Història de la felicitat humana.
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by María Titos |
Somos mucho más poderosos que nuestros antepasados, pero ¿somos
más felices? Los historiadores no suelen detenerse a meditar sobre esa
cuestión, pero, en último término, ¿no trata de eso la historia? Nuestra
comprensión y nuestra valoración de, digamos, la expansión mundial de
la religión monoteísta depende de si creemos que elevó o rebajó los
niveles globales de felicidad. Y, si la expansión del monoteísmo no
hubiera tenido un impacto perceptible en la felicidad global, ¿qué
supondría eso?
Con el ascenso del individualismo y el declive de
las ideologías colectivistas, es posible que la felicidad se esté
convirtiendo en el valor supremo. Con el enorme crecimiento de la
producción humana, la felicidad también está adquiriendo una importancia
económica sin precedentes. Las economías de consumo se centran cada vez
más en aportar felicidad en vez de subsistencia o incluso prosperidad, y
un coro de voces pide la sustitución del Producto Interior Bruto por
medidas que incluyan estadísticas de felicidad como criterio económico
básico. La política parece seguir esa corriente. El derecho tradicional a
la “búsqueda de la felicidad” se transforma de forma imperceptible en
un derecho a la felicidad, y eso significa que garantizar la felicidad
de los ciudadanos se convierte en un deber del gobierno. En 2007 la
Comisión Europea lanzó “Más allá del pib” para evaluar si era factible
utilizar un índice de bienestar que sustituyera o completara el pib.
Iniciativas similares se han desarrollado en numerosos países, de
Tailandia a Canadá, de Israel a Brasil.
La mayoría de los
gobiernos se centran todavía en alcanzar el crecimiento económico, pero
cuando se les pregunta por las bondades del crecimiento, incluso los
capitalistas más intransigentes se remiten, casi de forma invariable, a
la felicidad. Imaginemos que arrinconáramos a David Cameron y le
preguntásemos por qué le importa tanto el crecimiento económico. “Bueno
–podría responder–, el crecimiento es esencial para dar a la gente
niveles de vida más elevados, mejor atención médica, casas más grandes,
coches más rápidos, helados más sabrosos.” Y, podríamos insistir, ¿por
qué es tan bueno que los niveles de vida sean más elevados? “¿No está
claro? –podría responder Cameron–. Hace feliz a la gente.”
En aras
de la discusión, imaginemos que pudiéramos probar de manera científica
que unos niveles de vida más elevados no se traducen en una mayor
felicidad. “Pero, David –diríamos–, mira estos estudios históricos,
psicológicos y biológicos. Demuestran, fuera de toda duda razonable, que
tener casas más grandes, helados más sabrosos e incluso mejores
medicinas no incrementa la felicidad humana.” “¿En serio? –respondería–.
¿Por qué nadie me lo había dicho? En ese caso, olvida mis planes de
impulsar el crecimiento económico. Voy a dejarlo todo y entrar en una
comuna hippie.”
Este escenario resulta bastante improbable, y no
solo porque de momento apenas tenemos estudios a largo plazo de la
historia de la felicidad. Los investigadores han estudiado la historia
de prácticamente todo –la política, la economía, las enfermedades, la
sexualidad, la comida–, pero pocas veces se han preguntado cómo influyen
esos elementos en la felicidad humana. A lo largo del último decenio,
he escrito una historia de la humanidad, rastreando la transformación de
nuestra especie desde un insignificante simio africano al amo del
planeta. No fue fácil entender qué convirtió al Homo sapiens en
un asesino ecológico en serie, por qué los hombres han dominado a las
mujeres en la mayor parte de las sociedades humanas, o por qué el
capitalismo se ha convertido en la religión de más éxito que haya
existido. No fue fácil afrontar esas preguntas porque los estudiosos han
ofrecido muchas respuestas distintas y contradictorias. En cambio, a la
hora de evaluar el aspecto básico –si miles de años de inventos y
descubrimientos nos han hecho más felices–, resultaba sorprendente ver
que los estudiosos han rechazado incluso plantearse la pregunta. Esta es
la mayor laguna en nuestra comprensión de la historia.
