Què és percebre? 2
La percepción es un síntoma de
la finitud del hombre, de nuestra dependencia de un exterior
desconocido. Percibimos desde lo más "atrasado" de nosotros mismos, con
nuestra limitación constitutiva. Por eso una máquina tecnológicamente
correcta no percibe nada... igual que una persona que está demasiado
bien programada, muy segura de sí misma. Por el contrario, sólo
el que está insatisfecho es sensible, tiene sed de nuevas experiencias.
La apertura del deseo implica a la percepción, pues es observador quien
no está del todo seguro. A la vez, el que es sensible es inestable,
pues está abierto a las influencias externas. Tiene entonces que
redoblar sus esfuerzos para mantener el equilibrio de su mente. Tal vez
un "intelectual" es alguien que siente demasiado, que se siente
amenazado por su extrema sensibilidad y por eso tiene que "armar" su
cabeza. En cualquier caso, la sensibilidad da ese rasgo de tartamudez,
de fragilidad, de torpeza, que les concede a algunas personas un encanto
peculiar.
Siguiendo a algunos clásicos del siglo XX, diríamos que percibimos
con lo más atrasado de nosotros mismos, con aquello que es
irremediablemente subdesarrollado en nosotros. Si el hombre es
superior sensitivamente a cualquier máquina, esperemos que también
moralmente, es en virtud de su retraso, del hecho de ser tecnológicamente incorrecto.
En efecto, fijémonos que en general las personas muy implicadas con la
tecnología suelen padecer una suerte de autismo sensitivo. El hombre
desarrollado es, digamos, un marginal en el mundo de los sentidos: no
siente nada sin prótesis.
Virilio vincula incluso la intensidad de la percepción a las crisis
de ausencia que se podrían llamar "epilépticas", a la debilidad en la
constitución física y, en particular, a la fragilidad de la infancia.
"Bernardette Soubirous cuenta: 'Escuché ruidos. Al levantar la mirada vi
agitarse los álamos de la ribera del Gave y los espinos delante de la
gruta como si el viento los sacudiera, pero alrededor nada se movía'
(...) los singulares minutos que preceden el paso de lo familiar a lo no
familiar. En la región de Salette, por ejemplo, dos niños que no se
conocían se encuentran por azar. Melanie es una criadita enclenque y
miserable, con fama de 'ensimismada'. Maximin es un muchachito con
antecedentes asmáticos, considerado un 'atolondrado', que pasa la mayor
parte del día correteando por la montaña y (...) El día de la aparición,
ambos deciden guardar juntos sus animales cuando, de repente, sienten
un intenso deseo de dormir. Al despertar, algo inquietos, se ponen a
buscar el rebaño que les habían encomendado, pero los animales siguen
inmóviles en el mismo lugar (...) Miserables, despreciados, considerados
unos retrasados, la mayor parte del tiempo asmáticos, esos niños
quedarán generalmente privados de apariciones, y se los considerará
curados al llegar a la pubertad. Bernardette S. dirá con tristeza: 'Que
se atengan a lo que dije la primera vez; luego pude haber olvidado, y
los otros también... Por ese momento, uno daría toda una vida'. Es lo
que hizo, según sus propias palabras, al ocultarse en un convento de
Nevers, donde murió a los treinta y cinco años" [1].
En efecto, desde hace mucho tiempo son los niños quienes descubren las cuevas, quienes han visto aparecer
fenómenos en Occidente, sea la Virgen, las brujas o los
extraterrestres. El mundo siempre comienza a mostrarse ante la mirada de
los niños como ilusión de mundo. Y también en algunos mayores existe
una conexión con cierta debilidad o crisis que les hace superiores.
Paulo de Tarso pasa a la historia como San Pablo porque también él
sufrió en el camino de Damasco una ausencia prolongada que cambió su impresión de la realidad, que modificó para siempre su percepción de las cosas. Todo fenómeno
aparece siempre en el borde, en un momento de interrupción de los
mecanismos habituales de la vigilia. Es una anomalía que aparece en las
proximidades de lo inaparente, en una interrupción momentánea de la
norma que guía la apariencia [2].
