La ciència és una manera de pensar (Carl Sagan).


Carl Sagan advertía a menudo acerca de lo que denominaba “mezcla explosiva” en que vivimos: nuestra sociedad, nuestro mundo, es cada vez más dependiente de la ciencia y la tecnología, y a pesar de ello la mayoría de las personas apenas sabe nada de estos temas.

Claro que no todos están de acuerdo con esta idea. Recuerdo que hace años, comentando con unos amigos el libro El mundo y sus demonios, alguien intentó refutar a Sagan con un argumento en apariencia muy contundente: el del coche. Según decía, todos dependemos en mayor o menor medida del coche para desplazarnos, pero para ello no hace falta que sepamos cómo funciona; para eso están los ingenieros que lo diseñaron o los mecánicos que lo reparan. Y del mismo modo, decía, no es preciso que todos sepamos de ciencia, porque para eso tenemos a los científicos. Un argumento con el cual demostró dos cosas: que no había leído el libro (que, en mi opinión, es una de las obras que toda persona medianamente culta debería conocer) y que Carl Sagan tenía razón: con estos planteamientos estamos perdidos.

Contaba una vieja historia que el alcalde de un pueblo de las Alpujarras se negaba a reparar el tejado de la escuela diciendo que era innecesaria, que los niños no tenían necesidad ninguna de saber “que Don Miguel de Cervantes descubrió las Américas”, y que “para coger un mancaje basta y sobra con tener fuerzas para ello”. Y es cierto, como también es cierto el símil del coche o, ya puestos, que normalmente no necesitemos saber la distancia que nos separa de la Nebulosa de Orión, la secuencia exacta de especies antecesoras del Homo sapiens, o que c*** es eso del espín. Claro que tampoco es que sea un conocimiento que estorbe, y de hecho es tan atractivo que muchos nos pirramos por esas cosas. Pero es que no se trata de eso: al igual que la cultura, en general, no es un simple cúmulo de datos, la cultura científica tampoco consiste en coleccionar datos científicos.

Vamos a irnos al otro lado, el de la pseudociencia y las creencias irracionales. Aunque no existen datos oficiales, se calcula que el negocio del tarot, la astrología, la adivinación y otras “mancias” mueve en nuestro país al menos 3.000 millones de euros anuales, y hasta cuenta con un epígrafe propio en el Impuesto de Actividades Económicas (el 881). La homeopatía, por su parte, aunque lejos de las disparatadas cifras que dan sus propagandistas, cuenta con un número creciente de usuarios, impulsados en parte por el tratamiento acrítico (y a veces francamente apologético) que le dan muchos medios de comunicación, y en parte por su promoción desde muchas farmacias, que anteponen el margen de beneficio que les proporciona la venta de los “remedios” (muy superior al de los medicamentos) al servicio a los pacientes y usuarios. Los ministros de nuestro gobierno compiten entre sí para ver quién condecora o se encomienda a más vírgenes y santos, mientras otros grupos políticos parecen convencidos de que ser de izquierdas implica oponerse al uso de los organismos genéticamente modificados y acoger con simpatía cualquier chorrada “new age”.

Frente a esta situación también se pueden oponer datos: explicar que no se puede adivinar el futuro, que la única influencia de las estrellas sobre nuestra forma de ser es que de pequeñitos todos soñamos con ser astronautas, que los análisis demuestran que la homeopatía es solo agua y azúcar y los metaanálisis corroboran que tiene la misma efectividad que eso, el agua y el azúcar, que rezar a un santo tiene el mismo efecto práctico que rezar al monstruo de las galletas, que los OGM han demostrado ser seguros y más productivos que otras técnicas… Pero, de nuevo no es eso. O sí, es eso, pero no solo eso.

Carl Sagan decía también que “la ciencia es más que un conjunto de conocimientos: es una manera de pensar“. Y esa es precisamente la clave: lo importante no es que mi amigo sepa cómo funciona realmente su coche o crea que lo impulsan dos docenas de pitufos encadenados al chasis; lo fundamental es que esté dispuesto a analizar esa creencia, a comprobarla y en la medida de lo posible a confirmarla o bien a aceptar su refutación. Que sepa que nos podemos equivocar, que nos pueden engañar, que nosotros nos las apañamos estupendamente para engañarnos a nosotros mismos, pero que sepa también que existen mecanismos y modos de pensar que nos permiten luchar contra esos errores y engaños, y que empleándolos nos haremos una idea mucho más correcta de lo que nos rodea y de nosotros mismos.

La ciencia se caracteriza precisamente por eso, por buscar un enfoque riguroso y escéptico, que intente evitar los sesgos y conocer la realidad con la mayor precisión posible. Y la cultura científica sirve ante todo para impregnarse de ese modo de ver las cosas, esa curiosidad disciplinada, que es precisamente lo que necesita una sociedad que depende de la ciencia y la tecnología, del conocimiento y su aplicación práctica.

Así que la cultura científica no es solo saber que la Nebulosa de Orión se encuentra a unos 1.270 años luz de distancia; es también preocuparse por comprender cómo se ha llegado a determinar esa cifra, qué margen de error tiene o cómo de fiable es. Y también es, claro, maravillarse al contemplarla con un telescopio y recordar al verla que somos polvo de estrellas. O, en fin, darse cuenta de que incluso un dato tan aparentemente desconectado con nuestro día a día tiene una enorme importancia, porque lo que nos hace humanos es precisamente nuestro afán por conocer ese dato, o saber cuáles fueron nuestros ancestros en la cadena evolutiva o… bueno, o intentar comprender qué es eso del espín.

Porque solo con datos no acabaremos con las ideas irracionales y con los vendedores de humo; hay datos más que de sobra para desacreditar a los tarotistas, señalar con el dedo a los homeópatas o darse cuenta de que un ministro condecorando a un santo está haciendo el ridículo. Pero sin cultura científica esos datos no calarán, igual que aquel alcalde de las Alpujarras tenía sobre la mesa los informes que alertaban del mal estado del tejado de la escuela y no les hizo caso.

Y sí, como se pueden imaginar, el tejado acabó hundiéndose y matando al maestro y los catorce niños que estaban en clase. Nosotros no somos ese alcalde, pero nuestras opiniones, nuestras decisiones y nuestros votos también cuentan. Y el tejado de nuestra sociedad es esa ciencia y tecnología de las que hablaba Sagan; vamos a intentar difundir la cultura y el pensamiento científicos, porque si no también acabará viniéndose abajo.

Fernando Frías, Cultura Científica, Cuaderno de Cultura Científica, 19/12/2014

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