L'evolució del model de mercat 2 (Karl Polanyi).
El paso de los mercados aislados a una economía de mercado, y el de los mercados regulados a un mercado autorregulador, son realmente de una importancia capital. El siglo XIX -que saludó este hecho como si se hubiese alcanzado la cumbre de la civilización o lo vituperó considerándolo una excrecencia cancerosa- imaginó ingenuamente que esta evolución era el resultado natural de la expansión de los mercados, sin darse cuenta de que la transformación de los mercados en un sistema autorregulador, dotado de un poder inimaginable, no resultaba de una tendencia a proliferar por parte de los mercados, sino que era más bien el efecto de la administración en el interior del cuerpo social de estimulantes enormemente artificiales a fin de responder a una situación creada por el fenómeno no menos artificial del maquinismo. No se reconoció entonces que el modelo de mercado en cuanto tal era por naturaleza limitado y poco proclive a extenderse, como se deduce claramente de las investigaciones modernas sobre este tema.
«No se encuentran mercados en todas partes. Su ausencia, a la vez que
indica un cierto aislamiento y una tendencia de las sociedades a replegarse
sobre sí mismas, no permite concluir que el mercado sea un producto de la
evolución natural». Esta frase neutra tomada de Economics in Primitive Communities de Thurnwald, resume los
resultados más importantes de la investigación moderna obre esta cuestión. Otro
autor repite a propósito de la moneda lo mismo que decía Thurnwald de los
mercados: «El simple hecho de que una tribu utilizase moneda la diferenciaba
muy poco, desde el punto de vista económico, de otras tribus situadas al mismo
nivel cultural que no la utilizaban». Podemos intentar extraer de tales
afirmaciones algunas de las consecuencias más llamativas.
La presencia o la ausencia de mercados o monedas no afecta necesariamente
al sistema económico de una sociedad primitiva -he aquí una afirmación que
refuta ese mito del siglo XIX, según el cual la moneda era una invención cuya
aparición, al crear mercados, aceleraba la división del trabajo y favorecía la
propensión natural del hombre al trueque, al pago en especie y al cambio, por
lo que transformaba inevitablemente una sociedad-. En realidad, la historia
económica ortodoxa se basaba en una concepción enormemente exagerada de la
importancia concedida a los mercados. Un «cierto aislamiento» o, posiblemente,
una «tendencia al repliegue» es el único rasgo económico que se puede
rigurosamente inferir de la ausencia del mercado; su presencia o su ausencia no
ofrecen diferencias en lo que se refiere a la organización interna de una
economía.
Las razones de todo ello son muy simples. Los mercados son instituciones
que funcionan principalmente en el exterior y no en el interior de una
economía. Son lugares de encuentro del comercio a larga distancia. Los mercados
locales propiamente dichos tienen una repercusión limitada. Además, ni los
mercados a larga distancia ni los locales son verdaderamente concurrenciales de
donde se deriva, para ambos casos, la debilidad de la presión que se ejerce en
favor de la creación de un comercio territorial, de lo que se denomina un
mercado interior o nacional. Afirmar esto significa enfrentarse a una hipótesis
que los economistas clásicos han considerado axiomática; y, sin embargo, estas
afirmaciones se deducen de los hechos tal y como aparecen a la luz de las
investigaciones recientes.
La verdad es que la lógica es casi opuesta a los razonamientos que subyacen
a la doctrina clásica. La enseñanza ortodoxa partía de la propensión del
individuo al trueque, de donde se deducía la necesidad de mercados locales, así
como la división del trabajo. De todo ello se concluía la necesidad del
comercio, hasta llegar al comercio exterior del que forma parte el comercio a
larga distancia. Pero si tenemos en cuenta las investigaciones actuales nos
veremos obligados a invertir el orden del razonamiento: el verdadero punto de
partida es el comercio a larga distancia, resultado de la localización
geográfica de los bienes y de la «división del trabajo» nacida de esta
localización. El comercio a larga distancia origina muchas veces mercados,
instituciones que implican trueques y, si se utiliza la moneda, compras y
ventas, dando así ocasión a algunos individuos a poner en práctica su
pretendida propensión a trocar y a comerciar.
