La moral freda i el progrés moral.
El último libro de Steven Pinker (Los ángeles que llevamos dentro. El declive de la violencia y sus implicaciones) puede considerarse una descomunal,
elefantiásica nota a pie de página a otro libro suyo anterior, La tabla rasa, y más en concreto a uno de los mitos que allí quedan desacreditados: el del buen salvaje1.
Creo que todos hemos oído o leído alguna vez que nuestros antepasados
estaban sumidos en el atraso tecnológico y morían devastados por
enfermedades que la medicina moderna es capaz de curar o prevenir con
facilidad, pero que, a cambio de esto, estaban bendecidos por la paz
social, nacían y morían en comunidades pequeñas y concordes, alejados de
atracos, atentados terroristas, genocidios, guerras mundiales, amenazas
nucleares y otras muchas formas de violencia que acosan a los
integrantes de las sociedades modernas y «civilizadas». Quién sabe, tal
vez, todo considerado, habría valido la pena vivir en ese «pequeño mundo
antiguo», por emplear el título de la novela de Antonio Fogazzaro.
Por el contrario, Pinker se dispone a convencernos de que en ese mundo
antiguo no sólo la esperanza de vida era más corta y no había trenes de
alta velocidad, ni Internet, ni aire acondicionado, ni donuts, sino que,
para colmo de males, la probabilidad de perecer de muerte violenta era
considerablemente más alta (entre cuatro y diez veces más alta) que en
nuestros días, sobre todo en las sociedades sin Estado, esas supuestas
anarquías felices (pp. 85-96). Desde el comienzo de su exposición,
Pinker muestra sus cartas: «en la actualidad quizás estemos viviendo en
la época más pacífica de la existencia de nuestra especie» (p. 19).
Todos los índices de violencia (homicidios, torturas, esclavitud,
aplicaciones de la pena capital, frecuencia de las guerras, genocidios,
terrorismo, racismo, sexismo, maltrato animal) muestran un declive
–irregular y lleno de caprichos en ocasiones– a lo largo del tiempo.
El relato de Pinker es épico, pero no porque ponga los ojos en blanco o
emplee un lenguaje inflamado y retumbante; al contrario, la narración
es sobria, está pespunteada con multitud de datos y estadísticas, pero
posee el brío estilístico suficiente para mantenerte alerta durante sus
más de mil páginas. Es épico por la magnitud del empeño y por la
diversidad de herramientas intelectuales que el autor pone en juego,
moviéndose con autoridad y soltura desde la filosofía moral y política
hasta la estadística, pasando por la historia, la biología, la
psicología y la economía, sin dejar de hacer gala en todo momento de una
erudición tan amplia que raya en lo inverosímil.
Sadismo como adicción
No es sólo que hubiera más violencia en tiempos pasados, sino que la
gente era más insensible al valor de la vida humana. En la página 191 se
nos muestra una serie de elocuentísimos grabados sobre algunas formas
de tortura en la Europa medieval y moderna: la sierra, la garra de gato,
el empalamiento, la cuna de Judas, la rueda o la hoguera. Pero el
detalle turbador es que todas estas muestras de crueldad no se llevaban a
cabo en los sótanos policiales de Estados despóticos, sino a la vista
del público, para regocijo y edificación de las masas, que a menudo
participaban con entusiasmo en estos aquelarres de violencia. «La
tortura –nos ilustra Pinker– solía ser una actividad participativa. A
una víctima aprisionada en el cepo le hacían cosquillas, la golpeaban,
la mutilaban, la apedreaban o la manchaban de barro y heces, lo que en
ocasiones provocaba asfixia» (p. 193).
Y no hay que pensar que éstas fueran expansiones obscenas reservadas al
populacho. Samuel Pepys fue, sin duda, una de las personas más amables y
sofisticadas del siglo XVII en Inglaterra, alguien que llevaba un
diario privado que se hizo famoso al ser publicado más de un siglo
después de su muerte. Pues bien, en la entrada correspondiente al 13 de
octubre de 1660, Pepys consigna lo siguiente: «A Charing Cross, a ver al
comandante general Harrison colgado, ahogado y descuartizado; mientras
estaba allí, él parecía todo lo alegre que puede estar un hombre en esa
situación. Lo abrieron, y enseñaron a la gente su cabeza y su corazón, y
hubo fuertes gritos de júbilo […]. Desde allí a la casa del Señor, y
luego llevé al capitán Cuttance y al señor Sheply a la Sun Tavern y les
invité a unas ostras» (p. 209).
.
Hoy nos parecería que alguien que reacciona con tal ecuanimidad ante
tan bárbaro espectáculo es que tiene encallecida la conciencia o es un
sádico, señal elocuente de lo remilgados que, sin advertirlo, nos hemos
vuelto en materia moral de entonces a esta parte. Ramiro Reig, en una
reciente biografía de Vicente Blasco Ibáñez, nos narra este episodio de
la vida del escritor valenciano, que resulta revelador de cosas que
sucedían en la España de la segunda mitad del siglo XIX: «Tal vez el
único hecho traumático de su infancia fue el que su padre lo llevara a
una ejecución pública. El horror a la pena de muerte le quedó grabado en
la pavorosa escena a la que tuvo que asistir siendo niño»2.
Por fortuna, los seres humanos y otros animales experimentamos, como el
joven Blasco Ibáñez, una aversión visceral ante el cuadro del dolor
ajeno. Las ratas son sensibles al sufrimiento de sus congéneres y
dejarán de pulsar una palanca que les proporciona comida si advierten
que esa misma pulsación ocasiona una descarga eléctrica a una rata
vecina. Con el mismo diseño experimental se comprobó que un grupo de
macacos era capaz de renunciar a la comida para no causar daño (en forma
de descarga eléctrica) a un compañero. Un miembro del grupo estuvo
cinco días sin comer y otro se privó de comida durante doce días con tal
de evitarse el espectáculo del tormento ajeno. Frans de Waal, que es
quien relata estos resultados, añade, no obstante, esta significativa
apostilla: «Un sacrificio semejante guarda relación con el estrecho
sistema social y la vinculación emocional existente entre los macacos,
como se evidencia en el hecho de que la inhibición para no dañar al otro
era más pronunciada entre individuos que se conocían entre sí que entre
desconocidos»3.
Por supuesto, en humanos están documentadas estas reacciones por debajo
del diafragma e incluso en condiciones ajenas al laboratorio. Pinker
nos recuerda el caso de unos reservistas alemanes que mataron a mansalva
a un contingente de unos mil ochocientos judíos el 13 de julio de 1942
en el pueblo de Józefów, en Polonia. Los reservistas del batallón alemán
no eran psicópatas asesinos, sino hombres normales, hombres grises, de
cierta edad y con familia; y a su frente estaba el comandante Wilhelm
Trapp, un sujeto humanitario, que incluso hizo a sus soldados la
extraordinaria oferta de que quien no se sintiera con ánimo de llevar a
cabo la tarea podía dar un paso al frente, romper filas y ser asignado a
otra misión. Unos doce hombres aprovecharon esta oferta y no hubo
represalia alguna contra ellos4. Los demás tuvieron que realizar la macabra faena. Para minimizar su aspecto gore,
el médico del batallón dio instrucciones a los soldados sobre cómo
tenían que disparar: debían tender a las víctimas en el suelo, boca
abajo, calar la bayoneta y emplearla como guía para apuntar a las
vértebras cervicales en la base del cuello y, a continuación, disparar.
No siempre salían las cosas según este guión. Un soldado alemán,
trastornado por el cruel trato dado a los judíos durante el desalojo del
pueblo, disparó a una de sus víctimas demasiado alto, y nos ha dejado
testimonio de lo que sucedió a continuación: «Toda la parte posterior
del cráneo de mi judío se arrancó y los sesos quedaron expuestos.
Algunos trozos del cráneo salieron disparados y fueron a parar a la cara
del sargento Steinmetz. Eso fue motivo para que, después de volver al
camión, me presentara ante el sargento primero para pedirle que me
eximiera. Me puse tan enfermo que no pude más, sencillamente. Entonces
el sargento primero me relevó»5.
Con el tiempo y la participación en más ejecuciones en masa, acabó por
producirse una habituación a la sensación de espanto por la que hubieron
de pasar los soldados del batallón en su bautismo de sangre en Józefów.
«Al haber matado ya en una ocasión –nos aclara Browning–, la segunda
vez los soldados no experimentaron una impresión tan traumática. Como
muchas otras cosas, matar era algo a lo que uno podía acostumbrarse»6.
Pero
no cabe duda de que el sadismo implica algo más que la atonía emocional
adquirida ante el sufrimiento de otro, y ese algo más es la tendencia
cada vez más irrefrenable, y quizá finalmente adictiva, a perpetrarlo
uno mismo en piel ajena. Pinker explica el sadismo (pp. 721-722) como
una forma de adicción a la que uno puede habituarse paulatinamente.
Recurre para ello a la veterana teoría del proceso oponente de Richard
Solomon7.
La cláusula central de esta teoría es que los cerebros de los mamíferos
están organizados para reaccionar de manera opuesta y compensatoria
ante cualquier desviación del estado de neutralidad emocional. Cuando
uno se inyecta heroína por primera vez, experimenta una euforia
instantánea (el proceso primario es de signo hedónico positivo) y el
desagradable síndrome de abstinencia (el proceso oponente) es leve.
Pero, si seguimos chutándonos, el placer que se obtiene en el proceso
primario va reduciéndose paulatinamente y a la vez aumenta el dolor de
la retirada de la droga, con lo que, al final, el drogadicto sigue
pinchándose más para huir del proceso oponente, cada vez más aversivo,
que para revivir los placeres de sus primeras experiencias, que habrán
menguado para entonces inexorablemente.
El sadismo puede convertirse en una adicción de manera parecida, sólo
que en sus primeros experimentos con el dolor ajeno, el aspirante a
sádico todavía encuentra alguna repugnancia ante lo que está a punto de
hacer, que se ve compensada en el proceso oponente con una euforia
moderada. Con la repetición habitual de la actividad sádica, el proceso
primario de compasión se amortigua y el proceso oponente acaba dominando
y dando su signo al balance neto de satisfacción. A esas alturas, el
sádico habrá alcanzado el gusto adquirido por el dolor ajeno, se habrá
convertido en adicto al mismo.
De ser cierta esta teoría, contendría dos mensajes: uno esperanzador y
otro preocupante. El esperanzador es que el sadismo puede atajarse en
sus conatos iniciales (cuando los niños juegan a achicharrar hormigas
con una lupa o a arrancar alas a los insectos); el recado preocupante es
que, una vez afianzado, resultará difícil de erradicar, por haberse
acostumbrado el sádico a sus malsanos placeres en aumento8.
En el París del siglo XVI, una de las diversiones más populares era la
quema de gatos: se los hacía descender lentamente hasta una hoguera; el
animal aullaba de dolor mientras era chamuscado, asado y, por fin,
carbonizado. Todo esto en medio de la refocilación general de la
concurrencia, entre la que no faltaban reyes y reinas (pp. 208-209).
¿Por qué no nos resulta evidente el progreso moral?
¿Cómo puede hablarse de progreso moral si, según Rudolf Rummel, 179
millones de personas murieron en el siglo XX a manos de sus gobiernos?
(p. 428). Y esto sólo por lo que hace a la violencia intraestatal,
porque si consideramos la violencia interestatal nos aparece enseguida
la Segunda Guerra Mundial que, con sus 55 millones de muertos, se sitúa a
la cabeza como el episodio más sangriento de la historia humana. ¿No
confirma todo esto que el siglo XX ha sido el peor de todos en cuanto a
exhibición de crueldad se refiere?
