El cuento de las identidades.

 


"Identidad" es un término curioso: no hace mucho tiempo, su uso estaba trivialmente generalizado en un dominio vagamente jurídico (como cuando hablamos del "carnet de identidad") y, fuera de eso, subsistía con significados más concretos en ámbitos especializados, como las matemáticas, la psicología o la lingüística. Sin embargo, en unos pocos años, se ha convertido en un vocablo imprescindible en los debates públicos, se ha cargado de contenido político y se ha vuelto incluso decisivo en las confrontaciones electorales. Llegó a dar la impresión, en ciertos momentos álgidos, de que todas las explicaciones históricas que antes se producían en clave de lucha de clases se habían "traducido" al terreno de los "conflictos de identidades".

Así fue, en todo caso, como aprendimos a declinar este término en plural, a hablar de "identidades" y no ya de "identidad" (pues, obviamente, para que haya conflicto se necesitan al menos dos). En rigor, no puede decirse que la invención fuese nueva: las guerras entre confesiones religiosas que asolaron Europa desde el final de la Edad Media son un buen ejemplo de ello (o sea, del enfrentamiento entre identidades irreductibles), e incluso los planteamientos ideológicos del nacionalsocialismo en la década de 1930 se presentaban como una lucha entre la identidad aria y sus rivales. En nuestro tiempo, por supuesto, el trasfondo de la identidad es otro: no se apoya (al menos no decisiva o fundamentalmente) en raíces religiosas ni en datos biológicos, sino que se piensa como algo primordialmente cultural (un adjetivo éste que, como tantos otros en nuestros días, hay que manejar con pinzas). Incluso, para subrayar este hecho (es decir, la ausencia de raíces inextirpables o de fundamentos naturales), suele decirse que las identidades (la masculina y la femenina, la persa y la aragonesa, la literaria y la deportiva) son "construcciones sociales".
En un gran número de ocasiones, esta fórmula ("construcción social") se usa con una gran alegría conceptual, como si el descubrimiento de que tal o cual institución (la familia, la nación, el Estado, la escuela, la universidad, la empresa o la frutería) no está determinada por imperativos biológicos significase algo así como "bueno, entonces yo también puedo construirme una", o "igual que se ha construido, puede destruirse". Esta manera de razonar, que no es tan característica de la muchedumbre ignorante como de los cachorros criados en las escuelas de negocios (cuyo modelo intentan hoy imitar todas las instancias educativas), que suponen que la sociedad es como el juego del mecano, que se puede montar y desmontar, desmembrar y reconstruir a gusto del jugador y sin mayores consecuencias, olvida negligentemente que no es posible erigir nada como "construcción social" si no se da primero esa sociedad que gobierna y sostiene tales constructos, y que una sociedad no puede ser objeto de invención, por muy voluntariosos y esforzados que fueran sus inventores, aunque destruirla sea, comparativamente, bastante más sencillo (a veces basta simplemente con retirar una pieza para que todo el conjunto se venga abajo). Así, el descubrimiento, recientemente generalizado, de que además de nuestras vetustas y desgastadas actitudes "de clase" tenemos una "identidad cultural" subyacente, se ha vivido con desigual alborozo entre la población.

Aquellos que se encuentran conformes con su identidad cultural recién hallada empiezan a temer que —tratándose de una "construcción social"— alguien pueda venir a destruirla o a mermarla, y procuran defenderse con uñas y dientes de las amenazas —procedentes de otras identidades— que la acechan; aquellos que, por el contrario, no están conformes con su identidad cultural, celebran como una liberación el hecho de que puedan construirse otra más a su gusto. Y los hay —y no son los menos— que se apuntan a las dos tareas.

En este punto (o sea, con todo el mundo afanado en apuntalar su identidad o en edificarse una nueva), ha crecido expansivamente el negocio de todas aquellas cosas capaces de conferir identidad (es decir, aquellas cosas con las que uno puede identificarse), pues ya nadie concede crédito alguno a las cuatro bobadas que pone en su DNI o en su pasaporte, totalmente insuficientes para resumir la complejidad y hondura de una marca que quiera ser competitiva en el reñido mercado de las identidades (pues, en esto como en todo —ay, la supervivencia de las diferencias de clase—, los ricos juegan con ventaja: en lugar de tener que construirse esforzadamente una identidad, pueden comprársela ya armada y de las buenas si pagan su alto precio).

Aunque las banderas siguen siendo las reinas de este comercio (porque dan grandes resultados con una inversión muy pequeña), junto a ellas se alza, poderosa, la maquinaria decisiva para forjarse una identidad: el relato, pues nadie puede aspirar a una identidad competitiva si no se apoya en un relato consistente, seductor y verosímil, que legitime la marca y justifique su necesidad. Y que sea flexible y transversal: que, como un "sabor", un "tono" o un "halo", atraviese segmentos sociales presuntamente incompatibles y barrios aparentemente antagónicos, que pueda cambiar de referentes polémicos sobre la marcha y que tienda constantemente hacia la individualización: no son ya sólo los pueblos o los Estados quienes aspiran a la identidad, sino virtualmente cada uno de sus súbditos privados, pues basta que una identidad quede fijada o reconocida ("socialmente construida") para que surjan en su seno nuevas pautas de distinción que aspiran a constituir una —otra— identidad propia, y que otorgan al mecanismo un poder de supervivencia casi infinito.

Para que esto suceda es poco recomendable, claro está, que el relato sea verdadero o que aspire a serlo, pues ello dejaría al descubierto el eslabón más débil de la identidad y produciría en su alma una afrenta irreparable. Quizá por eso decía Theodor W. Adorno que vivimos en una época en la que ya nada verdadero puede ser inofensivo.

José Luis Pardo, Identidad y relato, Babelia. El País, 20/12/2014

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