Aunque
pocos eruditos han estudiado la historia a largo plazo de la felicidad,
casi todo el mundo tiene cierta idea. Una preconcepción habitual –que a
menudo se denomina “la idea whig de la historia”– ve la
historia como el triunfal avance del progreso. Cada milenio ha
presenciado nuevos descubrimientos: la agricultura, la rueda, la
escritura, la imprenta, el motor de vapor, los antibióticos. En general,
los humanos utilizan nuevos poderes para aliviar sus miserias y cumplir
sus aspiraciones. De ahí se colige que el crecimiento exponencial del
poder humano debe haber producido un crecimiento exponencial de la
felicidad. Las personas que viven en la modernidad son más felices que
la gente que vivía en la Edad Media y la gente que vivía en la Edad
Media era más feliz que la que vivió en la Edad de Piedra.
Pero
esa visión de progreso es muy controvertida. Aunque pocos discutirían el
hecho de que el poder humano ha crecido desde el alba de la historia,
la correlación entre poder y felicidad resulta mucho menos clara. La
llegada de la agricultura, por ejemplo, aumentó el poder colectivo de la
humanidad en varios órdenes de magnitud. Pero no mejoró necesariamente
el destino del individuo. Durante millones de años, los cuerpos y las
mentes humanos se habían adaptado a correr tras las gacelas, a subir a
los árboles para coger manzanas y a oler aquí y allá en busca de setas.
La vida del campesino, en cambio, incluía largas horas de duro trabajo
agrícola: arar, arrancar malas hierbas, cosechar y llevar cubos de agua
desde el río. Ese estilo de vida perjudicaba la espalda, las rodillas y
las articulaciones de los individuos y entumecía su mente.
A
cambio de todo este duro trabajo, los campesinos tenían una dieta peor
que los cazadores-recolectores y padecían más la malnutrición y el
hambre. Sus atestados asentamientos se convirtieron en hervideros de
enfermedades infecciosas, la mayoría de las cuales tenían su origen en
los animales domesticados de las granjas. La agricultura también abrió
camino a la estratificación social, la explotación y posiblemente el
patriarcado. Desde el punto de vista de la felicidad individual, la
“revolución agrícola” fue, en palabras de Jared Diamond, “el peor error
en la historia de la raza humana”.
El caso de la revolución
agrícola no es una sola aberración, sin embargo. El avance del progreso
desde las primeras ciudades-Estado de los sumerios hasta los imperios de
Asiria y Babilonia se vio acompañado por el deterioro constante del
estatus social y la libertad económica de las mujeres. Pese a todos sus
maravillosos descubrimientos e inventos, el Renacimiento europeo
benefició a pocas personas aparte de las élites masculinas. La expansión
de los imperios europeos impulsó el intercambio de tecnologías, ideas y
productos, pero eso no fue una noticia demasiado buena para millones de
nativos americanos, africanos y aborígenes australianos.
No hace falta elaborar mucho más la observación. Los estudiosos han destruido la visión whig de
la historia de una manera tan completa que la única pregunta que sigue
en pie es: ¿por qué hay tanta gente que continúa creyendo en ella?
Hay
una preconcepción común pero totalmente opuesta, que podríamos llamar
“la idea romántica de la historia”. Esta defiende que existe una
correlación inversa entre el poder y la felicidad. A medida que la
humanidad ganaba más poder, creó un mundo frío y mecanicista, que está
mal preparado para nuestras necesidades reales.
