El que val la vida d'un turc.
De niño, cada vez que tropezaba en un texto con la palabra
“escrúpulos”, no sabía exactamente qué quería decir. En el diccionario
aparecían los sinónimos “recelo”, “reparo” y “asco”, pero yo no acababa
de aclararme, especialmente porque casi siempre se referían a ello en
negativo. Una profesora me dijo que mi confusión era normal ya que los
españoles habitualmente no usábamos los escrúpulos para nada, que
comíamos de todo y que lo más probable es que ya naciéramos sin ellos.
“¿Son como los testículos, señorita?” preguntaba yo, ingenuo de mí, ya
que los testículos, tradicionalmente, también se empleaban casi siempre
en negativo. “Más o menos” respondió ella. “Sólo que al revés”.
Hoy en día sigo pensando que aquella peregrina aproximación
filológica no iba tan desencaminada. Porque mira que hacen falta cojones
(y ningún escrúpulo) para montar en el quinto coño esas monstruosas
factorías de la miseria donde los jornaleros se desloman en sótanos sin
luz por casi nada y luego rebautizar pomposamente el invento como
“deslocalización”. Por lo menos los romanos tenían la excusa de
desconocer la Declaración de Derechos Humanos, esa breve obra literaria
con la que la mayoría de los empresarios, extranjeros y españoles, sigue
limpiándose puntualmente el culo.
En el derrumbre del taller de Bangladesh ha salido a la luz, entre
unas condiciones laborales infrahumanas y unos cientos de cadáveres, el
nombre de un empresario español, David Mayor, que ya está en busca y
captura. Mariano puede sentirse orgulloso de que en el mismo mes la
marca España haya brillado por derecho propio en el mundo al menos dos
veces: una en Bangladesh y la otra en Boston. Dos ollas marca Fagor, dos
perolos made in Spain, desmintieron de un bombazo la leyenda
negra de la industria hispánica. Para que aprendan que en la península
ibérica estamos a la última no sólo en las modas neoliberales de
perpetuación de la esclavitud sino también en tecnología punta.
Cuenta Félix de Azúa en un hermoso libro de viajes cómo el célebre
cristal de Murano dejó de fabricarse porque se descubrió que, durante el
proceso de soplado, un polvo letal iba devorando los pulmones del
artesano. Sin embargo, hoy día no es difícil encargar imitaciones
baratas a traficantes sin escrúpulos que contratan a emigrantes turcos
tan desesperados como para jugarse la salud a cambio de unas monedas y
un permiso de residencia. Decía Azúa que una copa color rojo sangre para
adornar una vitrina venía a costar entre cinco o seis mil euros, pero
que lo que compraba el viajero caprichoso no era sólo un recuerdo de
Venecia, claro, sino la vida de un turco.
Hoy nuestros escaparates están llenos de balones de fútbol cosidos por
niños esclavos, de espléndidas zapatillas deportivas manufacturadas por
ancianas en cuchitriles fétidos, de pantalones vaqueros lavados a la
piedra mediante novedosas técnicas para emular la silicosis, de miles y
miles de calaveras humanas con marca y etiqueta.
David Torres, Calaveras marca España, Público, 29/04/2013
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