Societats i sistemes econòmics 1 (Karl Polanyi).
Karl Polanyi |
La economía de mercado supone un sistema autorregulador de mercados. Para
emplear términos un poco más técnicos, se trata de una economía gobernada por
los precios del mercado y únicamente por ellos. Sólo en este sentido se puede
decir que un sistema de este tipo, capaz de organizar la totalidad de la vida
económica sin ayuda o intervención exterior, es autorregulador. Estas someras
indicaciones deberían bastar para mostrar la naturaleza absolutamente inédita
de esta aventura en la historia de la raza humana.
Precisemos un poco más lo que queremos decir. Ninguna sociedad podría
sobrevivir, incluso por poco tiempo, sin poseer una economía, sea ésta de un
tipo o de otro. Pero hasta nuestra época, ninguna economía de las que han
existido estuvo, ni siquiera por asomo, bajo la dependencia del mercado. A
pesar de los cánticos laudatorios de carácter universitario que se dejaron oír
a lo largo del siglo XIX, las ganancias y beneficios extraídos de los cambios
jamás habían desempeñado con anterioridad un papel tan importante en la
economía humana. Pese a que la institución del mercado había sido, desde el
final de la Edad de piedra, un hecho corriente en las sociedades, su papel en
la vida económica siempre había sido secundario.
Queremos insistir en este aspecto con la máxima fuerza que nos proporcionan
sólidas razones. Un pensador de la talla de Adam Smith ha señalado que la división del trabajo en la sociedad
dependía de la existencia de mercados o, como él decía, de la «propensión del
hombre a cambiar bienes por bienes, bienes por servicios y unas cosas por
otras». De esta frase surgiría más tarde el concepto de «hombre económico». Se
puede decir, con mirada retrospectiva, que ninguna interpretación errónea del
pasado se reveló nunca como una mejor profecía del futuro. Y ello es así
porque, si bien hasta la época de Adam
Smith esta propensión no se había manifestado a gran escala aún en la vida
de ninguna de las comunidades observadas, y hasta entonces había sido como
máximo un rasgo secundario de la vida económica, cien años más tarde un sistema
industrial estaba en plena actividad en la mayor parte del planeta, lo que
significaba, práctica y teóricamente, que el género humano estaba dirigido en
todas sus actividades económicas -por no decir también políticas, intelectuales
y espirituales- por esta única propensión particular. En la segunda mitad del
siglo XIX Herbert Spencer, que
únicamente tenía un conocimiento superficial de la economía, llegó a
identificar el principio de la división del trabajo con el trueque y el
intercambio, y, cincuenta años más tarde Ludwig
von Mises y Walter Lippmann
retomaban esta misma idea falsa. A partir de entonces la discusión fue inútil.
Un magma de autores especialistas en economía política, historia social,
filosofía política y sociología general habían seguido el ejemplo de Smith y habían hecho de su paradigma
del salvaje entregado al trueque un axioma de sus ciencias respectivas. De
hecho, las ideas de Adam Smith sobre
la psicología económica del primer hombre eran tan falsas como las de Rousseau sobre la psicología política
del buen salvaje. La división del trabajo, fenómeno tan antiguo como la
sociedad, proviene de las diferencias relativas a los sexos, a la geografía y a
las capacidades individuales; y la pretendida tendencia del hombre al trueque y
al intercambio es casi completamente apócrifa. La historia y la etnografía han
mostrado la existencia de distintos tipos de economías que, en su mayor parte,
cuentan con la institución de los mercados; sin embargo, ni la historia ni la
etnografía han tenido conocimiento de ninguna otra economía anterior a la
nuestra que, incluso aproximativamente, estuviese dirigida y regulada por los
mercados. El esbozo de la historia de los sistemas económicos y de los
mercados, sobre la que nos detendremos por separado, tratará de probar de forma
más concluyente esta afirmación. Como veremos, el papel jugado por los mercados
en la economía interior de los diferentes países ha sido, hasta una época
reciente, insignificante: el cambio radical que representa el paso a una
economía dominada por el mercado se percibirá mejor sobre este trasfondo.