Los románticos
nunca se cansan de encontrar el lado oscuro de todo descubrimiento. La
escritura permitió impuestos extorsionadores. La imprenta engendró la
propaganda de masas y el lavado de cerebro. Los ordenadores nos
convierten en zombis. La crítica más dura se reserva para la ominosa
trinidad de industrialización, capitalismo y consumismo. Esos tres
tormentos han alienado a la gente de sus entornos naturales, de sus
comunidades humanas e incluso de sus actividades diarias. El empleado de
una fábrica no es más que una pieza del engranaje, un esclavo de los
requisitos de las máquinas y los intereses del dinero. Aunque la clase
media disfrute de mejores condiciones laborales y de muchas comodidades
materiales, paga un alto precio en desintegración social y vacío
espiritual. Desde una perspectiva romántica, las vidas de los campesinos
medievales eran preferibles a las de los trabajadores de las fábricas y
las oficinas de la modernidad, y las vidas de los recolectores de la
Edad de Piedra eran las mejores de todas.
Pero la insistencia romántica en ver el lado oscuro de toda novedad es tan dogmática como la creencia whig en
el progreso. Por ejemplo, a lo largo de los dos últimos siglos la
medicina moderna ha hecho retroceder al ejército de enfermedades que
acosaban a la humanidad, desde la tuberculosis hasta el sarampión,
pasando por el cólera y la difteria. La esperanza media de vida se ha
disparado y la mortalidad infantil global ha caído desde el 33% a menos
del 5%. ¿Puede alguien dudar de que esto supone una gran contribución a
la felicidad, no solo de los niños que podrían haber muerto sino también
de sus padres, hermanos y amigos?
Una visión más matizada
coincide con los románticos en que, hasta la era moderna, no había una
clara correlación entre el poder y la felicidad. Los campesinos
medievales bien podían haber sido más desdichados que sus antepasados
cazadores-recolectores. Pero los románticos se equivocan al juzgar tan
ásperamente la modernidad. En los últimos siglos no solo hemos obtenido
inmensos poderes, sino que, de manera más determinante, nuevas
ideologías humanistas han colocado finalmente nuestro poder colectivo al
servicio de la felicidad individual. A pesar de algunas catástrofes,
como el Holocausto y el tráfico de esclavos en el Atlántico (dice esta
versión), al final hemos doblado la esquina y hemos comenzado a aumentar
la felicidad global de manera sistemática. Los triunfos de la medicina
moderna son solo un ejemplo. La lista de logros sin precedentes incluye
el declive de las guerras internacionales, la caída dramática de la
violencia doméstica y la eliminación de las hambrunas masivas. (Véase Los ángeles que llevamos dentro, de Steven Pinker.)
Sin embargo, eso también es una simplificación exagerada. Solo podemos felicitarnos por los logros del moderno Homo sapiens si
ignoramos por completo el destino de otros animales. Buena parte de la
riqueza que protege a los humanos de la enfermedad y la hambruna se
acumuló a costa de monos de laboratorio, vacas lecheras y pollos en
cintas transportadoras. Decenas de miles de millones de ellos han sido
sometidos en los últimos dos siglos a un régimen de explotación
industrial, cuya crueldad carece de precedentes en los anales del
planeta Tierra.
En segundo lugar, el marco temporal del que
estamos hablando es extremadamente corto. Aunque nos centremos
únicamente en el destino de los seres humanos, es difícil argumentar que
la vida de un minero del carbón en Gales o de un agricultor chino de
1800 era mejor que la de un recolector medio de hace veinte mil años. La
mayoría de las personas solo empezó a disfrutar de las ventajas de la
medicina moderna después de 1850. Las hambrunas masivas y las grandes
guerras continuaron atormentando a buena parte de la humanidad hasta
mediados del siglo XX.
Aunque los últimos decenios hayan sido en términos relativos una edad
dorada para la humanidad en el mundo desarrollado, es demasiado pronto
para saber si eso representa un cambio fundamental en las corrientes de
la historia o una efímera oleada de buena suerte: sencillamente,
cincuenta años no es un periodo lo bastante largo como para basar en él
amplias generalizaciones.
De hecho, la edad dorada contemporánea
podría haber sembrado las semillas de una catástrofe futura. A lo largo
de los últimos decenios, hemos perturbado el equilibrio ecológico de
nuestro planeta de muchas maneras distintas, y nadie sabe cuáles serán
las consecuencias. Podemos estar destruyendo las bases de la prosperidad
humana en una orgía de consumo temerario.