Algún día habrá que analizar hasta qué punto en toda percepción
intensa en el presente está siempre latente una enorme lejanía, la
distancia incalculable (recuerdos, visiones, rencores, temores) de lo
que no está ni aquí ni ahora. En este sentido, habrá que analizar hasta
qué punto la tecnología digital de la telecomunicación es analógica de una complejidad que ya está en cualquier existencia.
Por lo pronto, en cualquier existencia, lo propio de los sentidos es no cesar,
no detenerse nunca. Hasta en el sueño, a diferencia de la anestesia
médica, sentimos, viajamos, percibimos. También el feto, en el vientre
de la madre, percibe. Se habla incluso de casos en que una persona en
estado comatoso pudo recuperarse después gracias a los estímulos
táctiles y sonoros que la familia le prodigó en su convalecencia, con
frecuencia al margen del consejo médico.
Sentir no tiene término. Por eso al encerrarnos en una cámara oscura o
en una cámara de silencio, siempre acabamos viendo o escuchando algo,
las manchas de nuestro propio ojo, el rumor de nuestros órganos mientras
funcionan. Como siempre tenemos que ver u oír formas, algo acabado y
reconocible, de ahí viene el terror de la oscuridad, también el de la
"privación sensorial" que los estadounidenses experimentan con sus
prisioneros en Guantánamo. En general en el encierro, en la inactividad,
acabamos viendo fantasmas [3]. Cuando se nos corta el acceso a los
sentidos externos (el caso del prisionero, del secuestrado, del que está
solo en casa), nos volcamos sobre nosotros mismos. Por eso a veces,
cuando estamos solos, tenemos que encender el televisor para descansar
de nosotros mismos. Con la percepción descansa el pensamiento, de ahí
que en ciertos estados psíquicos siempre es recomendable salir afuera,
pasear, viajar.
No deberíamos olvidar que existe una tecnología punta de la
vida desnuda, de la simple percepción, desconectada de toda red técnica.
En la existencia que, en virtud de una decisión o un accidente, se
desconecta de toda red sociotécnica, hay un holismo del "sexto
sentido", una percepción extrasensorial en cada sentido. Una vez más, es
Deleuze quien ha insistido entre nosotros en este holismo
extrasensorial, este carácter profundamente anómalo de la percepción:
"Cualquier sensación ha de componerse con el desierto, con las
distancias de un Sahara" [4]. Una de las ideas centrales de Nietzsche (y
en esto le siguen muchos otros, de Berger o Handke a Baudrillard) es
que en la intuición, en la mirada y en la escucha, también en la memoria
y la imaginación, en el sueño, en la decisión, en el sentido del humor y
en la conversación, existe un salto sobre lo meramente "objetivo", una
sofisticada potencia que condensa el sentido, acercando incluso
cualquier lejanía.
Es de esta potencia "desalejadora" del hombre, de la cual toda la tecnología digital es groseramente analógica,
de lo que quiere librarnos la lógica cultural del los medios
audiovisuales [5]. Y precisamente como medios con fin, un fin encubierto
en este Fin de la Historia. Medios que recambian constantemente su fin
porque no tienen otro que cubrir la finitud, prolongándose en un continuum infinito que prohíbe la parada. En esto consiste la importancia política de la famosa cobertura.
Consiste en la política global de los miedos inducidos. La dialéctica
general virus-antivirus (todos sospechamos hoy que se trata, en todos
los campos, de la misma empresa) se corresponde con el blanco y negro de
la información en estos tiempos de conexión instantánea y continua.
Toda la definición de lo digital está apoyada en el carácter binario
(también moralmente) de la ideología que hoy hegemoniza el espacio
global, el circuito cerrado de la información, donde el
adentro-climatizado siempre se ha de rodear de una afuera-arrasado. Todo
ello para que el consumidor delegue la percepción en los medios, en la
política de la mediación. Hoy la heteronomía, la servidumbre comienza
por ahí.
