Estat i pacificació de la vida social.



 
La línea de la evolución histórica es sabida: en pocos siglos, las sociedades de sangre regidas por el honor, la venganza, la crueldad han dejado paso progresivamente a sociedades profundamente controladas en que los actos de violencia interindividual no cesan de disminuir, en que el uso de la fuerza desprestigia al que lo hace, en que la crueldad y las brutalidades suscitan indignación y horror, en que el placer y la violencia se separan. Desde el siglo XVIII aproximadamente, Occidente es dirigido por un proceso de civilización o de suavización de las costumbres del que nosotros somos los herederos y continuadores: lo corrobora, desde ese siglo, la fuerte disminución de crímenes de sangre, homicidios, riñas, golpes y heridas; lo corrobora también la desaparición de la práctica del duelo y la decadencia del infanticidio que, todavía en el siglo XVI, era muy frecuente; lo corroboran por último, entre los siglos XVIII y XIX, la renuncia a la atrocidad de los suplicios corporales y, desde principios del XX, la disminución del número de penas de muerte y ejecuciones capitales.

La tesis de N. Elias (La Dynamique de l'Occident, Calmann-Levy, 1975, p. 195) sobre la humanización de las conductas es ya célebre: de sociedades en las que la belicosidad, la violencia hacia el otro se desplegaban libremente, se ha pasado a sociedades en que las impulsiones agresivas son rechazadas, refrenadas por ser incompatibles, por una parte, con la «diferenciación» cada vez más acentuada de las funciones sociales, y por otra, con la monopolización de la sujeción física por el Estado moderno. Cuando no existe ningún monopolio militar y policial y cuando, en consecuencia, la inseguridad es constante, la violencia individual, la agresividad es una necesidad vital. En cambio, a medida que se desarrolla la división de las funciones sociales y a medida que, bajo la acción de los órganos centrales que monopolizan la fuerza física, se instituye una amplia seguridad cotidiana, el empleo de la violencia individual resulta excepcional, al no ser «ni necesaria, ni útil, ni tan solo posible». La impulsividad extrema y desenfrenada de los hombres, correlativa de las sociedades que precedieron al Absolutismo, ha sido substituida por una regulación de los comportamientos, un «autocontrol» del individuo, en una palabra, por el proceso de civilización que acompaña la pacificación del territorio realizada por el estado moderno.(pàgs. 189-190)



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Gilles Lipovetsky, La era del vacío, Anagrama, Barna 1986

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