En términos absolutos, si nos limitamos a contar muertos, esto es
cierto, pero se trataría de un cálculo sesgado, pues estamos ignorando
la población mundial en cada momento. La Segunda Guerra Mundial ha sido
el suceso más destructivo de todos en términos absolutos, pero en ese
período había dos mil quinientos millones de personas en el planeta, 4,5
veces más que hacia el año 1600. Esto significa que los desastres
acaecidos en el siglo XVII, como la Guerra de los Treinta Años (siete
millones de víctimas entre 1618 y 1648), hay que multiplicarlos por 4,5
para alcanzar una perspectiva correcta acerca del peso proporcional de
cada una de las dos masacres. Matthew White es un experto que mantiene
una activa base de datos sobre las peores cosas que nos hemos hecho los
hombres unos a otros, recalibrando los datos sobre bajas humanas según
el número de personas que habitaban la Tierra en el momento en que se
produjo la masacre, y tomando como referencia la población mundial a
mediados del siglo XX. Corregida de este modo (con el dato de la
población mundial como telón de fondo), la lista de las veintiuna peores
atrocidades está encabezada por una recóndita guerra civil habida
durante la dinastía china Tang, en el siglo VIII, y que se estima causó
unos treinta y seis millones de muertos, una sexta parte de cuantos
pisaban el planeta por entonces. Después de tener en cuenta el
porcentaje de víctimas de un conflicto en relación con la población
global, la Segunda Guerra Mundial pasa del primero al noveno puesto en
esta lista negra (que puede consultarse en la p. 270). Por lo tanto, la
primera dificultad que tenemos para apreciar el declive de la violencia
es nuestra propensión a considerarla en términos absolutos (número de
muertos) y no en términos relativos o proporcionales (porcentaje de
víctimas sobre la población mundial)9.
.
Otro problema que tenemos para evaluar el impacto de la violencia a lo
largo de la historia es lo que Amos Tversky y Daniel Kahneman llaman el sesgo de la disponibilidad,
según el cual medimos subjetivamente la frecuencia con que ocurren los
hechos por la facilidad con que somos capaces de traerlos a nuestra
memoria. Esto hace que los sucesos próximos o muy aireados por los
medios de comunicación nos parezcan más habituales de lo que realmente
son y que, en cambio, infravaloremos la importancia de lo sucedido hace
mucho tiempo o todo aquello que recibe una cobertura informativa más
escuálida10.
El sesgo de disponibilidad nos lleva a sobreestimar la frecuencia de
los divorcios entre las estrellas de cine, o los casos de corrupción
entre los políticos, pues son el tipo de noticias que aparecen una y
otra vez en los medios de comunicación y en primera plana. Es evidente
que la Segunda Guerra Mundial ha recibido la atención de miles de
historiadores y ha consumido kilómetros de metraje en documentales y
películas, por lo que nos resulta fácil recordarla como un episodio
singularmente aciago. Comparado con esto, ¿quién sabía algo de esa
oscura rebelión en la China de los Tang ocurrida hace trece siglos? Yo
no, desde luego.
Por último, fuerza es reconocer que el progreso moral es quebradizo y
no puede darse por sentado. Por ejemplo, según el análisis estadístico
llevado a cabo por el físico Lewis Fry Richardson, las guerras empiezan y
acaban por azar, sin responder a patrones causales (pp. 283-284).
¿Quién podía vaticinar, tras la pacífica segunda mitad del siglo XIX,
que estallarían en el siglo XX dos conflagraciones a escala mundial
entre las grandes potencias europeas, con miles de millones de muertos a
sus espaldas (pp. 314 y 402)? La contingencia es importante en la
historia de la violencia. Pinker llega a afirmar, con un punto de
provocativa exageración, que la persona más decisiva en el decurso del
siglo XX tal vez sea Gavrilo Princip, un nacionalista serbio de
diecinueve años que asesinó al archiduque austro-húngaro Francisco
Fernando mientras cursaba una visita de Estado a Bosnia, precipitando
con ello la Primera Guerra Mundial, sin la cual habrían quedado
reducidas a la irrelevancia figuras como Lenin o Hitler, sin las cuales a
su vez serían incomprensibles las hecatombes acaecidas en las décadas
inmediatamente posteriores: los exterminios en masa de los comunistas,
la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto nazi (pp. 286-287).
No hay manera de descartar estadísticamente que matanzas de ese
calibre, o peores, puedan repetirse. Es absurdo pretenderlo y Pinker se
cuida en todo momento de posar de futurólogo. Al contrario, admite sin
rebozo que el futuro es impredecible y que, por más visos de no
violencia que él advierta en los últimos tiempos, todo esto puede
truncarse y tal vez por un acontecimiento en apariencia nimio (como el
asesinato perpetrado por Gavrilo Princip). Pequeñas causas pueden tener
efectos desproporcionados, y esto lo sabe el autor: «A veces –reconoce–
me hago la siguiente pregunta: “¿Cómo sabes que mañana no habrá una
guerra (un genocidio o una acción terrorista) que refute tu tesis?” Pero
la pregunta no capta la idea del libro. La cuestión no es si hemos
entrado en la era de Acuario, en la que hasta el último terrícola ha
sido pacificado para siempre, sino comprender que se han producido
considerables reducciones en los niveles de violencia, y que es
importante entenderlas […]. Si las circunstancias cambian radicalmente,
la violencia puede volver a aumentar» (pp. 478-479). Por decirlo en
términos bursátiles, tiempos de paz pasados no garantizan tiempos de paz
futuros.
Los cinco grandes remedios. 1: el Estado
El Estado ha sido el pacificador más sistemático de la convivencia
humana (p. 885). La mala fama que precede al Estado responde a que es el
que causa más muertes, en términos absolutos, a la población en que se
asienta; pero, si tenemos en cuenta el tamaño de las poblaciones, y
medimos la violencia estatal sobre el trasfondo de los contingentes
humanos multitudinarios que administran los Estados, resulta que las
sociedades con Estado son las más pacíficas en términos relativos. Dicho
de otra forma: si tomamos al azar un individuo, éste tendrá más
probabilidades de morir de forma violenta en una sociedad sin Estado que
en otra dotada de él.
Para entender las razones de por qué esto es así, Pinker recurre al
siempre servicial juego del Dilema del Prisionero (o, para ser más
exactos, a una variante de él, a la que llama «el Dilema del
Pacifista»). No explicaré el Dilema del Prisionero, pero sí un avatar
clásico del mismo, que es el pago de los impuestos. Cada uno de nosotros
tiene dos líneas de conducta abiertas: cooperar cumpliendo sus
obligaciones con el fisco o defraudar. Lo mejor para cada uno es que
todos los demás cooperen mientras uno se escabulle; pero si todos
piensan y hacen lo mismo, todos acaban peor por tratar cada uno de
quedar mejor: no habrá caudales públicos con que costear las
infraestructuras, los servicios de protección civil, muchos hospitales y
centros educativos, el alumbrado y alcantarillado de las ciudades, etc.
Esto es lo característico del Dilema del Prisionero: cuando cada
interviniente en él sigue su estrategia racionalmente dominante
(defraudar), todos acaban sumidos en un equilibrio inferior de desorden y
empobrecimiento. Pero, por otro lado, las iniciativas de cooperación
unilateral (pagar aunque los demás no paguen) carecen de atractivo, con
lo que pretender llegar por esa vía al óptimo social de la cooperación
compartida puede ser desechado sin error como una quimera.
Thomas Hobbes, mucho antes de que se supiera nada de teoría de juegos,
ya dio con una posible solución al dilema: crear una agencia externa al
juego, dotada de cuanto poder de coerción hiciera falta para disuadir a
los parásitos sociales de incumplir su parte. En el caso del pago de los
impuestos, esa agencia coercitiva es la Inspección de Hacienda; pero,
más en general, cuando se trata del mantenimiento del entero orden
social, el organismo que tiene en mente Hobbes para asegurar el
mantenimiento –si es preciso, por la fuerza– de la paz interna es el
Estado.
La solución hobbesiana no es, por desgracia, completa. Sí, es verdad,
al instituir el Estado ya hemos erigido un vigilante a tiempo completo
del orden social, pero, como preguntaba Juvenal, Quis custodiet ipsos custodes? ¿Quién vigila a nuestros vigilantes? ¿Quién nos protege de nuestros protectores? ¿Cómo nos guardamos de nuestros guardianes?11 Con
esta dificultad, que se le pasó por alto a Hobbes, tuvieron que luchar a
brazo partido los pensadores liberales posteriores. Locke, Montesquieu,
Kant, los Padres Fundadores de la república estadounidense y otros
acabaron convergiendo en que, para evitar que el Estado se desmandara y
se convirtiera en lo que ya había sido en muchas ocasiones, un Leviatán
destructor, había que maniatarlo con las instituciones de una democracia
liberal: que hubiera una Constitución en que quedara establecido con
nitidez que la soberanía (es decir, la propiedad del Estado)
correspondía a los ciudadanos y que los políticos eran sólo los
administradores temporales de esa propiedad; que por esa Constitución
los gobernantes estaban formalmente comprometidos a defender los
derechos e intereses de los ciudadanos, y así esquivar la tentación de
desarrollar intereses propios del estamento político para ponerse luego a
su servicio; que el poder del Estado debía ser troceado tanto en
vertical (legislativo, ejecutivo y judicial) como en horizontal
(central, regional y local), fomentando el control recíproco de las
partes; que los cargos públicos estuvieran sujetos a reelecciones
periódicas y pudiesen ser reemplazados por la oposición política sin
derramamiento de sangre, pues, después de todo, ellos sólo eran gestores
transitorios de la soberanía popular; y, muy importante, que existiera
un prensa libre y plural, y también organizaciones de la sociedad civil
en que voluntariamente pudieran encuadrarse los ciudadanos que desearan
comprobar de cerca que los poderes públicos cumplían su cometido y no se
extralimitaban en sus funciones.
Toda esta maraña de ingenios parciales ha tenido en muchas ocasiones un
éxito imposible de desdeñar (aunque sea imperfecto y nunca pueda darse
por definitivo), ha conseguido apersogar al Leviatán político, cortarle
las uñas y convertirlo en una fuerza pacificadora de primera magnitud,
sin tener que padecer sus peores contraindicaciones. Y esta pacificación
se ha conseguido no sólo de puertas adentro, sino también de puertas
afuera: «Las democracias nunca libran guerras entre sí», como nos
recuerda Pinker (p. 376).
Kant llamó la atención, en su opúsculo La paz perpetua12,
sobre otro ingrediente que contribuye a desactivar la agresividad entre
los pueblos, y es que sus Estados estén integrados en una misma
organización intergubernamental, una confederación de Estados (como la
Unión Europea). Esta organización supranacional no tiene por qué ser un
Estado mundial que tenga a los Estados nacionales como súbditos y a los
que someta ejerciendo un monopolio de la violencia legítima, al modo en
que lo hacen los Estados nacionales con sus ciudadanos. Kant desaconseja
este Estado internacional, y es prudente seguir su consejo, pues, entre
otras cosas, no se podría «salir» de él en el caso de que se desbocara;
no habría circunscripción política diferente en la que refugiarse
frente a las exacciones de un Leviatán planetario.
