En Elogio del conflicto, Angélique del Rey y
usted realizan dos afirmaciones que pueden causar cierta perplejidad. En
primer lugar, señalan la necesidad de abandonar una concepción
instrumental del conflicto, en tanto que etapa intermedia en pos de algo
distinto a ella misma. En segundo lugar, reivindican una comprensión
del conflicto en la que este no se agote en una confrontación entre dos
entidades en pugna, capaces de existir antes –de hecho y de derecho– de
su enfrentamiento. Siguiendo estas líneas, ¿podría explicarnos en qué
consistiría la perspectiva de análisis que inaugura esta «ontología del
conflicto»?
En realidad, la cuestión del conflicto es central en nuestra sociedad
postmoderna. Salimos de una época, la Modernidad, en la que la
humanidad occidental se estructuró alrededor del mito del progreso y la
creencia en un futuro positivo. Esta cosmovisión partía de la base de
que el Hombre, al final de la Historia,
iba por fin a ocupar el
lugar de la divinidad, emplazando la realidad en una suerte de
teleología. El camino estaba jalonado por negatividades que debían
desaparecer. Así, la explotación era una negatividad, la miseria o la
enfermedad eran también negatividades, que estaban abocadas a
desaparecer en el final de la Historia. Es preciso señalar que la
Modernidad fue la única cultura humana que apostó por la hipótesis de
que la negatividad debía desaparecer algún día: las demás formas
culturales han mantenido muy diversas negociaciones con la negatividad,
pero siempre se trataba de tratos orgánicos, es decir, que la
incorporaban de un modo u otro. En el seno de la Modernidad, el
conflicto está siempre en camino hacia su disolución. En el momento en
que este dispositivo antropológico e histórico de la Modernidad
desaparece –científicamente hacia 1900 y social y políticamente hacia
1980 o 1990–, comienza esta época extraña que se llama hipermodernidad o
postmodernidad, una época en la que la negatividad que debía
desaparecer vuelve sobre nosotros, y no sabemos qué hacer con ella
porque carecemos de un pensamiento del conflicto como algo permanente.
Por el contrario, la Modernidad sólo nos ha legado una idea del
conflicto como algo que debe desaparecer. Por eso nos parecía central
entenderlo no ya como simple enfrentamiento entre unas entidades dadas
(individuos, pueblos, clases) sino como base del tejido social.
En efecto, en algunas partes del libro hacen
referencia a la idea de que el conflicto no es algo –o no sólo es algo–
fenomenológicamente aprehensible, sino que plantea también un modelo
ontológico de funcionamiento, como si las cosas se desarrollaran de
acuerdo a la modalidad del conflicto. ¿Quiere esto decir que no podemos
limitar el significado y el alcance del conflicto a los niveles
puramente «representativos» de los grupos humanos?
Desde el punto de vista filosófico más clásico, esta idea tiene dos
bases: una es
Spinoza, para quien el hombre «no es un imperio dentro del
imperio», y la otra es Leibniz, que concibe el existir como conflicto,
lo que hace que no todo lo posible sea com-posible. El conflicto tiene
una naturaleza ontológica que lo sitúa más allá del campo de las
representaciones humanas que, de hecho, pueden considerarse «adecuadas»
cuando piensan la realidad en términos de conflicto. Adecuadas a ese
movimiento del ser, que es conflicto entre esencias, como diría Leibniz.
Dicho en términos más actuales, se trataría de concebir la realidad
como multiplicidades sin síntesis, de alcanzar una comprensión de la
realidad en la que la incorporación de lo negativo no tuviese lugar en
términos de lo que debe ser explusado sino como lo que interviene de
forma permanente. Desde este punto de vista, existe una raíz ontológica
del conflicto en la medida en que la estabilidad del ser, de lo que
existe, está muy lejos del equilibrio. Todo equilibrio es una pérdida de
potencia, una pérdida de ser. Y toda forma de estabilidad que integre
la vertiente orgánica, la vida y el desarrollo de la potencia, estará
lejos del equilibrio.
Entonces, ¿podríamos pensar que se trata de una
realidad pre-humana o no-humana, en el sentido de que entraña el
comercio de un conjunto de multiplicidades, de agentes no necesariamente
humanos, que actúan sin que en su acción medie una finalidad consciente
y deliberada?
