Què és ser racionalista?

Entiéndanme, ser o no ser racionalista no tiene nada que ver con la razón ni con la racionalidad. La razón es básicamente un problema para médicos, psicólogos y psiquiatras. Es una capacidad humana para detectar y responder a razones o con razones. La racionalidad es el ejercicio de la razón en nuestras vidas, y particularmente en la interacción con otros. La razón es más o menos una cuestión de hecho, de cómo están organizados nuestros sistemas perceptivos, cognitivos y afectivos, y cómo se movilizan para formar juicios, decisiones o llevar a cabo acciones. La racionalidad es un término de valor, de alabanza, como cuando decimos, "míralo, a sus casi ochenta años y corre una media maratón sin despeinarse". La racionalidad es un término con el que valoramos el uso de la razón por parte de los otros (la irracionalidad, como la ideología, como el mal aliento, es algo que siempre se dice de los otros).

Ser racional o irracional tiene que ver, pero no mucho, con la razón. "Racional" e "irracional" son  adjetivos, uno de logro, el otro de fracaso, de aplicación difícil. Ser racional depende de circunstancias internas, de cómo se articulan las razones, de cuán lúcido uno sea acerca de sus propios planes, deseos, objetivos y fines, de si uno sufre o no de autoengaño, de la fuerza de voluntad que se tenga para llevar a cabo lo que se decide, de una gestión adecuada de las propias pasiones (del miedo sobre todo). Pero también depende de circunstancias externas, pues a veces el mundo está desorganizado y es difícil ser racional. Las decisiones que uno considera sabias o adecuadas se muestran equivocadas o catastróficas, o simplemente las cosas se han puesto tan duras que no hay solución buena, como cuando tienes que actuar bajo el terror o la amenaza. Hay veces en las que para poder ser racional hay que cambiar el mundo previamente. Mientras tanto hay que capear el temporal sabiéndonos bajo un mal destino (o mala suerte racional, como diría el lúcido filósofo Bernard Williams).

Ser racional a veces exige razonar. Deliberar o razonar no tiene que ver demasiado con aplicar la lógica. Es un ponerse a buscar razones para hacer algo o para saber qué hacer, o simplemente para saber si los fines que nos proponemos son adecuados. Es una investigación en ocasiones en el mundo y en ocasiones en nuestro propio interior. Entraña hacer balance de los hechos, de las normas, de nuestros propios deseos y de nuestros derechos y deberes. Para los técnicos y científicos entraña a veces hacer cálculos y para los filósofos o juristas encontrar argumentos adecuados para convencer o convencerse. Pero no siempre es racional ponerse a deliberar. Puede que razonar sea la peor opción cuando el tiempo apremia y la ocasión o los otros exigen una rápida respuesta. Entonces hay que confiar en las propias disposiciones y en que el carácter y temperamento de uno dé con una salida aceptable. De hecho en la vida cotidiana apenas razonamos, sólo lo hacemos cuando la incertidumbre nos obliga y el tiempo lo permite.

Un racionalista no tiene nada que ver con todo esto.  Es un pensador de gatillo rápido que anda por la vida poniendo etiquetas de "racional" o "irracional" a todo lo que ve. Como si fuera fácil, como si no tuviera consecuencias ni produjese daños colaterales. El racionalista es como el juez de la horca en la pradera, que tarda poco en decidir y es rápido en poner en práctica su juicio. No se toma el tiempo necesario para comprender al otro, ni cree que haya que hacerlo pues le bastan los indicios que observa. No cree que haya que perder horas entrando en el lenguaje o en el silencio del otro, pues ya sabe de antemano que ese lenguaje es ininteligible o que su silencio es la prueba de su irracionalidad.

Un racionalista suele ser una persona "de principios", alguien que considera que ser racional es atenerse a principios, es decir, a normas de aplicación universal e incondicional. A veces son principios lógicos como la consistencia o la refutabilidad, a veces principios prácticos como los imperativos categóricos. Como si la consistencia no fuese tantas veces el resultado de la falta de imaginación, o como si la perseverancia contra las evidencias no nos protegiese otras veces contra la manipulación y desinformación, como si ponerse en el lugar del otro no fuese en muchas ocasiones el modo de imponerle nuestra propia condición y carácter, porque el lugar del otro a veces es un lugar que nadie puede ocupar o que no debe ser ocupado impunemente. Como si los principios nos liberasen de la prudencia.

He leído y conocido a muchos racionalistas, tal vez yo lo fui o creí ser durante algún tiempo. Entre ellos no es difícil encontrar algunos de los casos más claros de autoengaño, debilidad de la voluntad o mala fe. Por ejemplo, Bertrand Russell, quien escribió e hizo muchas cosas meritorias, pero con quien pocos soportarían vivir durante largo tiempo. Fue un caso claro de persona que se pasa la vida juzgándolo todo, a todos y a todas y no tiene demasiado tiempo o ganas de pensar sobre sí. O cuando lo hace es para caer en la autocompasión y el autoengaño (recomiendo muchísimo leer, con paciencia, la larguísima biografía que le dedicó Ray Monk, cuyo primer tomo se titula "The spirit of solitude" y el segundo "The ghost of madness"). O Sartre, de quien nos legó el más cruel de sus retratos de Simone de Bouvoir en "La ceremonia del adiós". O Popper, el más orgulloso de los racionalistas, a quien Feyerabend, que le siguió y sufrió unos años dedica ácidas páginas en varios de sus libros, y en particular en su auobiografía "Killing Time". O como Rousseau, de quien merece la pena leer el retrato que hizo de él su compatriota Jean Starobinsky "Jean-Jacques Rousseau, La transparence et l'obstacle".  Son pensadores por los que uno puede sentir admiración por sus trabajos pero de los que no es difícil sentir compasión por los resultados que tuvieron en sus vidas.
 
Fernando Broncano, El día que dejé de ser racionalista, El laberinto de la identidad, 07/12/2014

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