Los cinco grandes remedios. 2: el doux commerce
Pinker defiende que, no obstante los barquinazos y vacilaciones, se ha
producido un considerable progreso moral desde el siglo XVII hasta
nuestros días (pp. 194 y 845). Pero no aclara en ningún momento qué
entiende por moral ni qué tipo de moral es la que ha
progresado. Una definición operativa de «moral» podría ser ésta: las
calificaciones morales (bueno, malo y demás) recaen sobre conductas de
una persona que producen efectos externos (favorables o desfavorables)
sobre el bienestar de otra y que son llevadas a cabo por quien actúa con
algún grado de intencionalidad (véase, no obstante, la página 622).
En cuanto a los tipos de moral, distinguiré entre una moral innata (a
la que llamaré «moral cálida») y una moral culturalmente aprendida (la
«moral fría»). Para no inducir a equívocos, aclaro que esta distinción
está ausente del libro de Pinker, que se ocupa ante todo de los
progresos culturales en la moral, de las causas que los
precipitaron y de los momentos en que se produjeron. Lo cual no obsta
para que dedique también largas parrafadas a la empatía y al instinto
grupal, que, como veremos, son vástagos de la moral cálida y guardan una
relación conflictiva –que el propio Pinker subraya– con la moral fría
del respeto, que aprendemos por cauces culturales. Quede claro, pues,
que la dicotomía entre moral cálida y moral fría corre de mi cuenta, y
de ella me ocuparé a fondo en el apartado siguiente. La he introducido
porque, aparte del interés que pueda tener en sí misma, contribuye a
entender mejor algunas de las cosas que Pinker afirma en su texto, y
esto último es aquí lo que de verdad cuenta. De momento, en los párrafos
que vienen a continuación, me ocupo de la moral cálida innata y de las
circunstancias y mecanismos que, según Darwin y otros biólogos actuales,
promovieron su origen y consolidación13.
Charles Darwin consideraba, en El origen del hombre (1871),
que las facultades morales (cálidas) en los seres humanos se habían
desarrollado en un proceso de selección de grupo, es decir, en medio de
enfrentamientos intertribales: «Cuando dos tribus de hombres primitivos,
que viviesen en el mismo país, compitiesen entre sí, dado que en otras
cualidades hubiere paridad, la victoria estaría de parte de la compuesta
por individuos más valerosos, más simpáticos y fieles, dispuestos
siempre a avisarse mutuamente de los peligros y a defenderse y a
ayudarse […]. Una tribu dotada de las bellas cualidades antes indicadas
vencería a las otras y se difundiría […]. De este modo, las cualidades
morales y sociales avanzarían poco a poco y se difundirían por todo el
mundo»14 .
La selección de grupo, propuesta en un principio por el ornitólogo
británico Vero Wynne-Edwards en 1962, fue rápidamente rechazada como una
sensiblera defensa de que los organismos individuales podían actuar
movidos por el bien común, pero en tiempos recientes ha sido rescatada
del ostracismo por algunos primeros espadas de la biología
evolucionista, como David Sloan Wilson, Edward O. Wilson o Martin Nowak15.
Según los defensores de la selección de grupo (o, más en general, de la
selección multinivel), la selección natural no sólo se verificó entre
los componentes del grupo sino, asimismo, entre grupos enfrentados. Ésta
fue una fuerza que estimuló el altruismo dentro del grupo, que habría
tenido todas las de perder si la competencia por sobrevivir y
reproducirse hubiese surgido entre grupos aislados. Ésta es la razón que
lleva a Martin Nowak y a Roger Highfield a sostener «la paradójica
teoría de que gran parte de la virtud humana se forjó y se reforzó en el
crisol de la guerra»16.
Esto no impedía que aflorasen egoístas dentro del grupo, pero éste
creaba sus propios anticuerpos en forma de reciprocidad directa (si tú
me traicionas, te pagaré con la misma moneda en la siguiente ronda, con
lo que piénsatelo antes de defraudarme)17 y
de una vigilancia mutua permanente, en la que cada miembro patrullaba
la comunidad en busca de desaprensivos poco dispuestos a colaborar en la
defensa común, que, una vez identificados, eran sometidos a un «castigo
altruista» o al chismorreo acerca de su pésima disposición a cooperar
(reciprocidad indirecta)18.
En la selección multinivel, los grupos más cohesionados actuaban casi
como «individuos colectivos» (valga el oxímoron) en su contienda con
otros grupos. Se entendía, sin necesidad de mayores explicaciones, que,
en situaciones de conflicto con extraños, el individuo debía diluirse en
el grupo y postergar sus intereses particulares por mor de la
integridad física del grupo y del éxito frente a sus enemigos.
Sugiero
representar esta selección multinivel, al menos en sus rasgos
generales, y siguiendo la inspiración de Darwin, como un Dilema del
Prisionero anidado o estratificado (así podría llamársele), en el que
los individuos juegan frente a sus camaradas de grupo y, a la vez, como
parte de un individuo colectivo (un grupo sin fisuras internas) frente a
otros grupos. Los resultados del Dilema del Prisionero jugado entre
grupos espolean el altruismo en el interior de cada grupo. Los grupos
más tachonados de altruistas tienen las de ganar en la competencia
intergrupal, como ya notara Darwin. El mismo Pinker, poco amigo de la
selección de grupo, escribe no obstante: «Nuestra aptitud [biológica]
depende no sólo de la buena suerte, sino también de la suerte de la
comunidad» (p. 682). Y cita esta aguda reflexión del escritor William
Broyles sobre sus peripecias como soldado en Vietnam: «Pese a su imagen
de extrema derecha, la guerra es la única experiencia utópica que la
mayoría llegamos a tener. Las ventajas y las posesiones individuales no
cuentan nada: el grupo lo es todo. Lo que tienes lo compartes con tus
amigos» (pp. 471-472).
Así pues, en un Dilema del Prisionero anidado, los individuos que
juegan en el seno del grupo están, a un nivel más alto, jugando otro
Dilema del Prisionero entre grupos. Este Dilema del Prisionero de
segundo nivel (entre grupos) influye en el Dilema del Prisionero de
primer nivel (entre individuos del mismo grupo), por cuanto fomenta la
cooperación a esta escala individual: los grupos con miembros más
cooperativos triunfan sobre los agusanados por oportunistas sin
escrúpulos.
En el trato entre grupos, las opciones básicas son competir (emprender
la guerra) o cooperar (mantener la paz y hasta practicar el intercambio o
comercio). En la primera opción se trata de hacerse con los recursos
del rival; en la segunda, de dividir el trabajo entre los grupos, de
modo que los recursos vayan a parar a quien más provecho sepa sacarles,
para, a continuación, intercambiar los bienes y servicios producidos con
esos recursos. Los grupos que finalmente optaron por la solución
cooperativa del comercio y rechazaron la confrontación bélica quedaron
mejor situados en la carrera hacia la prosperidad económica e incluso la
preeminencia militar, pues la coordinación de sus economías facilitó en
muchos casos la constitución de unidades políticas de mayor alcance.
Desde otro punto de vista, la solución comercial (frente a la guerrera)
en la relación intercomunitaria relajó el abrazo del oso de la
colectividad sobre el individuo, lo relevó de buena parte de sus
lealtades al grupo y le permitió ocuparse de sus negocios privados. Esta
libertad de los modernos, dicho en el lenguaje de Benjamin
Constant, permitió dar sus primeros vagidos a un nuevo tipo de moral: la
moral fría del respeto. No parece casual que las grandes potencias
comerciales de los siglos XVII y XVIII, Holanda e Inglaterra (ese «país
de tenderos», como despectivamente lo motejaba el militarista Napoleón),
fueran también las naciones económicamente más florecientes y asimismo
aquellas en las que primero prendió con fuerza el individualismo liberal
y la revolución humanitaria.
Moral fría del respeto frente a moral cálida grupal
La actividad comercial es, por supuesto, antiquísima: hay indicios de
intercambio mercantil ya en el Paleolítico superior, hace entre treinta y
cinco mil y cuarenta mil años. Pero el comercio, como juego de suma
positiva, empieza a sustituir a la guerra (un juego de suma cero o
incluso de suma negativa) sólo mucho más tarde. El siglo XVIII es
relativamente pacífico, al menos entre 1713 y 1789: los grandes Estados
dejan de hacerse la guerra unos a otros y tratan de dilatar sus
dominios, pero ya no a través de la derrota del adversario, sino ganando
territorios para la expansión comercial. Digamos que, en el juego del
Dilema del Prisionero estratificado, se cambia la estrategia no
cooperativa de guerrear por la cooperativa de comerciar. «Los Estados
soberanos se convirtieron en potencias comerciales, que tendían a
favorecer la transacción de suma positiva por encima de la conquista de
suma cero», escribe Pinker (p. 323)19.
El comercio es una actividad que por lo general trasciende las
fronteras del grupo, con lo que adviene paulatinamente un cambio de
largo alcance: el desarrollo de normas para tratar de manera humanitaria
a los extraños, algo que no sólo no estaba considerado en la moral
cálida de los grupos, sino que era incluso contrario a ella. Como
aclaran lapidariamente Sober y Wilson: «La selección de grupo favorece
la amabilidad dentro del grupo y la antipatía entre grupos»20.
A pesar de ello, el comerciante era ese pacífico individuo extranjero
que resultaba admitido (por lo común al amparo de un anfitrión amigo) en
el ámbito de otra comunidad. En palabras de Friedrich Hayek,
«únicamente para un individuo –y no para el grupo al que pertenecía– era
posible la admisión pacífica a un territorio extraño y, de este modo,
la adquisición de un conocimiento que no estaba al alcance de sus
compañeros»21.
Al atravesar el umbral del grupo de pertenencia, los comerciantes
fueron seguramente los primeros en zafarse de la moral cálida tribal, y
también los primeros en desplegar un talante cosmopolita y desarraigado,
en el que las normas del respeto e inviolabilidad personal, así como
las del cumplimiento de los contratos, ocuparían un lugar creciente.
Algo nuevo empieza a suceder en materia moral. Ya no se trata de
favorecer a (y sacrificarse por) los conocidos, sino de no causar daño a
los desconocidos. Esta moral (emocionalmente más fría) del respeto a la
humanidad en cualquier otro (a su vida, a su dignidad y a su
hacienda) fue una innovación cultural que tuvo que ser aprendida con
esfuerzo, y todavía seguimos en este proceso de aprendizaje. El progreso
moral de que habla Pinker es un progreso en la moral fría, no en la
moral cálida, que sigue con nosotros prácticamente en los mismos
términos que en el Pleistoceno, y que ahora, en las sociedades atestadas
en que nos movemos, desplegamos en el círculo íntimo de los familiares,
amigos, colegas de trabajo o camaradas de armas. Pero, al lado de esta
moral atávica y ancestral, han ido evolucionando normas para el trato
cotidiano con la muchedumbre de desconocidos con que nos tropezamos a
diario al vivir en una civilización extensa y que pueblan fugazmente las
comisuras de nuestra atención. Es inútil esperar que tratemos a esta
turbamulta de extraños con la misma solicitud y desvelo con que nos
ocupamos de nuestros seres queridos. Lo que se espera de nosotros es
algo mucho más modesto: que nos abstengamos de ocasionarles daños
evitables.