Sí, por supuesto. De hecho, recupero el concepto de «paisaje» tal como lo elaboran
Agustine Berque (en
Ecoumène. Introduction à l’étude des milieux humains)
y
Fernand Braudel. El conjunto de lo que actúa no se corresponde con la
especie humana; lo incorpora, pero como un elemento más. Lo emergente,
que da sentido a las situaciones y crea desafíos, surge de un sustrato
que incorpora lo humano y lo no-humano –lo climático, lo geográfico y lo
animal–. En ese sentido, la ilusión moderna de que los humanos pensamos
el modo en que el mundo
debe ser es, en efecto, una ilusión en
la que una cierta razón humanista y limitada pretende pensar una
totalidad que en realidad la incluye. Esto quiere decir que los hombres
somos «actantes» que, como diría Spinoza, nos creemos libres porque
ignoramos nuestras cadenas. Ahora bien, una vez que conocemos las
cadenas, dejan de ser tales y aparecen como los hilos de la marioneta.
Es decir, el conocimiento de las cadenas no las hace desaparecer, sino
que las revela como lazos ontológicos que nos fundan y que permiten
pensarnos dentro de un conjunto. Ya no se trata, pues, de pensarnos como
el «yo» o el «sujeto» de mi pensamiento, sino de «participar» en el
pensamiento, en una combinatoria de pensamiento que no es producida
solamente por los seres humanos y que no es propiedad exclusiva de los
mismos.
¿Y qué papel juega en todo esto el devenir? Hay un
momento en el libro en que apuntan la idea de que «pensar en términos de
devenir es pensar en términos de sistemas dinámicos». Entiendo, así,
que el elogio del conflicto podría entenderse como una apuesta por un
modelo de análisis en el que la noción de proceso se identifique con una
realidad que se autodetermina en su propio acontecer. Pero entonces,
¿por qué recurrir al término «conflicto»?, ¿por qué no usar simplemente «dynamis» como actividad pura?
Si hablamos de «conflicto» es porque un sistema dinámico dejaría
todavía la puerta abierta a la idea de una armonía posible. Una dinámica
no tiene por qué ser conflictiva; puede ser una dinámica armoniosa o
que resulte en una síntesis. En cambio, la idea de conflicto apunta a un
tipo de dinámica sin solución, sin síntesis, en la que la ontología se
identifica con esta dinámica permanente y no podemos ya separar la
materia del movimiento. La conflictividad como concepto mantiene siempre
la apertura a lo no previsible, lo no manejable, y evita así que vuelva
a colarse el humanismo y la idea del hombre como medida de todas las
cosas.
Una de sus grandes aportaciones es la de haberse
atrevido a abordar la temática del sujeto y la realidad desde un punto
de vista no meramente filosófico. En su Connaître, c’est agir
plantea una reconsideración fisiológica y epistemológica de los
mecanismos básicos sobre los que se asentó el esquema moderno de la
percepción y la representación cognitiva de la realidad. ¿Cómo puede
articularse Elogio del conflicto en el contexto de la estela dejada por otras obras suyas como Le mythe de l’individu, La fragilité o Connaître, c’est agir? ¿Qué aporta de novedoso la introducción de la temática del conflicto?
Elogio del conflicto forma parte de una senda que me ha llevado después a
Organisme et artefacte
(2010) y a otro libro que voy a publicar próximamente con el biólogo
francés Pierre Gouyon. La revolución que tuvo lugar hace treinta o
cuarenta años en neurofisiología de la percepción –representada, entre
otros, por
Francisco Varela, con quien yo mismo trabajé en el Hospital
de la Salpêtrière de París– demuestra que el sistema cartesiano de la
conciencia, o la ilusión kantiana de la razón que gobierna, son esquemas
que no funcionan. Las novedades en fisiología generan importantes
desafíos e interrogantes para la filosofía y la política. Quien piensa
hoy día tiene que tener en cuenta los elementos fundantes de la
complejidad actual, que son al menos tres. El primero es la crisis del
zócalo racional en 1900; el segundo es la ruptura del esquema racional y
moderno de la conciencia propiciada por el avance de la nueva
fisiología, y el tercero es político, en el sentido de que lo que
aparece posible en un programa no es com-posible en la realidad porque
la negatividad no desaparece. Pensar significa tener en cuenta los
desafíos que plantea la época en la que se vive.