Para comenzar, debemos desprendernos de ciertos prejuicios del siglo XIX
que subyacen a la hipótesis de Adam
Smith relativos a la pretendida predilección del hombre primitivo por las
actividades lucrativas. Como su axioma servía mucho más para predecir el futuro
inmediato que para explicar un lejano pasado, sus discípulos se vieron sumidos
en una extraña actitud en relación a los comienzos de la historia humana. A primera
vista, los datos disponibles parecían indicar más bien que la psicología del
hombre primitivo, lejos de ser capitalista, era, de hecho, comunista (más tarde
hubo que reconocer que se trataba también de un error). El resultado fue que
los especialistas de la historia económica mostraron una tendencia a limitar su
preocupación por este período para pasar a considerar la etapa relativamente
reciente de la historia, en la que se podía encontrar el trueque y el
intercambio a una escala considerable -de este modo la economía primitiva quedó
relegada a la prehistoria-. Este modo de presentar las cosas indujo a inclinar
inconscientemente la balanza en favor de una psicología de mercado, pues
resultaba posible creer que, en el espacio relativamente breve de algunos
siglos pasados, todo había concurrido a crear lo que al fin fue creado: un
sistema de mercado. Fue así como otras tendencias no fueron tenidas en cuenta y
quedaron anuladas. Para corregir esta perspectiva unilateral habría sido
preciso acoplar la historia económica y la antropología social, pero ha
existido un rechazo contumaz hacia un enfoque de este tipo.
No podemos continuar de momento desarrollando este punto. El hábito de ver
en los diez mil últimos años, y en la organización de las primeras sociedades,
un simple preludio de la verdadera historia de nuestra civilización, que
comenzaría en 1776, con la publicación de La
riqueza de las naciones, ha quedado superado, por utilizar un calificativo
suave. Nuestra época ha vivido el final de este episodio y, al intentar evaluar
las opciones de futuro, estamos obligados a refrenar nuestra inclinación
natural a seguir los caminos en los que creyeron nuestros padres. La misma
prevención que empujó a la generación de Adam
Smith a considerar al hombre primitivo como un ser inclinado al trueque y
al pago en especie, ha incitado a sus sucesores a desinteresarse totalmente del
primer hombre, pues se sabía que éste no se había dedicado a estas loables
pasiones. La tradición de los economistas clásicos, que intentaron fundar la
ley del mercado en pretendidas tendencias inscritas en el nombre en estado de
naturaleza, fue sustituida por una ausencia total de interés por las culturas
del hombre «no civilizado», ya que no tenían nada que ver, en suma, con la
comprensión de los problemas de nuestra época.
Esta actitud subjetiva respecto a las primeras civilizaciones no debería
constituir un reclamo para el espíritu científico. Se han exagerado demasiado
las diferencias que existen entre pueblos civilizados y «no civilizados»,
particularmente en el terreno económico. Según los historiadores, las formas de
vida industrial en la Europa agrícola no diferían mucho, hasta una época
reciente, de las que existían hace miles de años. Desde la introducción del arado
-que es esencialmente una gruesa azada tirada por animales-, hasta comienzos de
la época moderna, los métodos de la agricultura permanecieron sustancialmente
idénticos en la mayor parte de Europa Occidental y Central. De hecho, en esas
regiones los progresos de la civilización han sido sobre todo políticos,
intelectuales y espirituales; en cuanto a las condiciones materiales, la Europa
Occidental del año 1100 después de Cristo apenas llegó a alcanzar el estadio
que había conseguido el mundo romano mil años antes. Incluso más tarde el
cambio se hizo efectivo mucho más fácilmente a través de los canales de la
política, la literatura, las artes, y especialmente de la religión y del saber,
que de la industria. En el aspecto económico la Europa medieval se encontraba,
en gran parte, al mismo nivel que Persia, la India o la China de la Antigüedad
y no podía sin duda alguna rivalizar en riqueza y en cultura con el Nuevo
Imperio Egipcio que la precedía en dos mil años. Entre los historiadores
modernos de la economía, Max Weber
fue el primero que protestó por el olvido de la economía primitiva, realizado
con el pretexto de que ésta no tenía relación con la cuestión de los móviles y
de los mecanismos de las sociedades civilizadas. Los trabajos de antropología
social probaron más tarde que Max Weber
tenía toda la razón, ya que, si alguna conclusión se impone con toda nitidez,
tras los estudios recientes sobre las primeras sociedades, es el carácter
inmutable de hombre en tanto que ser social. En todo tiempo y lugar sus dones
naturales reaparecieron en las sociedades con una consecuencia sorprendente, y
las condiciones necesarias para la supervivencia de la sociedad humana parecían
ser inalterablemente las mismas.