La formulación positiva de la Regla de Oro («Haz a los demás lo que
quieras que a ti te hagan», o «Ama al prójimo como a ti mismo») a duras
penas llegamos a satisfacerla con nuestros prójimos más próximos, pero
es un afán perdido de antemano pretender extenderla a círculos de
relación más amplios. En cambio, nuestras facultades morales pueden
estirarse para dar cumplimiento a la Regla de Oro en su formulación
negativa: «No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti». No
les mates, robes o atropelles su dignidad, pues no deseas que ellos
hagan otro tanto contigo. A despecho de la similitud en su enunciación,
hay un abismo que bosteza entre las dos versiones de la Regla de Oro, la
positiva y la negativa. La versión positiva es mucho más exigente y su
alcance de aplicación, más restringido; la versión negativa, en cambio,
que es la base de la moral fría del respeto, puede tener un alcance
universal y presidir el trato con cualquier otro miembro de la
especie humana. Pinker, aunque no desarrolla esta distinción entre moral
cálida y moral fría, capta, no obstante, la médula del asunto cuando
escribe: «Para ser franco, yo no amo a mis vecinos, no hablemos ya de
mis enemigos. Así pues, es mejor el siguiente ideal: no mates a tus
vecinos ni a tus enemigos, aunque no les ames» (p. 771)22.
Un excurso: la moralización del asco
La definición de moral que he propuesto (considerar pasibles de elogio o
censura morales sólo aquellos actos llevados a cabo con premeditación
por una persona para ocasionar, respectivamente, beneficios o daños
evitables a otra) es vulnerable a ciertos contraejemplos propuestos por
el psicólogo Jonathan Haidt, y de los que Pinker se hace eco (p. 813).
Haidt nos cuenta la siguiente historia ficticia:
Julie y Mark son hermanos y están viajando juntos por Francia en unas vacaciones escolares de verano. Una noche se quedan solos en una tienda cerca de la playa y deciden que sería interesante y divertido probar a hacer el amor. Téngase en cuenta que sería una experiencia nueva para los dos. Julie está tomando ya píldoras anticonceptivas y Mark usa además un condón, para mayor seguridad. Se lo pasan bien haciendo el amor, pero deciden no repetir. Guardarán esa noche como un secreto especial, que los hará sentir incluso más próximos entre sí. ¿Qué piensas de todo esto? ¿Estuvo bien que hicieran el amor?23
Fijémonos en que no hay peligro de descendencia genéticamente averiada
por una relación sexual endogámica, puesto que ambos han usado, cada uno
por su cuenta, un sistema de control anticonceptivo, y es muy
improbable que ambos fallen a la vez. Tampoco parece que se hayan hecho
daño emocional, pues, de creer la historia, se sienten más unidos que
nunca después de tan singular experiencia. A pesar de todo lo cual, dice
Haidt, la mayor parte de la gente a la que propone el caso rechaza lo
ocurrido y, tras una búsqueda vana de buenos argumentos racionales en
que apoyar su rechazo, terminan por decir: «No sé, no puedo explicarlo;
sólo sé que está mal». Sencillamente repudian, con una aversión
visceral, una escena semejante entre hermanos. Hume habría compartido
con entusiasmo esta actitud; es lo que él decía: los sentimientos
morales prevalecen sobre las razones cuando se juzga una acción como
ésta. O, dicho en sus palabras, «La moralidad es, pues, más propiamente
sentida que juzgada»24.
Haidt utilizó otras historias inventadas, que incluían comerse a tu
mascota una vez que ésta había fallecido, limpiarte con una toalla que
tuviera los colores de la bandera nacional o masturbarte con un pollo
muerto. Se trataba de situaciones cuidadosamente escogidas, en las que
no se producía daño a ningún ser vivo (humano o no), no obstante lo cual
provocaron una reacción unánime de censura en los oyentes. Pero cuando
se les pidió que justificaran las razones de su rechazo, muchos
declararon encontrarse desbordados y perplejos, sorprendidos de su
propia incapacidad para justificar su actitud contraria a tales actos.
Se limitaban a decir cosas como «Está mal practicar la masturbación con
un pollo muerto». Esto no se discute, como tampoco que la reacción
experimentada estaba a caballo entre el asco y la repulsa moral25.
El
siguiente es un caso real de canibalismo mutuamente consentido entre
adultos en el que la reacción de repugnancia se sobrepone al juicio
moral y condiciona con mayor claridad aún el sentido de éste. El suceso
se produjo en Alemania en el año 2003. Armin Meiwes, un informático de
cuarenta y dos años, anunció por Internet su deseo de conocer a alguien
con la intención (explícitamente declarada por él en el anuncio) de
matarlo después y devorarlo. Por extraño que pueda parecernos, al
anuncio respondieron unos doscientos hombres. Meiwes efectuó varias
entrevistas cara a cara con algunos de ellos y al final escogió a uno
llamado Bernd Brandes. El encuentro se produjo en una granja propiedad
de Meiwes, los hombres conversaron durante un rato y al final Brandes
tomó varias pastillas para dormir mezcladas con media botella de Schnaps.
Meiwes, siguiendo con el plan convenido entre los dos, cortó el pene de
Brandes y lo frió en aceite de oliva. A continuación ambos hombres
intentaron comérselo, pero no lo consiguieron, visto lo cual Meiwes se
puso a leer una novela de Star Trek mientras Brandes tomaba un
baño de agua caliente a la vez que se desangraba. Pocas horas más tarde,
y siempre siguiendo lo pactado, Meiwes, tras darle un beso, mataba a
Brandes clavándole un cuchillo de cocina en el cuello; hecho lo cual, lo
cortó en pedacitos que guardó en el congelador. A lo largo de las
siguientes semanas, Meiwes fue descongelando trozos del cadáver de
Brandes y llegó a consumir unos veinte kilos de su cuerpo, cocinándolo
con aceite de oliva y acompañando las comidas con un vino tinto
sudafricano.
Un estudiante, que había seguido por la web los contactos de Meiwes con
distintos hombres y el trato que les ofrecía, alertó a las autoridades,
que detuvieron y procesaron a Meiwes. En el juicio fue condenado por
homicidio solicitado, pero la sentencia fue apelada y al final lo
declararon culpable de asesinato. Es verdad que el caso produce un
rechazo visceral profundo, pero no está claro qué es lo que hubo de
inmoral en cuanto sucedió entre esos dos adultos que libremente
consintieron en llevar a cabo esta ceremonia de canibalismo26.
Una pista la proporciona Haidt cuando comenta los experimentos, con
técnicas de neuroimagen, llevados a cabo por el psicólogo Alan Sanfey
(por entonces en Princeton) y sus colegas con sujetos experimentales a
los que se les dejaba observar situaciones que normalmente producen
repudio moral: «Una de las tres áreas que presentaban más diferencias
(cuando se comparaban las respuestas injustas frente a las justas) era
la ínsula frontal, un área de la corteza situada en la parte frontal
inferior del cerebro. A la ínsula frontal se la conoce por estar activa
en la mayoría de los casos de emoción negativa o desagradable,
particularmente en el enojo y el disgusto»27.
La ínsula es, asimismo, una región cerebral muy directamente
involucrada en las reacciones viscerales de asco. Los humanos con esta
zona dañada son incapaces de reconocer los gestos de asco de
otros y también se alimentan de forma indiscriminada deglutiendo todo
tipo de bazofias repulsivas. Que aparezca ahora vinculada con el
disgusto e indignación morales parece revelar una conexión
emocional estrecha entre las respuestas de asco y de abominación moral.
Parece haber, asimismo, una relación estrecha entre las sensaciones de
pureza y limpieza, por un lado, y el agrado moral, por otro; no por
nada, y para realzar la bondad de una persona, hablamos de su pureza de
corazón o de la limpieza de sus intenciones. Y cuando la conducta de
alguien nos ofende moralmente, mencionamos sus «sucias» motivaciones, o
decimos que «está podrido», o que lo que hace «es repugnante»28.
La revolución humanitaria de los siglos XVII y XVIII
La primera victoria importante de la moral fría del respeto se produce
entre los siglos XVII y XVIII en Europa y luego en Estados Unidos. Tal y
como Pinker lo pinta, la principal causa exógena de esta «revolución
humanitaria» fue la creciente popularidad de los libros impresos, tras
el invento de Gutenberg en 1452, y el consiguiente aumento de la
alfabetización (pp. 245 y 768-769). Especialmente influyentes fueron las
novelas y, en particular, las novelas epistolares, que permiten al
lector tener acceso directo a los interiores mentales de un narrador que
se expresa en primera persona. Nada como esto (piensa Pinker, quizás
aquí con más arbitrariedad de la deseable) para enseñar a la gente a
leer la mente de sus semejantes, aunque se trate de entes de ficción, y
compadecerse de sus desventuras. Las novelas de Samuel Richardson, Pamela o la virtud recompensada (1740) y Clarissa (1748), fueron tal vez los primeros best-sellers
de la historia de la literatura y adiestraron al público a salir de la
cápsula de su yo y a aprender el arte de la empatía y la preocupación
solidaria por sus semejantes (p. 247). Es cierto que Pinker distingue
(pp. 720-721) entre empatía y simpatía (o compasión). La empatía
consiste en saber leer la mente de otro, y algunos sádicos son temibles
expertos en tal cosa. La simpatía presupone la empatía, pero entraña
además la facilidad de sentir como propios (al menos en parte) los
estados de ánimo ajenos: alegrarse con la alegría del otro o deprimirse
con su aflicción. Tras establecer la distinción, Pinker se olvida de
ella y emplea el término «empatía» para referirse a ambas cosas. Yo haré
aquí lo mismo.
Una forma de entender el libro objeto de esta reseña es contemplarlo
como una teoría de la dinámica del cambio cultural aplicada al caso
concreto de la violencia. Aun con recaudos y titubeos, Pinker sugiere
que el progreso en la moral fría del respeto y del no daño sigue en
esencia este curso: se produce un avance tecnológico que incrementa el
capital social de un grupo humano, es decir, las herramientas de que
disponen sus miembros para encontrar complementariedades y engarces
entre los conocimientos y habilidades de sus componentes, para
transmitirse entre sí información y contagio de actitudes, para reducir
los costes de coordinación y cooperación entre ellos29.
En el caso de la revolución humanitaria, el avance tecnológico clave
fue la imprenta, que hizo posible que individuos que ocupaban posiciones
centrales en la red social (escritores, filósofos, juristas,
legisladores) expandieran sus ideas de trato más humanitario o de
control del Estado al resto de la población. En las situaciones más
afortunadas, estas ideas alcanzaron rango jurídico, dejaron de ser
simples ejercicios declamatorios y se convirtieron en derechos exigibles
ante los tribunales. Se han producido dos oleadas principales en la
defensa de los derechos humanos: una a finales del siglo XVIII, en la
Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776) y en la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789), en plena
Revolución Francesa. La otra oleada se produjo a mediados del siglo XX,
con la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948), completada
en décadas posteriores por otros documentos legales que protegían a
minorías étnicas, mujeres, niños y homosexuales.
Con el paso del tiempo estas ideas se transforman, como diría Ortega y
Gasset, en creencias: se filtran sigilosamente a los estratos
inconscientes de la conducta, transformándose allí en costumbre y ademán30.