Incorporar como elemento de análisis la crítica del
humanismo es una aventura arriesgada, especialmente en el contexto de la
izquierda tradicional. ¿Cómo cree que condiciona su planteamiento la
postura y el imaginario de la izquierda? ¿Cabe plantear en la actualidad
una voluntad práctica que no parta del supuesto de un sujeto que
construye y dirige la historia? O dicho en su propia terminología, ¿qué
significa pensar nuestra capacidad de acción y de potencia en términos
de devenir y no de porvenir?
Ante todo, nos situamos en un momento de cambio de paradigma. Desde
el punto de vista político, la pregunta se podría formular así: ¿se
puede actuar políticamente sin una promesa teleológica y final? La
izquierda tradicional apostó por el progreso y por el fin de la
negatividad hasta el extremo de que la idea misma de izquierda parece
inimaginable sin la promesa de un paraíso sobre la Tierra. Pero lo
cierto es que ha sido una miopía de la propia izquierda tradicional, que
ha creído que el único motor de lucha por la justicia social es el
porvenir, descuidando otro motor inmanente: el que ofrecen las
asimetrías situacionales que aquí y ahora determinan diferencias
concretas. En la época en que yo luchaba en Argentina contra la
dictadura militar, en el grupo en el que yo militaba, existían dos
dimensiones: la política, que era el partido, y la militar, que era el
Ejército Revolucionario del Pueblo. Yo tenía responsabilidades militares
pero nunca estuve en el partido. Personalmente, nunca me hizo falta
creer que el mundo iba a ser un paraíso para luchar contra la dictadura.
Ni a mí, ni a muchos miles de mis compañeros nos hizo falta la
perspectiva de una promesa: no luchábamos por el porvenir de un mundo
ideal, sino porque ya no era posible aguantar la dictadura. Las luchas
en las que participo hoy en Francia –en apoyo de los indocumentados, de
los sin techo, etc.– tampoco necesitan de un motor mesiánico o
hipotético. Quienes sí lo necesitan suelen ser los líderes profesionales
de la izquierda que viven de las promesas. Yo no tengo ningún problema
en oponerme a todos estos profesionales de la promesa, porque lo que me
interesa es la emancipación y la libertad, que no precisan de promesas
ni de prometedores.
Entonces, la «política de la multiplicidad» no sería
un modelo ni un vocabulario definido de antemano sino, más bien, una
producción novedosa de la experimentación política, un compromiso
colectivo desligado ya de las condiciones establecidas por la lógica de
la representación, del parlamentarismo y del léxico ‘teológico-político’
de la soberanía, ¿no es así?
La política de la multiplicidad es totalmente conflictiva, porque lo
que es justicia en una dimensión no lo es en otra. Durante la Modernidad
la hipótesis era que todo progreso científico, político o social
convergía hacia el Gran Progreso. Hoy en día no hay ninguna racionalidad
que permita pensar en una convergencia de los progresos, inclusive de
los progresos sociales. Un ejemplo: en la actualidad las izquierdas
democráticas avanzadas no tienen línea política ni teórica para pensar
la justicia social sin el desarrollo de las fuerzas productivas.
Mantienen una perspectiva desarrollista según la cual es el avance y
desarrollo de las fuerzas productivas el que permitiría el cambio de las
relaciones de producción (
Marx). Ahora bien, el desarrollismo puede
permitir una cierta redistribución social, pero supone también la
destrucción del ecosistema. En la época del fin del humanismo surgen
luchas y derechos múltiples que entran en contradicción entre sí. Los
derechos del medio ambiente, por ejemplo, con los derechos de la
justicia social. ¿Quiere esto decir que hay uno que es mejor o
preferible que otro? No. Hay una complejidad real que hace que las
luchas por las justicias legítimas no sean convergentes. Es el problema
al que se enfrenta un partido de izquierda que pretende conjugar un poco
de feminismo, un poco de ecología, un poco de lucha social y un poco de
inmigración, sin ser capaz de apreciar que los derechos de los
extranjeros van a estar en contradicción muchas veces con los derechos
de los obreros locales. Hay que aceptar que hay niveles de
conflictividad que sólo permiten acuerdos transitivos y efímeros en el
plano local, acuerdos que pueden crear, como diría Deleuze, una
jurisprudencia. Este tipo de planteamientos y de prácticas de lucha
difusa existen en muchos sitios; lo que no existe es un partido de
izquierda que se anime a pensar esto. Es decir, hay una multiplicidad
conflictiva en acto, pero no goza del reconocimiento de la izquierda
tradicional.