El rasgo dominante de esta teoría es que el comercio encuentra su origen en
una esfera exterior que no guarda relación con la organización interna de la
economía: «La aplicación de los principios observados en la caza, a la
obtención de bienes que se encuentran fuera de los límites del distrito,
condujo a determinadas formas de intercambio que, posteriormente, nosotros
tendemos a identificar con el comercio» 2. Para buscar los orígenes del
comercio hay que partir de la obtención de bienes a distancia, como ocurre con
la caza. «Los Dieri de Australia central hacen todos los años, entre julio y
agosto, una expedición hacia el sur para conseguir el ocre rojo que utilizan
para pintarse el cuerpo. (...) Sus vecinos, los Yantruwunta, organizan
parecidas expediciones para ir a buscar en los Flinders Hills, a una distancia
de 800 kilómetros, ocre rojo y también placas de gres destinadas a triturar,
granos de cereales. En ambos casos es preciso, a veces, entablar combates para
obtener estos productos, si los habitantes autóctonos de estas tierras
presentan resistencia a la salida de esos productos». Este tipo de razzias o de caza del tesoro está
evidentemente más próximo del bandidaje y de la piratería que de lo que
nosotros solemos considerar comercio, ya que se trata de un asunto
esencialmente unilateral. En muchas ocasiones, esta práctica no se convierte en
bilateral -en suma, no se establece «un cierto tipo de intercambio»- más que
tras los chantajes que ejercen por la fuerza los habitantes locales o mediante
dispositivos de reciprocidad -como es el caso del circuito kula, de las giras de visita de los Pangwe de África occidental, o
entre los Kpelle, cuyo jefe monopoliza el comercio exterior haciendo regalos a
los invitados que vienen de afuera-. Bien es verdad que, estas visitas
-utilizando nuestros propios términos, no los suyos- son auténticamente, y no
accidentalmente, viajes comerciales. El intercambio de bienes se practica
siempre, sin embargo, bajo la forma de regalos recíprocos y también a través de
las visitas que se hacen unos a otros. Podemos, pues, concluir que, si bien las
comunidades humanas no parecen haberse abstenido nunca del comercio exterior,
este comercio no suponía necesariamente la existencia de mercados. En sus
orígenes, el comercio exterior está más próximo a la aventura, a la
exploración, la caza, la piratería y la guerra, que al trueque. Este comercio
puede, por tanto, no implicar ni la paz ni la bilateralidad, y, aun en ese caso,
se organiza habitualmente en función del principio de reciprocidad y no en
función del trueque.
La transición hacia el trueque pacífico nos obliga a distinguir dos cosas,
el trueque y la paz. Como hemos indicado anteriormente, es posible que una
expedición tribal tenga que plegarse a las condiciones fijadas por el poder
local, quien puede extraer de esta expedición del exterior algunas
contrapartidas. Este tipo de relaciones, aunque no sea por completo pacífico,
puede dar lugar al trueque: la apropiación unilateral se transforma en traspaso
bilateral. La otra vía es la del «comercio silencioso», como el que acontece en
la sabana africana, en donde el riesgo de combate es neutralizado gracias a una
tregua organizada, y en donde se introduce el comercio, con toda la discreción
deseable, como un elemento de paz y de confianza.
Todos sabemos que, en un estadio ulterior, los mercados ocupan una posición
predominante en la organización del comercio exterior. Pero, desde el punto de
vista económico, los mercados exteriores son algo muy distinto de los mercados
locales o los mercados interiores. No se distinguen únicamente por el tamaño,
sino que también sus orígenes y funciones son diferentes. El comercio exterior
es un asunto de transporte. Lo que es determinante es la ausencia de ciertos
productos en una región determinada: el cambio de paños ingleses por vinos
portugueses es un ejemplo. El comercio local se limita a los bienes de la
región, que no soportan el transporte
por ser demasiado pesados, voluminosos o perecederos. Así, el comercio exterior
y el comercio local dependen ambos de la distancia geográfica: el primero
reservado únicamente a los bienes que pueden soportarla y el segundo a los que
no pueden. En este sentido se puede decir que estos tipos de comercio son
complementarios. Los intercambios locales entre la ciudad y el campo, el
comercio exterior entre dos zonas climáticas diferentes, se fundan en este
principio. Este tipo de comercio no tiene por qué implicar la concurrencia, y
si esta última amenazase con desorganizarlo no existe ninguna contradicción en
eliminarla. Al contrario del comercio exterior y del comercio local, el
comercio interior es esencialmente concurrencial: excluidos los intercambios
complementarios, implica un gran número de intercambios, en los cuales se
ofrecen bienes semejantes y de orígenes diversos que entran en concurrencia
entre sí. Por consiguiente, únicamente con la aparición del comercio nacional o
internacional la competencia tiende a ser reconocida como un principio general
del comercio.
Estos tres tipos de comercio no difieren tan solo por su función económica,
se distinguen también por su origen. Hemos hablado de los inicios del comercio
exterior. Los mercados nacieron lógicamente allí donde los transportes debían
de detenerse -vados, puertos de mar, ríos-, o allí donde se encontraban los
trayectos de dos expediciones por vía terrestre. Los «puertos» nacieron en los
lugares de trasbordo. La breve proliferación de las famosas ferias de Europa es
todavía un ejemplo de creación de un tipo determinado de mercado para el
comercio a larga distancia; otro ejemplo es el de paños en Inglaterra. Pero
mientras que las ferias y mercados de paños desaparecieron de una vez con una
celeridad que debe desconcertar al evolucionista dogmático, el portus estaba destinado a jugar un
enorme papel en la creación de las ciudades en Europa occidental. Y, sin
embargo, incluso cuando se fundaban ciudades en los lugares de mercados
exteriores, los mercados locales permanecían con frecuencia, distinguiéndose no
solamente por su función, sino también por su organización. Ni el puerto, ni la
feria, ni la venta de paños generó mercados interiores o nacionales. ¿Dónde
debemos pues buscar su origen?
Karl Polanyi, La gran
transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta,
Madrid 1989
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