Cuando tal cosa sucede, los comportamientos que hacía tan solo unas
décadas eran aceptados como normales son ahora rechazados como inhumanos
y aborrecibles. En esta mutación de las ideas en creencias tácitas,
estas últimas adquieren un vigor deontológico por el que las antiguas
prácticas son vistas como crueldades inaceptables, hasta llegar a
ostentar en algunos casos el rango de tabúes, cosas que quedan apartadas
incluso de la imaginación. Con lo que «de repente, de un plumazo, se
pone en práctica el cambio. Por ejemplo, el comercio de esclavos fue
abolido como consecuencia de la agitación moral que convenció a los
hombres que tenían poder de que debían aprobar leyes y respaldarlas con
armas y látigos. Las diversiones sangrientas, las ejecuciones públicas
en la horca, los castigos crueles y el encarcelamiento de deudores
fueron también suprimidos por leyes de los legisladores que habían
recibido la influencia de los agitadores morales y los debates públicos
por ellos suscitados» (p. 238). En otra de sus obras, el autor nos
recuerda que las creencias y normas de la moral fría del respeto tienen
una historia y van reemplazándose unas a otras: hasta 1978 se repudiaba
la fecundación in vitro, que hoy es bien aceptada. Antes eran
tenidos por inmorales el divorcio, los hijos ilegítimos, el trabajo de
la mujer fuera de casa, la homosexualidad, la masturbación, la sodomía,
el sexo oral o el ateísmo; hoy son admitidos como opciones personales
lícitas. Y a la inversa: se han pasado a calibrar moralmente conductas a
las que hasta hace poco se tenía por éticamente neutras. En sociedades
como la estadounidense y la europea, fumar en público se considera ya un
acto inmoral, cuando hasta hace poco era una cuestión de preferencias
autónomas. Los chistes sobre minorías étnicas, comer hígado de pato,
comprar abrigos de piel, la crianza de pollos en cautividad, la
violencia en la televisión, ciertos experimentos con animales de
laboratorio, contaminar la atmósfera, etc., son otros ejemplos de lo
mismo31. Muchas de estas repulsas morales se han convertido en prohibiciones legales y otras llevan el mismo camino.
Pinker considera dos posibles explicaciones genéricas y complementarias
del progreso en la moral fría registrado entre los siglos XVII y XVIII:
1) El proceso de civilización, del que habla Norbert Elias, el pulimiento paulatino que las costumbres, las tradiciones religiosas, las convenciones en materia sexual, las instituciones políticas o las estructuras familiares van ejerciendo sobre la madera torcida de que está hecha la condición humana32.
2) El racionalismo ilustrado, que sirve para introducir innovaciones en la cultura moral (del mismo modo que el proceso de civilización actúa cribándolas y seleccionándolas). La Ilustración impulsó hábitos de reflexión y lectura («la extensión de las luces»), y alentó la consideración de que las instituciones sociales y políticas podían ser racionalmente reconstruidas como resultados de un contrato social, a través del cual se instituyen poderes para poner a salvo al hombre de los peores ángeles que anidan en su interior (el egoísmo, la disposición a la revancha excesiva frente a los agravios, la ojeriza a los extraños, etc.); como también se levantan mediante ese pacto social pretiles y quitamiedos que pongan a resguardo a los ciudadanos de los peores ángeles que se albergan en el pecho de sus gobernantes, creando premeditadamente frenos a su poder: derechos individuales no pisoteables por ellos, división de poderes, elecciones periódicas, prensa libre, etc.
Por el racionalismo ilustrado se inyectan deliberadamente novedades en
las venas de la cultura moral; por el proceso de civilización, el
decurso del tiempo selecciona y asienta unas y descarta otras. Ambas
fuerzas complementarias del progreso en la moral fría se corresponden
aproximadamente, asegura Pinker, a dos concepciones rivales de la
naturaleza humana, que Thomas Sowell llamó la visión restringida y la visión no restringida33.
De acuerdo con la visión restringida, los hombres nacemos deficitarios
(«restringidos») en materia de conocimiento y virtud, y no es de esperar
que mejoremos grandemente en ninguno de estos terrenos. Sólo cabe
aspirar a una atemperación de nuestras carencias naturales por medio de
instituciones espontáneas (las costumbres, tradiciones y convenciones
antes mencionadas), que, en la medida en que hayan superado la prueba
del tiempo, podrán considerarse como cápsulas de «sabiduría sin
reflexión» (según la expresión acuñada por Edmund Burke). Pero sería una
muestra de arrogancia intelectualista por nuestra parte pretender crear
«hombres nuevos» o «sociedades utópicas».
Según la visión no restringida, la naturaleza y la sociedad humana son
maleables en gran medida por el ambiente y la educación, de modo que el
progreso moral y político exige de nuestra parte intervenciones
explícitas y conscientes orientadas a desprendernos de las inmundicias
acumuladas por la tradición (esclavitud, tortura, caza de brujas,
persecución de herejes, etc.) y sustituirlas en bloque por prácticas
morales racionales (basadas en los criterios de imparcialidad y
universalizabilidad) y por instituciones políticas orientadas
expresamente a la mejora de la condición humana por el gobierno y a la
creación de barreras contra los previsibles abusos de los gobernantes.
La visión restringida peca de ingenua por su confianza en el poder de
filtro del tiempo sobre las normas tradicionales; y la visión no
restringida peca de ingenua por su confianza en los poderes de la razón
humana para mejorar al hombre y sus términos de convivencia. Necesitamos
el concurso de ambas visiones, y la rectificación que una ejerce sobre
la otra, para entender la evolución moral (pp. 257-260)34.
Allí donde no se produce la difusión de innovaciones racionales, el
desarrollo de la moral fría se detiene. Pinker llega a decir (pp.
480-487) que la cultura islámica, a la vanguardia mundial durante buena
parte de la Edad Media, ha quedado rezagada en los progresos material,
político y moral por su renuencia a adoptar algunos avances de la
civilización occidental, como la ciencia, la filosofía moderna, los
instrumentos financieros del capitalismo y, sobre todo, la imprenta.
Debido a todo esto, el islam se perdió la revolución humanitaria de los
siglos XVII y XVIII, menudean todavía por aquellas latitudes las
autocracias y continúan practicándose sevicias degradantes: lapidar,
marcar con hierro, amputar lengua o manos y hasta crucificar. Más de
cien millones de niñas y muchachas musulmanas sufren cada año la
ablación del clítoris. Prevalece una puntillosa cultura del honor,
llevada por algunos grupos de exaltados (Al Qaeda, Hamás, Hezbolá) a la
prédica del exterminio genocida de los enemigos del islam: sionistas,
infieles, politeístas, etc. Y una parte considerable de este
primitivismo moral es consecuencia de la reluctancia secular a adoptar
un instrumento de capital social, la imprenta, basándose en el dogma de
que Dios se ha expresado a los musulmanes en árabe y es blasfemo
imprimir el Corán en otra lengua.
El instinto de grupalidad
Pero también en la civilización occidental brotaron movimientos
contrailustrados que, como el nacionalismo y el comunismo, explotaron el
lado oscuro de la moral cálida; en especial, la facilidad innata con
que se desencadena en el ser humano la urgencia de pertenecer a un
grupo, identificarse con él y disolverse en él. En 1954, Muzafer Sherif y
sus colaboradores de la Universidad de Oklahoma llevaron a cabo un
experimento con veintidós chicos blancos de once años y un cociente
intelectual superior a la media en el parque estatal de Robbers Cave,
una zona montañosa al sureste de Oklahoma. Los experimentadores
dividieron al azar a los muchachos en dos campamentos y les dejaron
elegir el nombre de su grupo: unos optaron por llamarse los «Serpientes
de cascabel» y los otros, los «Águilas». En un principio, ninguno de los
dos grupos conocía la ubicación del campamento del otro, pero, apenas
se localizaron entre sí, comenzaron las hostilidades entre ellos,
incluidas peleas a puñetazos y la quema de la bandera del grupo rival.
Poco después, Henri Tajfel, un judío polaco que perdió a todos sus
parientes y amigos en el Holocausto, llevó a cabo otros famosos
experimentos al efecto de mostrar que basta colocar etiquetas
arbitrarias a personas de dos grupos (como «sobrestimadores» y
«subestimadores», o admiradores de Paul Klee frente a seguidores de
Vasili Kandinski) para que se despierte la acometividad entre ellos35. El instinto de «grupalidad –como lo llamaba Tajfel– aparece en etapas tempranas de la vida y parece ser algo innato» (p. 683)36.
El nacionalismo sirve a grandes cucharadas la pócima del instinto de
grupalidad a sus feligreses. Pinker describe el nacionalismo como «el
resultado de la soldadura de tres elementos: el impulso irracional tras
el tribalismo; una concepción cognitiva de “grupo” como pueblo que
comparte lengua, territorio y antepasados, y el aparato político del
gobierno». El nacionalismo puede ganar púas y ferocidad cuando tiene
componentes narcisistas de reivindicación de una grandeza merecida, pero
cuya consecución ha quedado frustrada por las pérfidas maquinaciones de
un enemigo interno o externo, hacia el que se dirige el resentimiento
de los nacionalistas (pp. 684-685).
En condiciones normales, el instinto grupal se observa en comunidades
de radio reducido, pero un modo de amplificar esta sensación de
pertenencia a un grupo (y de no pertenencia a los demás) lo constituyen
las ideologías colectivistas, que proponen una «causa» o ideal colectivo
para uncir a él a contingentes muy numerosos de personas. Las Cruzadas,
las guerras de religión europeas, las guerras de la Francia
revolucionaria y napoleónica, el Holocausto o los genocidios de Stalin,
Mao y Pol Pot estaban basados en lo mismo: la proposición a las masas de
un bien común de valor infinito, que demandaba a esas masas sacrificios
también infinitos (incluida la libertad individual en los regímenes
totalitarios), y que convertía en infinitamente perversos e indeseables a
quienes no compartían «la causa» y, por tanto, en blancos justificados
de las peores atrocidades. Algunos de los más funestos episodios de
violencia y muerte masivas están sustentados en la succión, por parte de
un ideólogo colectivista encumbrado al poder, de una plétora de
voluntades individuales para apoyar un proyecto colectivo «ilusionante» y
enardecedor.
El poder de contagio social puede utilizarse tanto para esparcir y
asentar actitudes humanitarias y liberales como para incrustar,
asimismo, en un público amplio la convicción de que la violencia
colectiva está justificada para alcanzar metas utópicas. Recordemos el
papel esencial de la propaganda en los regímenes comunistas y nazi. La
psicología social, por otra parte, ha mostrado –a través de los
experimentos de Solomon Asch, Stanley Milgram o Philip Zimbardo– la
capacidad de un grupo o de sus dirigentes para conseguir la conformidad
de la conducta de cada uno de sus miembros respecto a objetivos o puntos
de vista compartidos, incluso aunque antes o en privado los
considerasen irracionales o aborrecibles. La parálisis de tantas
personas honradas y sensatas ante las tropelías cada vez más
intolerables de los capitostes nazis y comunistas, y el hecho de que
incluso llegaran a secundarlas, se debía no a que pensaran que eso era
una buena idea, sino a que estimaban que los demás creían que eso era
una buena idea (p. 732). Estos falsos consensos pueden convertirse con
facilidad en lo que en teoría de juegos se llama un «equilibrio
estable»: nadie tiene incentivos o coraje para apartarse unilateralmente
de él ni se animará a romper esa fementida unanimidad, a menos que un
número considerable de otras personas lo hagan a la par que él. Mientras
tanto, todos seguirán atrapados en una espiral de silencio y
conformidad cobardes.
Las ideologías colectivistas están especializadas en miniaturizar a los
individuos y sus planes de vida, y en exigir el sacrificio de unos y
otros a un magno plan colectivo enunciado por un líder carismático. Esta
facilidad con la que las ideologías colectivistas minusvaloran las
vidas de los individuos singulares y concretos ha demostrado con holgura
su potencial para fabricar violencia homicida a lo largo del siglo XX37.