El descubrimiento más destacable de la investigación histórica y
antropológica reciente es el siguiente: por lo general las relaciones sociales
de los hombres engloban su economía. El hombre actúa, no tanto para mantener su
interés individual de poseer bienes materiales, cuanto para garantizar su
posición social, sus derechos sociales, sus conquistas sociales. No concede
valor a los bienes materiales más que en la medida en que sirven a este fin. Ni
el proceso de la producción ni el de la distribución están ligados a intereses
económicos específicos, relativos a la posesión de bienes. Más bien cada etapa
de ese proceso se articula sobre un determinado número de intereses sociales
que garantizan, en definitiva, que cada etapa sea superada. Esos intereses son
muy diferentes en una pequeña comunidad de cazadores o de pescadores y en una
extensa sociedad despótica, pero, en todos los casos, el sistema económico será
gestionado en función de móviles no económicos.
Resulta fácil explicarlo en términos de supervivencia. Veamos, por ejemplo,
el caso de una sociedad tribal. El interés económico del individuo triunfa
raramente, pues la comunidad evita a todos sus miembros morir de hambre, salvo
si la catástrofe cae sobre ella, en cuyo caso los intereses que se ven
amenazados son una vez más de orden colectivo y no de carácter individual. Por
otra parte, el mantenimiento de los lazos sociales es esencial y ello por
varias razones. En primer lugar, porque, si el individuo no observa el código
establecido del honor o de la generosidad, se separa de la comunidad y se
convierte en un paria. En segundo lugar, porque todas las obligaciones sociales
son a largo plazo recíprocas, por lo que, al observarlas, cada individuo sirve
también del mejor modo posible, «en un toma y daca», a sus propios intereses.
Esta situación debe de ejercer sin duda una continua presión sobre cada
individuo para que elimine de su conciencia el interés económico personal,
hasta el punto de que lo puede incapacitar, en numerosos casos -pero de ningún
modo en todos-, para captar las implicaciones de sus propios actos sólo en función
de su interés. Esta actitud se ve reforzada por la frecuencia de actividades en
común, tales como el reparto de la comida procedente de recogidas comunes, o la
participación en el botín obtenido a través de una expedición tribal lejana y
peligrosa. El precio otorgado a la generosidad es tan grande cuando se lo mide
por el patrón del prestigio social, que todo comportamiento ajeno a la
preocupación por uno mismo adquiere relevancia. El carácter del individuo tiene
poco que ver con esta cuestión. El hombre puede ser bueno o malo, social o
asocial, envidioso o generoso en relación con un conjunto de valores variables.
No proporcionar a nadie motivos para estar celoso es de hecho un principio
general de la distribución ceremonial o del acto de elogiar públicamente al que
obtiene buenas cosechas en su huerto (salvo si las consigue demasiado bien, en
cuyo caso se le puede dejar decaer con todo derecho, sirviéndose del pretexto
de que es víctima de la magia negra). Las pasiones humanas, buenas o malas,
están simplemente orientadas hacia fines no económicos. La ostentación
ceremonial sirve para estimular al máximo la emulación, y la costumbre del
trabajo en común tiende a situar a un nivel muy alto los criterios
cuantitativos y cualitativos. Todos los intercambios se efectúan a modo de
dones gratuitos que se espera sean pagados de la misma forma, aunque no
necesariamente por el mismo individuo —procedimiento minuciosamente articulado
y perfectamente mantenido gracias a métodos elaborados de publicidad, a ritos mágicos
y a la creación de «dualidades» que ligan los grupos mediante obligaciones
mutuas- lo que podría explicar por sí mismo la ausencia de la noción de
ganancia e, incluso, la de una riqueza que no esté constituida exclusivamente
por objetos que tradicionalmente servían para incrementar el prestigio social.
En este bosquejo de los rasgos generales, que caracterizan a una comunidad
de la Melanesia occidental, no hemos tenido en cuenta su organización sexual y
territorial -en relación a la cual la costumbre, la ley, la magia y la religión
ejercen su influencia-, porque nuestra única intención era mostrar cómo los
prentendidos móviles económicos encuentran su razón de ser en el marco de la
vida social. Y es precisamente sobre este punto negativo sobre el que están de
acuerdo los etnógrafos modernos: la ausencia del móvil del lucro, la ausencia
del principio del trabajo remunerado, del principio del mínimo esfuerzo, y más
concretamente, la ausencia de toda institución separada y diferente fundada
sobre móviles económicos. Pero, en este caso, ¿cómo se asegura el orden en el
campo de la producción y la distribución?
Esencialmente la respuesta nos la proporcionan dos principios de
comportamiento que a primera vista no suelen ser asociados con la economía: la reciprocidad y la redistribución.
Karl Polanyi, La gran
transformación. Crítica del liberalismo económico, Ediciones La Piqueta,
Madrid 1989
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