Aunque solo pensemos en
los ciudadanos de las sociedades prósperas de la actualidad, los
románticos podrían señalar que nuestra comodidad y seguridad tienen un
precio. El Homo sapiens evolucionó como animal social, y
nuestro bienestar se ve normalmente influido por la calidad de nuestras
relaciones más que por nuestros servicios en casa, el tamaño de nuestra
cuenta bancaria o incluso nuestra salud. Desafortunadamente, la inmensa
mejoría en las condiciones materiales que los occidentales prósperos han
disfrutado en el último siglo ha venido acompañada por el colapso de la
mayoría de las comunidades íntimas.
Las personas que habitan el
mundo desarrollado confían en el Estado y el mercado para casi todo lo
que necesitan: comida, refugio, educación, salud, seguridad. Por tanto,
se ha vuelto posible sobrevivir sin tener familias extensas o amigos de
verdad. Una persona que viva en un rascacielos de Londres está rodeada
de miles de personas dondequiera que vaya, pero quizá nunca ha entrado
en el piso de su vecino y puede que sepa muy poco de sus compañeros de
trabajo. Tal vez sus amigos solo sean compañeros del bar. Muchas
amistades actuales entrañan poco más que hablar y pasarlo bien juntos.
Nos encontramos con un amigo en un bar, lo llamamos por teléfono o le
mandamos un correo electrónico, para descargar nuestra ira por lo que
pasó en la oficina o compartir nuestras ideas sobre el último escándalo
de la monarquía. Pero ¿hasta qué punto puedes conocer a una persona solo
a partir de conversaciones?
Frente a esos compañeros de bar, los
amigos de la Edad de Piedra dependían unos de otros para su mera
supervivencia. Los seres humanos vivían en comunidades estrechamente
unidas y los amigos eran gente con la que salías a cazar mamuts.
Sobrevivías junto a ellos largos viajes e inviernos difíciles. Os
cuidabais unos a otros cuando enfermabais y compartías con ellos los
últimos trozos de comida en épocas de escasez. Esos amigos se conocían
de forma más íntima que la mayoría de las parejas actuales. Sustituir
esas precarias redes tribales por la seguridad de las economías y los
Estados modernos tiene, obviamente, ventajas enormes. Pero es probable
que la calidad y la profundidad de las relaciones íntimas hayan sufrido
consecuencias.
Además de relaciones más superficiales, las
personas contemporáneas también padecen un mundo sensorial mucho más
pobre. Los antiguos recolectores vivían en el momento presente y eran
agudamente conscientes de cada sonido, sabor y olor. Su supervivencia
dependía de ello. Escuchaban el menor movimiento en la hierba para
descubrir si ahí se podía estar ocultando una serpiente. Observaban de
manera meticulosa el follaje de los árboles para descubrir frutos y
nidos de pájaros. Olisqueaban el viento en busca de peligros que se
acercaban. Se movían realizando el mínimo esfuerzo y ruido posibles, y
sabían cómo sentarse, caminar y correr de la manera más ágil y
eficiente. Un uso constante y variado de sus cuerpos les dio una
destreza física que los humanos actuales no alcanzan tras años de yoga o
tai chi.
Hoy podemos ir a un supermercado y elegir mil platos
diferentes. Pero, sea lo que sea que elijamos, podemos comerlo deprisa
delante del televisor, sin prestar verdadera atención a sus sabores.
Podemos ir de vacaciones a mil lugares asombrosos. Pero, dondequiera que
vayamos, es posible que jugueteemos con nuestro teléfono móvil, en vez
de contemplar el sitio. Tenemos más opciones que nunca, pero ¿de qué
sirven esas opciones, si hemos perdido la capacidad de prestar una
verdadera atención?