Los cinco grandes remedios. 3: la feminización de la sociedad
La feminización de la sociedad también desempeña su parte en la
reducción de la violencia. El sexo masculino es el sexo agresivo, pues
son ellos quienes han de competir entre sí para encontrar y retener una
pareja sexual, mientras que las mujeres son dadas a esquivar los riesgos
que puedan poner en peligro la supervivencia de su prole. Las dispares
estrategias de que se valen unos y otras para alcanzar el éxito
reproductivo regulan su actitud psicológica hacia la violencia. La cada
vez mayor presencia pública de las mujeres (en el trabajo, en la vida
política) obra de antídoto contra las disposiciones comportamentales más
hirsutas de la masculinidad: pundonor, posesividad, búsqueda de la
gloria mundana, afán de dominio, rapacidad sexual, etc.
Apoyándose en Malcolm Potts, biólogo experto en asuntos de
reproducción, Pinker hace suyo el aserto de que el control de las
mujeres sobre su capacidad reproductora y sobre las consecuencias de la
misma puede ser uno de los métodos más eficaces para reducir la
violencia en las áreas más azotadas por ella en el mundo actual (p.
895). Los varones maximizan su éxito reproductivo (o su eficacia
biológica, por decirlo en términos más precisos) dejando simultáneamente
embarazadas al mayor número posible de mujeres; en cambio, la biología
reproductora de las mujeres ciñe a una cantidad mucho menor la cantidad
de hijos que pueden tener (entre treinta o cuarenta a lo sumo), cuya
supervivencia sigue dependiendo críticamente en muchos sitios de ganarse
la complicidad de un varón en el reparto de los costes de la crianza.
Las mujeres, a diferencia de lo que sucede con los hombres, están más
interesadas en la calidad de su descendencia que en su cantidad, de modo
que prácticas como la poliginia, la violación o el infanticidio atentan
contra sus intereses reproductores. Los primeros conatos de repudio de
la violación sólo se hacen patentes en Occidente en las leyes del siglo
XVIII, pero el viraje definitivo en las actitudes hacia ella en Estados
Unidos y Europa habría de esperar a la segunda oleada del feminismo en
la década de 1970, y se debe en buena medida a la publicación de un
superventas de la erudita Susan Brownmiller: Contra nuestra voluntad: hombres, mujeres y violación (1975).
El infanticidio –y en especial el infanticidio femenino selectivo–
sigue dándose profusamente hoy día, incluso en sociedades de rango
estatal, como China o India (p. 556), con el efecto neto de engrosar la
proporción de jóvenes camorristas en la colectividad, pues no hay que
olvidar que «el gran universal del estudio de la violencia es que la
mayor parte de la violencia la cometen hombres de edades comprendidas
entre quince y treinta años» (p. 156).
Los cinco grandes remedios. 4: el círculo en expansión de la empatía
El 1 de diciembre de 1955, una mujer negra, Rosa Parks, fue detenida en
Montgomery (Alabama, Estados Unidos) por desacatar las leyes de
segregación racial en los transportes públicos, que obligaban a los
negros a ceder sus asientos a los pasajeros blancos en la sección
reservada a éstos. En realidad, ella estaba sentada en una parte del
autobús situada detrás de la sección reservada a los blancos, por lo que
se negó a levantarse, y por esto fue detenida. Nadie podía sospecharlo
por entonces, pero este incidente desencadenó el Movimiento por los
Derechos Civiles y contra la segregación racial en Estados Unidos. Su
caso fue visto por el Tribunal Supremo de Estados Unidos, que declaró
inconstitucional la segregación racial en los transportes públicos.
Rosa Parks no fue en absoluto la primera persona encarcelada por no
ceder su asiento a un blanco en el autobús. En 1952, un policía disparó y
mató a un hombre negro por idéntico motivo y en la misma ciudad
(Montgomery); y pocos meses antes, en 1955, dos mujeres, Claudette
Colvin y Mary Louise Smith, fueron detenidas en incidentes separados por
parecida razón. ¿Qué tuvo, pues, de especial el incidente de Rosa
Parks? Pues que esta mujer estaba singularmente bien conectada: era
secretaria de la National Association for the Advancement of Colored
People (NAACP) de su zona, era miembro muy activa de la iglesia
metodista, durante los fines de semana trabajaba como voluntaria en un
centro de acogida o en un club de botánica, los miércoles por la noche
ayudaba a tejer mantas para el hospital del distrito, etc. Además, Rosa
Parks tenía amistades influyentes, como Edgar D. Nixon, antiguo
dirigente de la NAACP de Montgomery, quien, tras conocer su arresto, se
puso en contacto con un eminente abogado blanco, Clifford Durr, que
conocía personalmente a Rosa Parks porque había arreglado los trajes de
presentación en sociedad de sus tres hijas. Nixon y Durr pagaron la
fianza y la condujeron a su casa. Esa misma noche, Jo Ann Robinson,
presidenta de un grupo de maestros de escuela y amiga personal de Rosa,
convocó un mitin improvisado al que asistieron maestros y padres de
alumnos, en el que se sugirió un boicot a la línea de autobuses el lunes
siguiente. Un todavía desconocido Martin Luther King, por entonces con
veintiséis años y nuevo ministro de la Iglesia Baptista de la ciudad,
encabezó este boicot a los autobuses de Montgomery, que fue un éxito
completo. En pocas palabras, Rosa Parks era una conectora, con vínculos
fuertes de amistad y a la vez con nexos débiles con casi toda la
población de Montgomery, una persona muy conocida en la ciudad, un pilar
de la comunidad. Su posición estratégica hizo que todas las subredes
sociales de Montgomery se movilizaran en su favor, y que su caso acabara
teniendo trascendencia nacional. Los útiles de capital social
(teléfono, telégrafo, prensa) contribuyeron, qué duda cabe, a la
difusión de lo ocurrido a Rosa Parks, pero el estado de una red social y
la posición que una persona determinada ocupa en ella son también datos
cruciales para saber si el proceso de civilización va a consolidarse o
va a pasar de largo, para comprender si un incidente aislado va a acabar
en nada o va a ser la chispa que provoque un incendio, una reacción en
cascada, un episodio masivo de contagio social38.
¿Es la empatía la fuerza moral que ha puesto en marcha las revoluciones
por los derechos en la segunda mitad del siglo XX, y lo que ha hecho
que prestemos atención y apoyo solidario a los intereses y bienestar de
las minorías raciales, las mujeres, los niños, los gais e incluso los
animales? El filósofo moral Peter Singer ha defendido que la empatía y
su expansión en círculos de radio cada vez más amplios (la familia, el
clan, la tribu, la nación, la especie y todos los animales sintientes)
es la clave para entender el progreso moral39.
Pinker reconoce con largueza lo mucho que su libro debe al de Singer
(pp. 609-610). Pero a la vez no puede dejar de notar que la empatía
(entendida como simpatía o compasión por el bienestar o malestar ajenos)
es una criatura de la moral cálida y, como casi todo en este tipo de
moral, tiene su vertiente oscura e inquietante. La empatía se despierta
cuando entramos en conocimiento de una persona concreta (y puede
extenderse, eso sí, al grupo al que pertenece esa persona), por lo que
presenta un par de problemas para convertirse en la base sentimental de
una moral del respeto universal (a cualquier miembro de la especie
humana):
1. Puede entrar en colisión con la justicia, haciendo que favorezcamos a
una persona particular, por conocer su caso y circunstancias, y
antepongamos su bienestar al de otros que merecen igual o mayor
atención. Cuando tal cosa sucede, la empatía se convierte en agente
abrasivo de la imparcialidad. He aquí un ejemplo: «[Daniel] Batson
observó que cuando las personas se compadecían de Sheri, una niña de
diez años con una enfermedad grave, también apoyaban que para el
tratamiento médico se saltara a otros niños que llevaban más tiempo
esperando o que se hallaban en peor situación» (p. 769).
Los filósofos morales se han percatado de esta parcialidad de nuestros
sentimientos empáticos y la han ilustrado con historias ficticias pero
verosímiles. Vas conduciendo tranquila y felizmente tu descapotable
nuevo tapizado en cuero y, de repente, ves a una niña accidentada, con
una pierna cubierta de sangre, al borde de la carretera. La oyes gritar
pidiendo auxilio. Tienes un momento de titubeo. Si la metes en el coche y
la llevas al hospital más próximo, adiós a tu tapicería nueva. Calculas
mentalmente que te costará doscientos euros volverla a tener limpia.
Pero enseguida te das cuenta de que eso es una fruslería comparado con
la posibilidad de salvar una vida humana. Te reprochas a ti mismo la
vacilación momentánea que has tenido. Detienes el coche y auxilias a la
niña.
A los pocos días recibes una carta de UNICEF en que te piden una
donación de cincuenta euros para un país pobre del África subsahariana.
La donación será destinada a proporcionar sales de rehidratación oral a
unos veinticinco niños que sufren una grave diarrea deshidratante. Sin
estos cincuenta euros esos niños están condenados a morir por una causa
fácilmente evitable. Tú, como la mayoría de la gente, ignoras estas
peticiones provenientes de organizaciones encargadas de encauzar ayuda
humanitaria a los habitantes de países pobres del Tercer Mundo. Lo
curioso es que el día anterior tú has estado dispuesto a sacrificar
doscientos euros para salvar la pierna de una niña y ahora no parece que
tengas intención de donar sólo cincuenta euros para salvar a
veinticinco niños deshidratados. (O con cualquier tipo de afección
curable –desnutrición, sarampión, malaria, etc.–, enfermedades que
ocasionan más de diez millones de muertes infantiles al año.)
La explicación a esta conducta moralmente incongruente está en nuestro
pasado evolutivo. Hemos vivido durante miles de años (más del noventa
por ciento de la historia de nuestra especie) en grupos reducidos, donde
conocíamos a quienes tenían necesidad de nuestra ayuda y estábamos
dispuestos a aliviar los sufrimientos visibles de aquellos que teníamos
delante. Pero la evolución de nuestro cerebro no nos ha dotado de una
sensibilidad similar para socorrer a quien no vemos y está alejado
físicamente de nosotros40.
2. Tenemos un gradiente de empatía, que empieza con nuestra persona, se
extiende a nuestros familiares y amigos íntimos, a los compañeros de
trabajo y a los connacionales. Y en cada una de estas expansiones,
nuestra empatía pierde fuerza y sería por completo desaforado e
impertinente pretender que está a nuestro alcance repartir nuestra
capacidad de desvelo y asistencia de modo imparcial a cualquier
habitante del planeta. «Esperar que el gradiente de empatía humana –dice
Pinker– se aplane tanto que los desconocidos signifiquen para nosotros
tanto como la familia o los amigos es una utopía en el peor sentido de
la palabra “utopía” en el siglo XX, pues requeriría la anulación
inalcanzable y dudosamente deseable de la naturaleza humana» (p. 770).
La utopía comunista aspiraba a esta imposible dilatación de la empatía a
escala universal, a la reviviscencia de la moral cálida, presente en
las bandas de cazadores-recolectores (el «comunismo primitivo» del que
hablaba Marx), pero ahora en el marco de una sociedad populosa y
opulenta, que se deseaba presidida por un fraternal comunismo
poscapitalista, punto y final de la historia del progreso humano tanto
en sus aspectos morales como materiales. Craso error, que llevó al
derrumbadero a sociedades enteras y que hubieron de pagar durante
décadas millones de personas.
La empatía puede servir como cabeza de puente para extender nuestra
atención solidaria más allá del horizonte provinciano e insular de
nuestro círculo íntimo. Pero esta cabeza de puente es siempre volátil y
mudadiza, y lo que se requiere para establecer una moral universal
sólidamente instalada es el respeto hacia cualquier otro objetivado en
derechos respaldados por tribunales de justicia. Y para esto último hay
que montarse en la «escalera mecánica de la razón», una imagen que
Pinker toma prestada de Peter Singer41.