¿Y esa conflictividad, esa cohabitación con lo
negativo, es lo que usted busca en la nueva radicalidad de los
movimientos sociales?
Sí. Creo que la negatividad ha de incorporarse orgánicamente y no de
una manera «triste», en el sentido spinoziano del término. Lo realmente
negativo es la separación entre negativo y positivo: hay que tratar de
llegar a una reunificación orgánica de lo negativo, es decir, superar la
separación misma de algo que sería «positivo» y algo que sería
«negativo».
¿Una reconceptualización del enemigo?
Sí, del enemigo y de los objetivos y modos de lucha.
Otro tema recurrente en su obra es el de la
Postmodernidad, la idea del fin de la historia y de toda la serie de
metarrelatos modernos. ¿Qué es para usted lo fundamental de este cambio
epocal?
Parto de la base de que el ciclo histórico llamado Modernidad se ha
cerrado sobre sí mismo, y que la Postmodernidad pertenece a la
Modernidad como epílogo. Lo que fueron las bases fundamentales y
potentes de la Modernidad aparecen hoy si no como falsas, sí al menos
como regionalizadas. El cierre de esa época definida por «lo racional»
en tanto que analíticamente previsible, las leyes universales e
invariables, la moral kantiana, el sentido de la Historia, etcétera,
abre la puerta a dos posibilidades: de un lado un prolongamiento de la
Postmodernidad, que sería la posición reaccionaria y neoliberal, y del
otro la búsqueda de nuevos modos de alianza, de nuevas unidades de
acción.
¿Un tiempo sin tiempo?
Un tiempo sin tiempo lineal, en todo caso. El presente eterno del
capitalismo es un presente absolutamente instantáneo que deja a la
humanidad en la impotencia. El presente que se abre a partir del fin del
tiempo moderno es un tiempo multidimensional, un presente que incorpora
el pasado como estructura, el futuro como virtualidad y el presente
como lugar de acción. Actualmente presenciamos una contradicción o un
enfrentamiento entre dos modos de presente: el presente postmoderno
capitalista y neoliberal, que es la instantaneidad permanente en la que
se produce la impotencia total y la sumisión a la economía y a la
tecnología, y el presente entendido como contenedor de todo, un presente
que tiene en cuenta la larga duración y la estructuración del pasado.
En su libro Las pasiones tristes. Sufrimiento psíquico y crisis social,
Gérard Schmit y usted plantean una visión interesante de la práctica
psicoanalítica, una visión que, sin dejar de lado la función terapéutica
propiamente dicha, supone importantes diferencias respecto del
tratamiento individualizado y clasificatorio del síntoma. Para decirlo
en pocas palabras, se trataría no ya de eliminar los síntomas con
rapidez sino de intentar comprender su sentido en el seno de la
multiplicidad de la existencia, es decir, manteniendo un diálogo
permanente con la cultura y la sociedad para evitar que los síntomas se
perciban como manifestaciones de una patología individual. Como
facultativo o profesional del campo, ¿le importaría explicar de manera
más concreta los modos de proceder de este tipo de terapia?
Permítame empezar contestando a una pregunta que siempre me hacen:
¿por qué continúo reivindicando el psicoanálisis desde una perspectiva
de la radicalidad? Porque el psicoanálisis, en principio, es la única
terapia que incorporó la negatividad, la única que permite pensar una
desacomodación con respecto a la norma y la negatividad como algo
constitutivo del ser humano y, por tanto, como algo que no cabe
eliminar. El problema es que el sufrimiento psíquico no es un
sufrimiento transhistórico, como pretende el psicoanálisis dogmático.