Aunque no aceptemos la imagen de la riqueza
del Pleistoceno sustituida por la pobreza moderna, está claro que el
inmenso ascenso del poder humano no tiene una equivalencia en la
felicidad humana. Somos mil veces más poderosos que nuestros antepasados
cazadores-recolectores, pero ni el whig más entusiasta puede
creer que seamos mil veces más felices. Si le contásemos a nuestra
tatarabuela cómo vivimos, con vacunas, analgésicos, agua corriente y
neveras llenas, probablemente uniría las manos con un gesto de asombro y
diría: “¡Estás viviendo en el paraíso! Seguro que cada mañana te
levantas con una canción y te pasas el día caminando bajo el sol, lleno
de gratitud y de una amorosa amabilidad hacia todos.” Pues no. Comparado
con lo que soñaba la mayoría de la gente, quizá vivamos en el paraíso.
Pero, por alguna razón, no nos parece que lo hagamos.
Una
explicación es la que han aportado los científicos sociales, que han
descubierto hace poco una vieja verdad: nuestra felicidad depende menos
de las condiciones objetivas que de nuestras propias expectativas. Las
expectativas, sin embargo, tienden a adaptarse a las condiciones. Cuando
las cosas mejoran, las expectativas suben, y por tanto incluso mejoras
dramáticas en las condiciones nos dejan tan insatisfechos como antes. En
su búsqueda de la felicidad, la gente está atrapada en la proverbial
“cinta para correr hedónica” y corre cada vez más deprisa sin llegar a
ningún sitio.
Si no lo cree, pregúntele a Hosni Mubarak. El
egipcio medio tenía muchas menos posibilidades de morir a causa del
hambre, la enfermedad o la violencia bajo Mubarak que bajo ningún
régimen previo en la historia egipcia. Con toda probabilidad, el régimen
de Mubarak también era menos corrupto. Sin embargo, en 2011 los
egipcios salieron a la calle llenos de ira para derrocar a Mubarak.
Porque tenían expectativas mucho más elevadas que sus antepasados.
De
hecho, si la felicidad se ve profundamente influida por las
expectativas, uno de los pilares centrales del mundo moderno, los medios
de masas, parece casi diseñado para evitar aumentos significativos de
los niveles de la felicidad global. Un hombre que viviera en un pueblo
pequeño hace cinco mil años se medía frente a los otros cincuenta
hombres del pueblo. En comparación, estaba bastante bien. Hoy, un hombre
que viva en un pueblo pequeño se compara con estrellas de cine y
modelos, que ve cada día en pantallas y anuncios gigantes. Nuestro
pueblerino moderno tiene menos posibilidades de estar satisfecho con su
aspecto.
Los biólogos evolutivos ofrecen una explicación
complementaria para la cinta hedónica. Afirman que ni nuestras
expectativas ni nuestra felicidad están determinadas por factores
políticos, sociales o culturales, sino más bien por nuestro sistema
bioquímico. Nadie alcanza la felicidad, argumentan, por obtener un
ascenso o ganar la lotería, ni siquiera por encontrar el amor verdadero.
Lo que hace feliz a la gente es solo una cosa: sensaciones agradables
en el cuerpo. Una persona que acaba de ser ascendida y salta de alegría
no está reaccionando a la buena noticia. Está reaccionando a varias
hormonas que circulan por su flujo sanguíneo y a la tormenta de señales
eléctricas que parpadean en distintas partes de su cuerpo.
La mala
noticia es que las sensaciones agradables desaparecen con rapidez. Si
el año pasado me ascendieron, quizá siga en el nuevo puesto, pero la
sensación agradable que tuve desapareció hace mucho. Si quiero seguir
percibiendo esas sensaciones, necesito otro ascenso. Y otro. Todo esto
se debe a la evolución. La evolución no tiene un interés por la
felicidad en sí: solo le interesan la supervivencia y la reproducción, y
utiliza la felicidad y la miseria como meros aguijones. La evolución
garantiza que, hagamos lo que hagamos, seguiremos insatisfechos, siempre
intentaremos conseguir más. La felicidad es por tanto un sistema
homeostático. Al igual que nuestro sistema bioquímico mantiene nuestra
temperatura corporal y nuestros niveles de azúcar dentro de unos límites
estrechos, también evita que nuestros niveles de felicidad se alcen por
encima de ciertos umbrales.