Los cinco grandes remedios. 5: la escalera mecánica de la razón
Pinker confiesa (pp. 624-625) no tener claro cuál fue la causa exógena
de la revolución por los derechos que floreció en la segunda mitad del
siglo XX, pero acaba inclinándose por las tecnologías que aumentaron la
movilidad de las personas y las ideas: trenes de alta velocidad, aviones
a reacción, televisión, teléfono, fax, Internet, etc. Todo un copioso
repertorio de instrumentos que permitió a las personas y a sus modos de
pensar circular con mayor rapidez por una red social cada vez más
densamente poblada e interconectada por herramientas de capital social.
Los individuos que ocupaban lugares centrales en esa red lo tuvieron más
fácil para hacer llegar sus mensajes a los rincones de la periferia,
dejando sentir por todas partes su influencia y poder de contagio. Y,
otra vez, lo que en principio fue rechazado por contrario a las
costumbres acabó reemplazando a esas costumbres y convirtiéndose en ese
paisaje moral de fondo que ya nadie advierte y todos dan por sentado42.
Éste
fue el «proceso de civilización», un proceso selectivo que decantó y
aposentó ciertas novedades racionales que, a modo de mutaciones, se
introdujeron en la cultura euroamericana. Se trató, en realidad, de una
cascada de mutaciones racionales que ofrecían una imagen cada vez más
abstracta de la condición humana. Cuando Pinker se refiere a «la
escalera mecánica de la razón», a lo que alude es a que las normas de la
moral fría del respeto se aplican a un sujeto racionalmente abstracto,
del que se han desincrustado todas sus cualidades concretas (sexo, color
de piel, orientación sexual o religiosa, pertenencia cultural, etc.),
de modo que quede como único dato relevante su pertenencia a la especie
humana. Y es ese dato desnudo de pertenencia a la especie lo que le hace
sujeto de derechos, pues, por supuesto, las normas de respeto no han de
quedar libradas a la benevolencia de las gentes, sino que deben contar
con un respaldo jurídico efectivo en el caso de ser violadas. Los
derechos reconocidos a las minorías raciales fueron después extendidos a
las mujeres, los niños, los homosexuales y, según algunos, deben
alcanzar también a los animales como criaturas sintientes. Una vez que
se inicia el proceso racional de abstracción, o eliminación de
singularidades, la tendencia de la razón es a, por su propio impulso,
dejar al hombre cada vez más descortezado, sin atributos, salvo el de su
pertenencia a la especie humana. O, incluso, según los defensores de
los derechos de los animales, el único rasgo decisivo que debe quedar
tras esta sistemática exfoliación es la capacidad de sentir dolor.
Es una propensión de los filósofos comunitaristas suponer que es
erróneo este despojamiento de concreciones que desemboca en ese irreal
hombre sin atributos por el que abogan los liberales. Pero es justo al
contrario: devolver al ser humano características concretas y asignarle
derechos en función de ellas significa incurrir en los viejos errores de
los «derechos diferenciados en función del grupo», trocear
jurídicamente a la humanidad por signos de pertenencia y etiquetas
debidas al azar e involuntariamente poseídas (la mayoría de ellas), y
hacernos retroceder a épocas preilustradas, en las que el etiquetado
social disparaba el instinto grupal y la animosidad entre comunidades43.
Pinker insiste (pp. 623 y 897-899) en la índole liberal de estas
revoluciones por los derechos. No se trata de reconocer derechos
diferenciados en función del grupo a los negros, las mujeres, los niños o
los homosexuales, sino más bien de ignorar todas estas singularidades
y, más allá de ellas, advertir que todas estas personas pertenecen al
«gran grupo», el de la especie humana. No es una carencia, como piensan
los filósofos comunitaristas o multiculturalistas, que el yo liberal sea
un yo desencarnado y abstracto, pues sólo un yo así puede ser sujeto de
derechos universales y recipiendario de una moral del respeto, igual
para todos. Las concreciones que singularizan a una persona (sus raíces
sociales y familiares, sus creencias religiosas, su nacionalidad o sus
gustos musicales) lo convierten en objeto de afecto especial por parte
de unos pocos (su círculo íntimo, sus seres queridos, quienes comparten
sus aficiones o su origen, etc.), y ésta es la base de una moral cálida
de diámetro siempre reducido, pero no de una moral ecuménica del
respeto, que es de lo que aquí se trata.
A pesar de alguna ocasional carencia o desliz (que me he permitido
señalar), que a nadie le quepa duda de que el texto de Pinker no sólo es
un libro grande, sino también un gran libro, un hercúleo esfuerzo –el
más convincente que conozco– por dotar de contenido a esa siempre un
tanto gaseosa y evanescente expresión: «progreso moral».
Juan Antonio Rivera, Una epopeya del prograso moral, Revista de Libros, 15 de abril - 15 de mayo de 2013
Juan Antonio Rivera es catedrático de Filosofía de IES. Es autor de El gobierno de la fortuna (Barcelona, Crítica, 2000), Lo que Sócrates diría a Woody Allen: cine y filosofía (Madrid, Espasa, 2003), Menos utopía y más libertad: la teoría política y sus aditivos (Barcelona, Tusquets, 2005) y Carta abierta de Woody Allen a Platón (Madrid, Espasa, 2006).
1. Steven Pinker, La tabla rasa. La negación moderna de la naturaleza humana, trad. de Roc Filella Escolà, Barcelona, Paidós, 2003. ↩
2. Ramiro Reig, Vicente Blasco Ibáñez. Una biografía, Valencia, Faximil Books, 2012 (libro digital Kindle, posiciones 105-106). ↩
3. Frans de Waal, «Seres moralmente evolucionados», en Frans de Waal y otros, Primates y filósofos. La evolución de la moral del simio al hombre, trad. de Vanesa Casanova Fernández, Barcelona, Paidós, 2007, pp. 23-111 (pp. 54-55). Véase también Frans de Waal, La edad de la empatía. ecciones de la naturaleza para una sociedad más justa y solidaria, trad. de Ambrosio García Leal, Barcelona. Tusquets, 2011, pp. 100, 106-107. ↩
4. Lo cuenta Christopher Browning en Aquellos hombres grises. El batallón 101 y la solución final en Polonia,
trad. de Montse Batista, Barcelona, Edhasa, 2002, p. 119. Vale la pena
leer los afilados comentarios que el psicólogo Gerd Gigerenzer hace
sobre esta experiencia en su libro Gut Feelings. Short Cuts to Better Decision Making, Londres, Penguin, 2007, pp. 179-181. ↩
5. Christopher Browning, op. cit, p. 133. ↩
6. Christopher Browning, op. cit, p. 168. ↩
7. Richard Solomon, «The Opponent-Process Theory of Acquired Motivation», American Psychologist, vol. 35, núm. 8 (1980), pp. 691-712. ↩
8. El maltrato de animales en la infancia es una señal premonitoria de psicopatía en adultos, según Jonathan Pincus. Véanse su Instintos básicos, trad. de Lorenzo F. Díaz, Madrid, Oberon, 2003, p. 51, y Robert Hare, Sin conciencia, trad. de Rafael Santandreu, Barcelona, Paidós, 2003, p. 94. ↩
9.
Jeremy Waldron desaprueba y encuentra descuidado este método de medir
la violencia en términos relativos o porcentuales en su reseña del
libro: véase «A Cheerful View of Mass Violence», The New York Review of Books, 12 de enero de 2012. ↩
10. Amos Tversky y Daniel Kahneman, «Availability: A heuristic for judging frequency and probability», Cognitive Psychology, núm. 4 (1973), pp. 207-232. También Daniel Kahneman, Pensar rápido, pensar despacio, trad. de Joaquín Chamorro Mielke, Barcelona, Debate, 2012, pp. 20 y 174-191. ↩
11. Decio Junio Juvenal, Sátiras,
VI, 347, trad. de Manuel Balasch Recort, Madrid, Gredos, 1991, p. 224.
Juvenal emplea la frase en un contexto más erótico que político: ¿quién
vigila a los que vigilan la honestidad de una mujer? ↩
12. Immanuel Kant, La paz perpetua, trad. de Joaquín Abellán, Madrid, Tecnos, 1985, pp. 21-26. ↩
13.
He profundizado en las diferencias entre moral fría y moral cálida en
«Moral cálida y moral fría. En defensa de una distinción», Claves de razón práctica, núm. 165 (septiembre de 2006), pp. 74-82; y en mi libro Menos utopía y más libertad, Barcelona, Tusquets, 2005. ↩
14. Charles Darwin, El origen del hombre, trad. de A. López White, Buenos Aires, Albatros, 1965, p. 175. ↩
15. Elliott Sober y David Sloan Wilson, Unto others, Cambridge, Harvard University Press, 1999; Martin Nowak y Roger Highfield, Supercooperadores, trad. de Francesc Reyes Camps, Barcelona, Ediciones B, 2012; Edward O. Wilson, La conquista social de la tierra,
trad. de Joandomènec Ros, Barcelona, Debate, 2012 (este último libro
recibió recientemente una excelente reseña por parte de Carlos López
Fanjul en esta misma publicación, «Del enjambre a la tribu», Revista de Libros,
núm. 185 (enero/febrero de 2013)). Un espléndido artículo divulgativo
es el de David Sloan Wilson y Edward O. Wilson, «Evolución “por el bien
del grupo”». Investigación y ciencia (enero de 2009), pp.
46-57. Algo más exigente, y conteniendo importantes reparos a la
selección de parentesco, es el de Martin Nowak, Corina Tarnita y Edward
O. Wilson, «The evolution of eusociality», Nature, vol. 466, núm. 7310 (26 de agosto de 2010), pp. 1057-1062. ↩
16. Martin Nowak y Roger Highfield, Supercooperadores, p. 126. Cuando los biólogos aluden al altruismo, están refiriéndose al altruismo evolutivo,
un tipo de comportamiento en el que el benefactor pierde con su manera
de proceder parte de su eficacia biológica y hace que incremente la suya
el receptor de sus favores. Véase Robert Royd y Joan B. Silk, Cómo evolucionaron los humanos,
trad. de Jaume Bertranpetit, Barcelona, Ariel, 2001, pp. 216-217. En
los episodios de altruismo evolutivo no hace falta en ningún momento que
el donante piense en estas consecuencias ni que las emplee como motivos
para la acción. Por contraste, en los casos de altruismo psicológico,
el benefactor tiene la intención expresa de incrementar el bienestar
del receptor o donatario incluso a costa de su propio bienestar, si es
preciso. ↩
17. Los trabajos clásicos sobre la emergencia de la cooperación en el Dilema del Prisionero jugado repetidas veces son Michael Taylor, The Possibility of Cooperation, Cambridge, Cambridge University Press, 1987; y Robert Axelrod, The Evolution of Cooperation, Nueva York. Basic Books, 1984. ↩
18.