Con la amenaza de nuevos virus exteriores, vivimos bajo un constante "formateado" que los medios de información
de masas, adelantándose a las percepciones del hombre con la urgencia
de la actualidad que un estado mayor de la mercadotecnia decide, ejercen
sobre el "disco duro" del individuo, borrando incesantemente su
memoria. De este modo se desactiva el necesario espacio personal de
soledad, impidiéndole a la existencia rehacerse desde su fondo de
des-información. Deleuze insiste en que se inyecta en nuestro tiempo una
masiva formación profesional de los sentidos que coarta la posibilidad
de cualquier aventura perceptiva. Coarta, digamos, la posibilidad de
detenerse, el reposo que necesita la percepción y el pensamiento, esas
vacuolas de no comunicación desde las cuales la gente aún podría sentir
algo, pensar algo por sí misma [6].
Nuestra cultura, la del desarrollo industrial y el capitalismo, ha de
ser fuerte, competitiva, eficaz, volcada en la regulación y en la
regularidad. De ahí que todo Occidente, al menos desde el mundo moderno
que nace en Descartes, desconfíe del mundo de los sentidos. Incluso
cuando le reconoce a los sentidos un punto indiscutible de comienzo,
como en Hume, son unos sentidos extirpados de cualidad, de profundidad
espiritual, de dioses y demonios. Con la excepción de Berkeley, el
empirismo piensa los sentidos muy alejados de la manera griega, latina o
incluso medieval. En Occidente son en general una minoría los
movimientos como el barroco, el romanticismo, el expresionismo. O los
pensadores como Leibniz (Kierkegaard, Unamuno, Deleuze), que le conceden
una autoridad potente a los sentidos, a lo que se piensa en
ellos, sin conceptos. Esto ha estado más presente en la literatura
moderna que en la filosofía. Sin embargo, heredero de Nietzsche, Max
Weber analiza el capitalismo como una cultura de separación frente a los sentidos, de desencantamiento del mundo sensible y aislamiento del individuo [7].
En el plano personal es distinto, pues cada persona es un mundo, pero
si una nación, una cultura entera está de un lado, el de la cultura de
los sentidos, no puede estar de otro, el de la cultura de la seguridad.
Por eso el desarrollo va acompañado de una pérdida inevitable en los
"instintos", en los hábitos comunitarios y también en los hábitos de
sensibilidad. Al fin y al cabo, se trata de sociedades que sacrifican la
irregularidad de lo sensible y vivo a la uniformidad de lo conceptual, a
la previsión científica y técnica, a la seguridad de la economía. ¿Por
qué en los países desarrollados ya no se mira al prójimo como en los
otros? Porque la gente está blindada en su privacidad [8].
Además, la imagen espectacular, servida a distancia por la técnica, tapa
el rostro de lo humilde, lo cercano, lo sencillo. Las pantallas
brillantes, con imágenes de las estrellas endiosadas, impiden ver el
rostro del prójimo. Por eso se ha comentado que el hombre desarrollado,
tecnológicamente armado, es un subdesarrollado en el plano perceptivo.
Para percibir hay que poder tener "tiempos muertos", estar por un
instante desconectado, conectado a la ambigüedad de la inmediatez, a lo
casi imperceptible. Pero precisamente esta sociedad, por motivos
ontológicos y políticos, procura que no tengamos tiempos muertos [9].
Toda la industria gigantesca de la comunicación está para eso, sirviendo
una percepción precocinada, preparada. Con el consumo y constante
reemplazo de objetos e imágenes la época del acceso se
convierte en la del acceso a nuestra velocidad de escape; la celeridad
social se constituye en un arma de control, pues nos impide detenernos
en cualquier escena de la propia existencia. Se trata de llenar el
tiempo, de entretener, de invadir el tiempo de la vida con la
cronología social. La virtualidad instantánea de lo digital está al
servicio de esta política actual, su lucha feroz por controlar la
percepción. La velocidad es, básicamente, un arma del poder, del global
conservadurismo del movimiento sin fin.