Si en realidad la felicidad está
determinada por nuestro sistema bioquímico, un crecimiento económico
adicional, reformas sociales y revoluciones políticas no harán de
nuestro mundo un lugar mucho más feliz. La única forma de subir
dramáticamente los niveles globales de felicidad son las drogas
psiquiátricas, la ingeniería genética y otras manipulaciones directas de
nuestra infraestructura bioquímica. En Un mundo feliz, Aldous
Huxley imaginó un mundo en el que la felicidad era el valor supremo,
donde la población tomaba constantemente la droga soma, que hacía feliz a
la gente sin dañar su productividad y eficiencia. La droga forma una de
las bases del Estado Mundial, que nunca se ve amenazado por guerras,
revoluciones o huelgas, porque todo el mundo está totalmente satisfecho
con sus condiciones presentes. Huxley presentaba ese mundo como una
distopía aterradora. En la actualidad, cada vez más científicos,
diseñadores de políticas y gente corriente lo adopta como objetivo.
Hay
quien piensa que la felicidad no es tan importante y que es un error
definir la satisfacción individual como el objetivo de la sociedad
humana. Otros están de acuerdo en que la felicidad es el bien supremo,
pero piensan que la felicidad no se limita a las sensaciones agradables.
Hace miles de años los monjes budistas alcanzaron la sorprendente
conclusión de que perseguir sensaciones agradables es de hecho la raíz
del sufrimiento, y que la felicidad se encuentra en la dirección
opuesta. Si hace cinco minutos yo me sentía alegre o en calma, esa
sensación ya ha desaparecido, y puedo sentirme enfadado o aburrido. Si
identifico la felicidad con las sensaciones agradables, y deseo vivirlas
cada vez más, no tengo otra elección que perseguirlas constantemente y,
aunque las obtenga, desaparecen de inmediato y tengo que empezar otra
vez. Esa búsqueda no conduce a ningún logro duradero. Al contrario:
cuanto más ansío esas sensaciones agradables, más estresado e
insatisfecho me encuentro. Sin embargo, si aprendo a ver mis sensaciones
tal como son –vibraciones efímeras carentes de significado–, pierdo
interés en perseguirlas y puedo estar satisfecho con lo que experimente.
¿Qué sentido tiene correr tras algo que desaparece tan deprisa como
surge? Para el budismo, por tanto, la felicidad no son las sensaciones
agradables, sino más bien la sabiduría, la serenidad y la libertad que
vienen de comprender nuestra auténtica naturaleza.
Sea verdadero o
falso, el impacto práctico de esas visiones alternativas es mínimo.
Para el gigante capitalista, la felicidad es el placer. Punto. Con cada
año que pasa, nuestra tolerancia hacia las sensaciones desagradables
disminuye, mientras que nuestras ansias de sensaciones agradables
aumentan. Tanto la investigación científica como la actividad económica
están enfocadas a ese fin, y cada año producen mejores analgésicos,
nuevos sabores de helado, colchones más cómodos y juegos más adictivos
para nuestros teléfonos móviles, para que no tengamos ni un solo momento
de aburrimiento mientras esperamos el autobús.
Todo eso no es
suficiente, por supuesto. La evolución no ha hecho que los humanos estén
adaptados a experimentar un placer constante, y por tanto el helado y
los teléfonos móviles no sirven. Si, a pesar de todo, eso es lo que la
humanidad quiere, habrá que reestructurar nuestros cuerpos y nuestras
mentes. Estamos trabajando en eso.
Yuval Noah Yarari, ¿Éramos más felices en la Edad de Piedra?, Letras Libres, dciembre 2014
___________________
Traducción de Daniel Gascón.
Aparecido originalmente en The Guardian.
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