Algunas consideraciones escépticas acerca de la importancia de la
reciprocidad directa (o altruismo recíproco) y la reciprocidad indirecta
en la consolidación de la moral (cálida) pueden encontrarse en Edouard
Macher y Ron Mallon, «Evolution of Morality», en John M. Doris (ed.), The Moral Psychology Handbook, Nueva York, Oxford University Press, 2010, pp. 3-46 (pp. 24-29). ↩
19. Podría parecer incongruencia seguir aludiendo al Dilema del Prisionero estratificado, que sirve para modelar la selección (natural) multinivel, cuando lo que se desea es aclarar el despegue de la moral fría y los orígenes culturales de
esta moral fría en el paulatino predominio de las prácticas comerciales
sobre las guerreras. Es, desde luego, muy habitual entre los biólogos
reservar la selección natural para explicar los cambios en las
frecuencias génicas de una población, pero quienes defienden la
selección de grupo tienden a ver los rasgos culturales como algo también sujeto
a la selección natural, esto es, piensan que la selección natural no
sólo actúa sobre la información impresa en los genes, sino también sobre
la información cultural, lo que a la larga es susceptible de alterar la
información genética. Cosa que tendría sentido si considerásemos la
cultura de una población como su «fenotipo extendido», por emplear la
expresión de Richard Dawkins. Esto es lo que sostienen con meridiana
claridad Martin Nowak y Roger Highfield: «La selección natural puede
intervenir en la cultura humana lo mismo que en los genes» (Martin Nowak
y Roger Highfield, Supercooperadores, op. cit, p. 126). Para
entender esto, pensemos que los individuos se adaptan al entorno, pero
en ocasiones se trata de un entorno empapado con modificaciones
culturales de largo alcance temporal. Cuando esto es así, da comienzo un
sincronizado ballet culturgénico, en el que el genoma humano no sólo
dibuja el perímetro de las culturas posibles, sino que también ocurre (y
reconocer esto es menos ortodoxo) que las prácticas culturales
persistentes en el tiempo pueden llegar a alterar la composición de ese
genoma. Por ejemplo, ya hemos visto que, según Darwin, las conductas
cooperativas en el seno de la tribu acabaron por convertirse en
disposiciones innatas o «instintos sociales». El cocinado de los
alimentos seleccionó mutaciones para bocas e intestinos más pequeños.
Los avances en la tecnología de la caza propiciaron que la especie
humana tuviera una morfología más grácil que la de sus robustos
antepasados homínidos. En estos casos fueron cambios culturales los que
alteraron el rumbo de la evolución natural, no al revés. Otro ejemplo de
lo mismo lo proporciona la ingesta de leche. En las poblaciones del
noroeste de Europa, el oeste de Asia y África, está muy extendida la
costumbre de que los adultos beban leche fresca, mientras que en los
países mediterráneos se consumen productos lácteos (yogur, queso)
desprovistos de lactosa. Esto ha traído como consecuencia que el alelo
dominante que controla el procesamiento de lactosa se dé con mayor
frecuencia en las zonas del mundo en que se toma abundante leche fresca,
y esté ausente o sea menos probable en el acervo génico de las
poblaciones en que no se ingieren lácteos o sólo lácteos despojados de
lactosa; de ahí que los grupos humanos en que se consume poca o ninguna
leche más allá de la infancia exhiban intolerancia a la lactosa. He aquí
otra muestra de coevolución culturgénica: prácticas culturales
diferentes acaban por fijar o eliminar genes en poblaciones distintas,
pues la selección natural ha dispuesto de tiempo suficiente (unas
trescientas generaciones) para hacerlo. Véase Peter Richerson y Robert
Boyd, Not by Genes Alone. How Culture Transformed Human Evolution,
Chicago, The University of Chicago Press, 2005, pp. 192-193. Por
último, hay indicios, muy preliminares en todo caso, de que los
integrantes de culturas abiertas al comercio se comportan de manera más
equitativa en sus tratos con extraños que aquellos otros que pertenecen a
culturas más autárquicas. Invito a consultar Joseph Henrich, Robert
Boyd, Samuel Bowles, Colin Camerer, Ernst Fehr, Herbert Gintis y Richard
McElreath, «Overview and Synthesis», en Joseph Henrich, Robert Boyd,
Samuel Bowles, Colin Camerer, Ernst Fehr y Herbert Gintis (eds.), Foundations of Human Sociality,
Nueva York, Oxford University Press, 2004, pp. 18-22, 39 y 46. Aunque
es a todas luces prematuro extraer conclusión alguna de todo esto, bien
podría suceder que algunas de estas vicisitudes culturales, si arraigan
con el tiempo, acaben repercutiendo en la naturaleza humana,
biológicamente considerada. Matt Ridley ha sugerido, a este respecto,
una coevolución culturgénica entre aumento de los contactos comerciales y
aumento en la actividad de los genes que estimulan la secreción de
oxitocina en el cerebro, la hormona de la simpatía. Por utilizar sus
palabras, «tal como los genes para digerir la leche en la adultez han
cambiado como respuesta a la invención de la lechería, los genes que
inundan a nuestro cerebro con oxitocina probablemente han cambiado en
respuesta al crecimiento demográfico, la urbanización y el comercio […].
Me sorprendería que la genética del sistema de oxitocina no mostrara
evidencia de haber cambiado rápida y recientemente como respuesta a la
invención del comercio, por coevolución culturgénica». Véase Matt
Ridley, El optimista racional, trad. de Gustavo Beck Urriolagoitia, Madrid, Taurus, 2011, pp. 104-105. ↩
20. Sober y Wilson, Unto others, pp. 9 y 326. ↩
21. Friedrich Hayek, The fatal conceit, Londres, Routledge, 1988, p. 43. ↩
22.
Encuentro inconsistente la postura de Pinker a lo largo de su libro en
relación con la Regla de Oro. Mientras en la página 255 escribe que
«Podemos ver este fundamento de la moral en las numerosas versiones de
la Regla de Oro descubierta por las principales religiones», más
adelante sostiene casi lo contrario: «Ninguna sociedad define la virtud y
la maldad cotidianas según la Regla de Oro o el imperativo categórico»
(p. 818) ↩
23. Jonathan Haidt, «The Emotional Dog and Its Rational Tail: A Social Intuitionist Approach to Moral Judgment», Psychological Review, vol. 108, núm. 4 (2001), pp. 814-834 (p. 814). ↩
24. Tratado de la naturaleza humana, trad. de Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977, p. 691. ↩
25. Haidt, «The Emotional Dog and Its Rational Tail», p. 817. ↩
26. El caso está narrado en Paul Bloom, La esencia del placer, trad. de Carlos Abreu, Barcelona, Ediciones B, 2010, pp. 41-42. ↩
27. Jonathan Haidt, La hipótesis de la felicidad, trad. de Gabriela Poveda, Barcelona, Gedisa, 2006, p. 72. ↩
28. En el artículo de Joshua Greene y Jonathan Haidt, «How (and where) does moral judgment work?», Trends in Cognitive Sciences,
vol. 6, núm. 12 (diciembre de 2002), pp. 517-523 (p. 518), se compara
la reacción cerebral, capturada mediante neuroimágenes, que tienen los
sujetos ante enunciados sin contenido moral, pero que evocan situaciones
desagradables («Él lamió la toalla sucia»), con otros de alto contenido
moral. Todo parece indicar que la relación entre el asco y la moral es
una calle de dos direcciones: la prohibición sagrada y profana de comer
carne de vaca entre los hindúes (o la de comer carne de cerdo entre
judíos y musulmanes) es muy capaz de engendrar reacciones de repugnancia
física hacia estos manjares. ↩
29. Esta definición de capital social se inspira en James Coleman, Foundations of Social Theory,
Cambridge, Harvard University Press, 1990, pp. 304-313. Hay una
definición distinta de capital social centrada en el individuo, según la
cual el capital social es el conjunto de recursos que puede allegar una
persona en virtud de la cantidad y calidad de sus contactos. Para esta
otra definición, véase José Luis Molina, El análisis de las redes sociales. Una introducción, Barcelona, Bellaterra, 2001, pp. 51-54; o Charles Kadushin, Understanding Social Networks, Nueva York, Oxford University Press, 2012, pp. 168-175. ↩
30. José Ortega y Gasset, Ideas y creencias, en Obras completas, Madrid, Alianza, 1987, tomo 5, en especial pp. 386-387. ↩
31. Steven Pinker, La tabla rasa, pp. 402-405. ↩
32. Norbert Elias, El proceso de la civilización, trad. de Ramón García Cotarelo, Ciudad de México, Fondo de Cultura Económica, 1993. ↩
33. Thomas Sowell, A Conflict of Visions. Ideological Origins of Political Struggles, Nueva York, William Morrow, 1987, passim. ↩
34.
Pero, en otros momentos (pp. 252 y 903), Pinker se olvida de las
explicaciones sociológicas del progreso moral y coquetea abiertamente
con posturas metafísicas, como el realismo o platonismo ético, según el
cual «las verdades morales están ahí para que las descubramos, igual que
descubrimos las verdades de la ciencia y las matemáticas». ↩
35. Véase Judith Rich Harris, El mito de la educación. Por qué los padres pueden influir muy poco en sus hijos, trad. de Mercedes Cernicharo y Dimas Mas, Barcelona, Grijalbo, 1999, pp. 166-171. ↩
36. De la misma opinión es Jesse J. Prinz, «Is Morality Innate?», en Walter Sinnott-Armstrong (ed.), Moral Psychology, vol. 1. The Evolution of Morality: Adaptations and Innateness. Cambridge, The MIT Press, 2007, pp. 367-406 (p. 375). ↩
37.
Hay también en el comunismo componentes ilustrados, como la
glorificación de la razón humana y su presunta capacidad para diseñar
sociedades perfectas, hacerlas realidad y dirigir después su rumbo
histórico. ↩
38. La historia de Rosa Parks está bien contada en Charles Duhigg, El poder de los hábitos,
trad. de Alicia Sánchez Millet, Barcelona, Urano, 2012, pp. 247-255. De
nuevo me he permitido «completar» a Pinker introduciendo estas someras
nociones de teoría de redes, ausentes en su ensayo, porque encuentro no
sólo que son compatibles con cuanto él dice acerca de los cambios en la
moral fría y la manera en que se consolidan, sino porque apuntalan
además con mayor firmeza sus puntos de vista. ↩
39. Peter Singer, The Expanding Circle: Ethics, Evolution, and Moral Progress, Princeton, Princeton University Press, 2011, pp. 120 y 170. La primera edición de esta obra data de 1981. ↩
40. Marc Hauser, La mente moral,
trad. de Miguel Candel, Barcelona, Paidós, 2008, pp. 34-35. El mismo
ejemplo se cuenta en Joshua Green, «From Neural “Is” to Moral “Ought”»,
en Walter Glannon, (ed.), Defining Right and Wrong in Brain Sciences, Nueva York, Dana Press, 2007, pp. 221-229 (pp. 223-224). La fuente original es Peter K. Unger, Living high and letting die: Our illusion of innocence, Nueva York, Oxford University Press, 1996. ↩
41. Peter Singer, The Expanding Circle, pp. 88 y 113. ↩
42.
Por desgracia, nunca hay que descartar que este paisaje moral de fondo
se altere en un sentido regresivo. Eric Kandel, premio Nobel de Medicina
en el año 2000, de origen austríaco y ascendencia judía, nos recuerda
el cambio abrupto que en el inconsciente moral colectivo de su país se
produjo cuando, en marzo de 1938, Hitler anexionó Austria a Alemania sin
resistencia alguna. Los hasta entonces amables vieneses se convirtieron
en una turba de indeseables que empezó a ensañarse con la minoría
judía, bien aceptada entre ellos sólo unos meses antes. Véase Eric
Kandel, En busca de la memoria, trad. de Elena Marengo, Buenos Aires, Katz, 2007, pp. 32-37. Otro aviso de que el progreso moral no puede darse por sentado. ↩
43. Una conocida defensa de los derechos diferenciados en función del grupo se encuentra en Will Kymlicka, Ciudadanía multicultural, trad. de Carme Castells Auleda, Barcelona, Paidós, 1996, pp. 57-76. ↩
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