solo pueden emprenderse colectivamente.
Las instituciones políticas existentes, creadas para ayudar a las personas
en su lucha contra la inseguridad, les ofrecen poco auxilio. En un mundo que se
globaliza rápidamente, en el que una gran parte del poder político –la parte
más seminal– queda fuera de la política, estas instituciones no pueden hacer
gran cosa en lo referido a brindar certezas o seguridades. Lo que sí pueden
hacer –que es lo que hacen casi siempre– es concentrar esa angustia dispersa y
difusa en uno solo de los ingredientes del Unsicherheit:
el de la seguridad, el único aspecto en el que se puede hacer algo y en el que
se puede ver que se está haciendo algo. La trampa es, no obstante, que aunque
hacer algo eficaz para remediar o al menos para mitigar la inseguridad requiere
una acción conjunta, casi todas las medidas adoptadas en nombre de la seguridad
tienden a dividir; siembran la suspicacia mutua, separan a la gente, la inducen
a suponer conspiradores y enemigos ante cualquier disenso o argumento, y acaban
por volver más solitarios a los solos. Y lo peor de todo: aunque esas medidas
están muy lejos de dar en el centro de la verdadera fuente de angustia, sin
embargo consumen toda la energía que esa fuente genera, energía que podría
emplearse más eficazmente si se la canalizara en el esfuerzo de devolver el
poder al espacio público gobernado por la política.
Esta es una de las razones que explica la escasez de demanda de espacios
privados-públicos, y el hecho de que los pocos que existen estén vacíos casi
todo el tiempo condiciona su reducción e incluso su desaparición. Otra razón
para que los espacios públicos tiendan a desaparecer es la flagrante carencia
de importancia de todo lo que ocurre en ellos. Si suponemos por un momento que
sucede algo extraordinario, y los espacios privados-públicos se llenan de
ciudadanos deseosos de debatir sobre sus valores y de discutir las leyes que
los guían..., ¿dónde encontrarían la agencia* suficientemente poderosa como
para llevar a cabo sus resoluciones? Los poderes más fuertes circulan o fluyen,
y las decisiones más decisivas se toman en un espacio muy distante del agora o incluso del espacio público
políticamente institucionalizado; para las instituciones políticas de turno,
esas decisiones están fuera de su ámbito y fuera de su control. Y así, el
mecanismo, autoimpulsado y autoalimentado, sigue impulsándose y alimentándose a
sí mismo. Las fuentes del Unsicherheit
no se agotarán, ya que el coraje y la resolución de combatirlas no han sido
concebidos inmaculadamente; el verdadero poder siempre permanecerá a una
distancia segura de la política, y la política será impotente para hacer lo que
se espera de ella: exigir a todas y cada una de las formas de asociación humana
una justificación en términos de libertad humana de pensar y actuar, y pedirles
que salgan de escena si se niegan a hacerlo.
Un nudo gordiano, sin duda alguna; y un nudo demasiado enredado y retorcido
para que alguien pueda desatarlo limpiamente, de modo que solo puede ser
cortado. La desregulación y la privatización de la inseguridad, de la
incertidumbre y del riesgo parecen mantener el nudo apretado y, por lo tanto,
parecen ser el lugar adecuado para cortar, si se quiere desatarlo.
Para ser franco, es más fácil decirlo que hacerlo. Atacar el origen de la
inseguridad es una tarea que exige temeridad y que requiere, por lo menos,
repensar y renegociar algunos de los presupuestos fundamentales del tipo de
sociedad actual, presupuestos mucho más inconmovibles por ser tácitos,
invisibles o inmencionables, situados más allá de toda discusión o disputa.
Como lo expresara Cornelius Castoriadis,
el problema de nuestra civilización es que dejó de interrogarse. Ninguna
sociedad que olvida el arte de plantear preguntas o que permite que ese arte
caiga en desuso puede encontrar respuestas a los problemas que la aquejan, al
menos antes de que sea demasiado tarde y las respuestas, aun las correctas, se
hayan vuelto irrelevantes. Afortunadamente para todos nosotros, eso es algo que
no debe ocurrir necesariamente: ser conscientes de que podría ocurrir es una de
las maneras de evitarlo. En este punto, la sociología entra en escena; tiene
ante sí un papel responsable y no tendría ningún derecho a disculparse si
rechazara esa responsabilidad.
Toda mi argumentación se encuadra dentro de la idea de que la libertad individual solo puede ser
producto del trabajo colectivo (solo puede ser conseguida y garantizada
colectivamente). Hoy nos desplazamos hacia la
privatización de los medios de asegurar-garantizar la libertad individual;
si esa es la terapia de los males actuales, está condenada a producir
enfermedades iatrogénicas más siniestras y atroces (pobreza masiva, redundancia
social y miedo generalizado son algunas de las más prominentes). Para hacer aun
más compleja la situación y sus perspectivas de mejoría, pasamos además por un
período de privatización de la utopía y de los modelos del bien (con los
modelos de “vida buena” que emergen y se separan del modelo de sociedad buena).
El arte de rearmar los problemas privados convirtiéndolos en temas públicos
está en peligro de caer en desuso y ser olvidado; los problemas privados
tienden a ser definidos de un modo que torna extraordinariamente difícil
“aglomerarlos” para poder condensarlos en una fuerza política. La argumentación
de este libro es una lucha (por cierto inconclusa) por lograr que esa
traducción de privado a público vuelva a ser posible.
Zygmunt Bauman, En busca
de la política, FCE, Mexico 2002
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