Arxius.
La Boîte-en-valise |
El término castellano “archivo” procede etimológicamente del griego “arjé”,
que significa “origen”, “principio”, “fundamento”, todo ello revestido
de un prestigio que se corrobora en otros derivados de nuestra lengua,
como “arconte”, “arquetipo” o “arqueólogo”, por citar a vuelapluma solo
tres que conciernen al poder, a la psicología profunda o a la
investigación de las antigüedades. Otro derivado, que he dejado a
propósito aparte, es el de “arcaico”, que denomina peyorativamente algo
de un pasado, ya en desuso, por primitivo y rudo, y, por tanto,
inabordable. Algo de esto último se colige en el actual uso forense de
“archivar” una causa judicial, que implica cerrar un caso, bien por
haber sido zanjado o por considerarse irresoluble. Nos encontramos, así,
pues, con que el término “archivo” históricamente se ha desprestigiado,
ya que ha perdido el aura de lo venerable para convertirse en una
cuestión banal por su simpleza o su refractaria complejidad.
En ese cajón de sorpresas que es el arte, el archivo ha cobrado
excepcionalmente una inesperada actualidad. Véase al respecto la obra de
Marcel Duchamp (1887-1968) titulada La Boîte-en-valise
(1935-1941), una especie de museo portátil en forma de maleta de viaje,
en la que el rompedor artista francés embutía el memorial de su obra
efímera, que no consistía tanto en los objetos por él fabricados, como
en un manual de instrucciones de su uso. Ni que decir tiene que, como
casi todas las iniciativas de este mago de la prestidigitalización, este
proyecto innovador se transformó después en una fórmula, que ha llevado
a no pocos artistas a hacer de sus ocurrencias y vicisitudes una
colección de sus huellas ideológicas. Pero si los artistas ahora se
archivan a sí mismos, es lógico que los museos de arte contemporáneos
hayan seguido la misma senda, pretendiendo ser una colección documental
de su forma de coleccionar, en la que las obras de arte exhibidas apenas
si merecen el calificativo de meros epifenómenos. Basta con echar hoy
una ojeada a los museos de este tipo para comprobarlo, porque no es que
rodeen las obras de múltiples cartelas de explicaciones didácticas, sino
que las vitrinas documentales se superponen a ellas o simplemente las
sustituyen, reduciendo con ello su valor a lo que tienen de información,
lo que constituye una brutal reducción de naturaleza física y
simbólica.
Desde este punto de vista, esta moda
archivística del arte actual no nos deja de producir el malestar de lo
ambivalente, porque si, por una parte, rescata, en principio, la
memoria, por otra parte, la banaliza hasta el descrédito. En cierta
manera, siguiendo la senda forense antes citada de archivar lo
incómodamente irresoluble, parece como si ahora quisiéramos despojar del
pasado todo lo que tenía de fundamental y volcar nuestra atención en el
circunstancial presente y en el conjetural futuro. En este sentido, la
manía archivística actual se me asemeja a la empresa imperialista de
filtrar la realidad hasta acomodarla a los canales comerciales de su
digitalización, caiga lo que caiga en el proceso. Más aún: empeñada esta
empresa en buscar el usufructo de un consumo masivo, no teme en borrar
cualquier rasgo de singularidad o excelencia. Antes, por el contrario,
el problema no es cómo legar lo mejor de entre lo actual, sino en trivializarlo, como, por ejemplo, ocurre con los tan celebrados selfies,
en los que nuestra cara sonriente se estampa o sobrepone a cualquier
venerable monumento, mostrando que lo importante no es ellos mismos o su
efecto sobre nosotros, sino nuestra insignificante presencia
circunstancial. Afirmaba Ortega que “el hombre era él y sus
circunstancias”, pero, al parecer, nosotros estamos teledirigidos a
convertir nuestro yo en algo patéticamente circunstancial, en una
estampilla de tres al cuarto. Quizás sea ésta nuestra única manera de
concebir la inmortalidad.
Francisco Calvo Serraller, Circunstancial, Babelia. El País, 20/12/2014
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