Precisamente, esto explica que con frecuencia la calidad de los
contenidos no importe mucho, con tal de que enganchen al espectador. El
mensaje es el medio. Lo que se busca, dice Adorno, es prolongar la
lógica del trabajo en el tiempo del ocio; se busca que entre jornada
laboral y jornada laboral no entre nada que perturbe el ciclo productivo
[10]. Y lo que menos lo perturba, por cierto, es el escándalo constante
del que viven los medios. Después de la cadena de atrocidades de la
pantalla, todos volvemos mucho más conformistas, más reconciliados con
la rutina diaria. En este aspecto, la labor de drenaje que ejercen los
medios, su tarea política de blanquear un malestar que de otro modo sería aparentemente insoportable, es políticamente crucial.
Para vivir, para mirar hace falta mantener una relación personal
con la noche, con las sombras, lo informe. A Zaratustra, por ejemplo,
le gusta mirar de noche "el rostro de las cosas dormidas". Escuchamos
desde un registro de silencio, del mismo modo que vemos desde un punto
de sombra: el ojo es oscuro por dentro, mira desde el pozo de la pupila.
Para ver es necesario cerrar los ojos, apartarse, tomar distancias,
pues un exceso de luz nos tapa el bosque de la percepción. Por eso el
cine, a diferencia de la televisión, que tiene la hipnosis del
movimiento constante, necesita una sala en penumbra, así como unas
décimas de segundo de retraso, de oscuridad entre fotograma y fotograma.
La proliferación de imágenes, la comunicación instantánea y global van
unidas a un nuevo de tipo de insensibilidad para la cercanía,
para lo local. Estamos tan saturados de brillantes imágenes preparadas
que ya no percibimos la sombra, los matices de cada esquina, de lo
pequeño en lo que nos jugamos la vida. Pues, no lo olvidemos, todo lo
que importa es "pequeño": mis amigos, mis manías, mis colores, mis
temores, mi hija.
Las imágenes encadenadas, podríamos decir, crean una miopía para lo
no espectacular, lo que explica que un sinfín de fenómenos diarios sean
indetectables para la gente conectada a las pantallas. De ahí el temor
generalizado de la sociedad tecnológica a lo externo, a cualquier virus
que aparezca por fuera. De ahí la constante "alarma social" ante
múltiples peligros, ese enorme género de terror que se engarza a la
lista de enemigos que una y otra vez reaparecen: virus, marcianos,
sectas, islamistas, fenómenos meteorológicos, violencia juvenil, etc.
Como decía Freud, lo que es reprimido, también en la percepción, regresa
en formas letales. De manera que toda la mitología actual en torno a lo
paranormal, al espiritismo, fantasmas o ángeles, magia negra o blanca,
no deja de brotar de una cultura que ha reprimido, en una vida diaria
encauzada por la seguridad económica, la profundidad de los sentidos. Un
ejemplo:
"Para luchar con los fantasmas que parecen asaltarla, una americana de veinticinco años, June Houston, ha instalado en su casa catorce cámaras que vigilan permanentemente los lugares estratégicos: bajo la cama, en el sótano, delante de la puerta, etc. Cada una de estas live cams transmite, supuestamente, visiones a una página Web, de modo que los visitantes que consultan esta página se convierte así en 'vigías de espectros', ghost watchers. Una ventana de diálogo permite enviar, por Internet, un mensaje de alerta a la joven en el caso de que se manifieste cualquier 'ectoplasma'. 'Es como si los internautas se convirtiesen en vecinos, en testigos de lo que me ocurre', declara June Houston" [11].
Lo mismo sucede con el sistema de la información, volcado en la idea
de impactar con la noticia espectacular. De esta obsesión resulta que la
vida cotidiana de un barrio normal, donde quizá se está generando un
peligro, no interesa a ningún periodista ni es visible por ningún medio.
