L'extinció progressiva del riure (Gilles Lipovetsky)




La ausencia de fe posmoderna, el neo-nihilismo que se va configurando no es ni atea ni mortífera, se ha vuelto humorística. (…)

Nuestro tiempo no detenta, en absoluto, el monopolio de lo cómico. En todas las sociedades, incluidas las salvajes, donde la etnografía descubre la existencia de cultos y mitos cómicos, el regocijo y la risa ocuparon un lugar fundamental que se ha subestimado. Pero si cada cultura desarrolla de manera preponderante un esquema cómico, únicamente la sociedad posmoderna puede ser llamada humorística, pues sólo ella se ha instituido globalmente bajo la égida de un proceso que tiende a disolver la oposición, hasta entonces estricta, de lo serio y lo no serio; como las otras grandes divisiones, la de lo cómico y lo ceremonial se difumina, en beneficio de un clima ampliamente humorístico. (…)Los carnavales y fiestas sólo tienen ahora una existencia folklórica, el principio de alteridad social que encarnaban ha sido pulverizado y curiosamente se nos presentan hoy bajo un aspecto humorístico, los panfletos violentos perdieron su preponderancia, los cantautores ya no están de moda; ha surgido un nuevo estilo desenfadado y inofensivo, sin negación ni mensaje, característico del humor de la moda, de la escritura periodística, de los juegos radiofónicos, de la publicidad de muchos comics. Lo cómico, lejos de ser la fiesta del pueblo o del espíritu, se ha convertido en un imperativo social generalizado, en una atmósfera cool, un entorno permanente en que el individuo sufre hasta en su cotidianeidad. (…)


Nos encontramos ahora más allá de la era satírica y de su comicidad irrespetuosa. A través de la publicidad, de la moda, de los gadgets, de los programas de animación, de los comics, ¿quién no ve que la tonalidad dominante e inédita de lo cómico no es sarcástica sino lúdica? El humor actual evacúa lo negativo característico de la fase satírica o caricaturesca. La denuncia burlona correlativa de una sociedad basada en valores reconocidos es sustituida por un humor positivo y desenvuelto, un cómico teen-ager a base de absurdidad gratuita y sin pretensión. El humor en la publicidad o en la moda no tiene víctima, no se burla, no critica, afanándose únicamente en prodigar una atmósfera eufórica de buen humor y de felicidad sin más. El humor de masa no se fundamenta en la amargura o la melancolía: lejos de enmascarar un pesimismo y ser la «cortesía de la desesperación», el humor contemporáneo se muestra insustancial y describe un universo radiante. (…) 


La gente tutea, ya nadie se toma en serio, todo es «diver», proliferan los chistes que intentan evitar el paternalismo, la distancia, la broma o la anécdota clásica de banquete. El humor radiofónico, como el color de la pintura pop, se manifiesta en tonos lisos, en perogrulladas, con una familiaridad vacía, en «bocadillos» tanto más apreciados cuantas menos pretensiones tienen. Asimismo, en la vida cotidiana, se cuentan muchos menos chistes, como si la personalización de la vida se hiciera incompatible con esas formas de narración divulgadas, repetitivas y codificadas. En las sociedades más crispadas, hay una tradición viva que se apoya en los chistes de temas concretos (los locos, el sexo, el poder, ciertos grupos étnicos): ahora el humor tiende a liberarse de esos cañamazos demasiado rígidos y estructurados en favor de una broma sin osamenta, sin cabeza de turco, de una comicidad vacía que se nutre de sí misma. El humor, como el mundo subjetivo e intersubjetivo, se banaliza, atrapado por la lógica generalizada de la inconsistencia. Las gracias, los juegos de palabras también pierden su prestigio: casi se piden disculpas por hacer un juego de palabras o uno se burla inmediatamente de su propia agudeza. El humor dominante ya no se acomoda a la inteligencia de las cosas y del lenguaje, a esa superioridad intelectual, es necesario una comicidad discount y pop desprovista de cualquier supereminencia o distancia jerárquica. Banalización, desubstancialización, personalización, reencontramos todos esos procesos en los nuevos seductores de los grandes mass media-, los personajes burlescos, heroicos o melodramáticos tuvieron su hora, ahora se impone el estilo abierto, desenvuelto y humorístico. Las películas de James Bond, las «series» americanas (Starsky y Hutch, Amigablemente vuestros) crean personajes que tienen en común un mismo desenfado dinámico acompañado de una eficacia ejemplar. El «nuevo» héroe no se toma en serio, desdramatiza lo real y se caracteriza por una actitud maliciosamente relajada frente a los acontecimientos. La adversidad es atenuada sin cesar por el humor cool y emprendedor del nuevo héroe mientras que la violencia y el peligro le rodean por todas partes. A imagen y semejanza de nuestro tiempo, el héroe es eficaz aunque no se implique emocionalmente en sus acciones. De ahora en adelante nadie entrará aquí si se toma en serio, nadie es seductor si no es simpático. (…)