Hay una pareja muy cómica y ridícula francesa (E. y M. Ortigues) que
escribió un libro titulado
El Edipo africano, en el que se
pretendía demostrar que el Edipo era una estructura universal, cuando en
realidad hay una construcción permanente de los sujetos que es epocal e
histórica. Uno no sufre metafísicamente por sufrimientos que siempre se
han sufrido: la gente sufre en tanto que pliegues de la época. También
podríamos decir que a través de nosotros la época sufre. Y lo que la
gente está sufriendo hoy es el fin del humanismo, el fin del modelo de
hombre del diario íntimo, de la separación entre lo público y lo
privado, etc. Hoy en día lo que acontece es el hombre postmoderno, el
hombre
Facebook, el hombre panóptico que presenta otro tipo de
sufrimiento y en el que la cuestión del deseo encuentra otro tipo de
motor y otro tipo de pliegue. Desde un punto de vista antropológico, el
sujeto del inconsciente ya no tiene un asidero profundo, porque el
hombre está siendo destejido y retejido de otra manera. El desafío
radica en señalar que igual que no puedo aceptar la medicalización y la
adaptación disciplinaria utilitarista neoliberal, tampoco puedo oponerle
una figura anacrónica como sería la estructura edípica transhistórica.
La verdadera cuestión hoy sería saber cuál es la figura que remplaza al
clásico sujeto individual del inconsciente, y cómo debería ser una
terapia capaz de abordarlo. En primer lugar, habría que empezar a pensar
al hombre en sus lazos, en sus redes, en sus contextos situacionales, y
habría que leer de nuevo el
Anti-Edipo de
Deleuze y
Guattari. El
psicoanálisis se perdió mucho en una visión demasiado individual y
ahistórica de lo humano. La idea, por tanto, es saber qué rostro adopta
hoy el que ayer llamábamos el sujeto del inconsciente, es decir, saber
cuáles son los pliegues en la actualidad, y localizar esos pliegues
equivale a señalar el lugar en el que cabe una defensa del pensamiento,
del lazo, del deseo y de la potencia.
Precisamente es ahí donde quería llegar. Uno de los
temas más recurrentes en su obra es el del deseo. Para quienes no
proceden del campo del psicoanálisis el concepto puede resultar
problemático, tal vez porque consideran de manera irreflexiva que el
deseo se identifica con la apetencia o con el puro voluntarismo
individual y ahistórico. Es obvio que usted no comparte este tipo de
razonamiento, pero me gustaría plantearle algunas dudas: si las
relaciones y los dispositivos de poder son en cierto sentido
constituyentes, es decir, si no sólo reprimen sino que también producen
subjetividad, entonces, ¿qué estatuto adquiere el deseo tal y como usted
lo plantea? O dicho de otra manera, ¿no tiene el deseo componentes de
carácter estructural?
Uno de mis puntos de divergencia con Deleuze y Guattari es que no
tengo mucho gusto por los neologismos, prefiero referencias más
clásicas. Para explicar el deseo como algo que no es endógeno al
individuo mi referencia es Leibniz. Leibniz escribe lo siguiente: «A
veces podemos lograr lo que deseamos, pero no podemos desear lo que
deseamos». Nosotros vemos un deseo que sale del hombre hacia afuera,
pero no vemos que el deseo son sólo los hilos de la marioneta –y la
marioneta es el hombre–. En realidad, yo puedo desear la libertad, a una
persona, un automóvil, etc., pero el individuo no tiene ni la
profundidad ni el espesor como para ser él mismo, y sólo él, el autor de
sus deseos. En mi opinión, el deseo es uno de los nombres de la
dinámica epocal. Nosotros estamos tejidos de época, somos pliegues de la
época, y la singularidad de cada uno de nosotros se debe a una realidad
múltiple y epocal. En este sentido, tendríamos que abandonar la idea de
que existe una etiología endógena del deseo y entender más bien qué
deseos nos atraviesan. Una forma de entenderlo es a través del concepto
de «participación» de los neoplatónicos. Como decía Deleuze, uno no es
libre, sino que participa en movimientos de liberación; uno no piensa, participa en
pensamientos, ¿verdad? Lo que hay es una situación de conflictividad en
la que sólo en el primer nivel del conocimiento de Spinoza puedo llegar
a creerme autor de mis deseos: es posible participar en otros
dimensiones o géneros de conocimiento en los que puedo pensarme como una
realidad incluida o pensarme en un pensamiento que me incluye.
David J. Domínguez, Pensar y habitar el conflicto, entrevista con Miguel Benasayag, Minerva 21, Abril 2012
Comentaris