Correlativamente el Yo se convierte en el blanco privilegiado del humor, objeto de burla y de autodepreciación, como explicitan las películas de Woody Alien. El personaje cómico ya no recurre a lo burlesco (B. Keaton, Ch. Chaplin, los hermanos Marx), su comicidad no procede ni de la inadaptación ni de la subversión de las lógicas, proviene de la propia reflexión, de la hiperconciencia narcisista, libidinal y corporal. El personaje burlesco es inconsciente de la imagen que ofrece al otro, hace reír a pesar suyo, sin observarse, sin verse actuar, lo cómico son las situaciones absurdas que engendra, los gags que desencadena según un mecanismo irremediable. Por el contrario, con el humor narcisista, Woody Allen hace reír, sin cesar en ningún momento de analizarse, disecando su propio ridículo, presentando a sí mismo y al espectador el espejo de su Yo devaluado. El Ego, la conciencia de uno mismo, es lo que se ha convertido en objeto de humor y ya no los vicios ajenos o las acciones descabelladas.

Paradójicamente con la sociedad humorística empieza verdaderamente la fase de liquidación de la risa: por primera vez funciona un dispositivo que consigue disolver progresivamente la propensión a reír. A pesar del código de los buenos modales y de la condena moral de la risa, los individuos de todas clases siempre han practicado la risa demostrativa, la risa loca, la explosión de alegría. En el siglo XIX, en las representaciones en el café-concierto, el público tenía la costumbre de dirigirse alegremente a los artistas, de reír estrepitosamente, lanzando comentarios y bromas en voz alta. Hace poco tiempo ese ambiente reinaba en algunas salas de cine populares: Fellini supo restituir ese clima rico de vida y de risas más o menos groseras en una de las escenas de su Roma. En los espectáculos de J. Pujol (el Pedómano), enfermeras debían evacuar a mujeres literalmente enfermas de risa; las farsas y vodeviles de Feydeau desencadenaban tales ataques de risa que los actores se veían obligados a convertir en mímica el final del espectáculo, tanta hilaridad desencadenaban. ¿Qué queda de todo eso hoy, cuando el «cachondeo» en las clases desaparece, cuando en la ciudad desaparecen los pregoneros, las bromas de los charlatanes y vendedores, cuando los cines multisalas ocupan el lugar de los cines de barrio, cuando los amplificadores de las discotecas no dejan hablar, en que la música ambiental da vida al discreto silencio de los restaurantes y supermercados? ¿Por qué nos fijamos tanto en los grandes ataques de hilaridad si no porque nos hemos deshabituado progresivamente a oír esos estallidos espontáneos tan frecuentes en tiempos pasados? A medida que la polución sonora invade la ciudad, la risa se apaga, el silencio invade el espacio humano, sólo los niños parecen a salvo, por algún tiempo aún, de esa sorprendente discreción. Constatémoslo: después de la risa festiva, ahora son las explosiones intempestivas de risa lo que está en vías de desaparición, hemos entrado en una fase de depauperación de la risa, que acompaña la llegada del neonarcisismo. Por el abandono generalizado de los valores sociales que produce, por su culto a la realización personal, la personalización posmoderna cierra al individuo sobre sí mismo, hace desertar no sólo la vida pública sino finalmente la esfera privada, abandonada como está a los trastornos proliferantes de la depresión y de las neurosis narcisistas; el proceso de personalización tiene por término el individuo zombiesco, ya cool y apático, ya vacío del sentimiento de existir. Cómo entonces no darse cuenta de que la indiferencia y la desmotivación de masa, el incremento del vacío existencial y la extinción progresiva de la risa son fenómenos paralelos: en todas partes aparece la misma desvitalización, la misma erradicación de las espontaneidades pulsionales, la misma neutralización de las emociones, la misma autoabsorción narcisista. Las instituciones se vacían de su carga emocional de la misma forma que la risa tiende a disminuir y a perder la dulzura. Mientras que nuestra sociedad privilegia los valores comunicacionales, el individuo, por su parte, ya no necesita manifestarse a través de la risa demostrativa que la sabiduría popular llama con razón «comunicativa». En la sociedad narcisista, el intercambio entre los seres renuncia a los signos ostensibles, se interioriza o se psicologiza; el reflujo de la risa no es más que una de las manifestaciones de la desocialización de las formas de la comunicación, del suave aislamiento posmoderno. Es algo muy distinto de una discreción civilizada lo que debemos reconocer en la atrofia contemporánea de la risa, es realmente la capacidad de reír lo que falla, de la misma manera que el hedonismo ha comportado una debilitación de la voluntad. La desposesión, la desubstancialización del individuo, lejos de estar circunscrita al trabajo, al poder, alcanza ahora su unidad, su voluntad, su hilaridad. Concentrado en sí mismo, el hombre posmoderno siente progresivamente la dificultad de «echarse» a reír, de salir de sí mismo, de sentir entusiasmo, de abandonarse al buen humor. La facultad de reír mengua, «una cierta sonrisa» sustituye a la risa incontenible: la «belle époque» acaba de empezar, la civilización prosigue su obra instalando una humanidad narcisista sin exuberancia, sin risa, pero sobresaturada de signos humorísticos. (pàgs. 137-147).


Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barna 1986

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