Que el barrido continuo de los medios crea ceguera se demuestra también
en el atentado de las Torres Gemelas, pues los terroristas durmientes
estuvieron dos años en Estados Unidos, viviendo a todo tren sin ser
detectados. Algo parecido ocurrió también en 1941 en Pearl Harbour. Y
suponemos que en la masacre del 11 de marzo en Madrid, en el atentado de
Londres, en el huracán Katrina, en los recientes Tsunami. ¿Habrá habido
en todos estos casos cierta ceguera política de la sensibilidad que
facilitó o agrandó la catástrofe? Como los políticos sobrevuelan
la realidad, guiados por el carrusel de los temas mediáticos, cada vez
que ocurre algo importante, por naturaleza anómalo e inanticipable, les
cogerá sistemáticamente mirando para otro lado. A veces la política
parece hoy consistir solamente en la capacidad comunicativa de mantener
las consignas (pensemos en las mentiras sobre Irak) contra viento y
marea.
De cualquier modo, las prótesis acopladas al ojo, al oído, hacen que
éstos pierdan aptitudes, igual que una pierna o un brazo pierden tono
muscular por falta de uso. Virilio ha insistido cien veces en que no hay
ganancia sin pérdida, pues cada invento (avión, coche, radar,
televisión) tiene su peligro específico, su accidente, como una sombra o
negatividad que les acompañase [12].
La rutina habitual, la seguridad de las costumbres, el "blanco y
negro" de la información, la ciudad llena de signos reconocibles, nos
rodean con una alfombra que impide la percepción de los detalles mínimos
de abajo, donde siempre se juega mucho. Sólo cuando estamos
fuera de nuestro quicio habitual, descontextualizados, vemos y
escuchamos de otro modo. Por ejemplo, en esos momentos de aguzada
percepción, y de honestidad, de las tres de la madrugada. Por esta
razón, en nuestro mundo regulado la música, las drogas, la noche y el
alcohol, atraen. Fascinan porque prometen alterar o potenciar la
percepción en este mundo anestesiado, romper con el tedio de una
sociedad uniforme. El hábito nos tapa los detalles y la percepción se
agudiza cuando estamos solos, descolgados de la segura rutina, con
cierta curiosidad, incluso ansiedad. Un viaje a un país extranjero nos
quita defensas, nos descontextualiza. Aunque también aquí el folleto
turístico intenta guiar la percepción y garantizar la seguridad que el
occidental busca, pero, si nos entregamos al abigarrado entorno,
percibiremos otro mundo. Incluso a la vuelta, por unos días, nuestra
ciudad no será la misma, flotando en una ambigüedad liberada de inercia.
Para ver es necesario cerrar los ojos, apartarse, tomar distancias, no ver. También el parpadeo (Augenblick) es un signo de que miramos desde la interrupción,
desde un instante de ceguera, desde el negro de la noche en la pupila.
En cierto modo, es la propia intensidad de la luz la que parpadea, la
que reverbera. Por eso en ciertos estados (crisis, depresión, cansancio,
desarraigo) percibimos con otros sentidos, con otra curiosidad, con
otro detalle. Siempre existe, claro está, una trinchera, un prejuicio en
el cual tenemos firmemente los pies; de otro modo, nos volveríamos
locos. Pero a veces, por debilidad o por una euforia de la fuerza,
percibimos como percibe un brujo, con todo el cuerpo, sin órganos.
Cézanne, por ejemplo, hablaba de una visión háptica, no óptica,
de una proximidad que borraba los perfiles figurativos de las cosas:
estar tan cerca como para "ya no ver el campo de trigo" [13]. En cierto
modo, toda percepción intensa es una percepción "extrasensorial" en la
que el sexto sentido va por delante de los otros cinco
sentidos, igual que una sombra que se adelantase al cuerpo. No solamente
lo percibido "desborda los sentidos", sino que sólo por ese
desbordamiento hay estímulo, un umbral de percepción. Ésta exige una
zona de sombra, un contraste, un desnivel, un choque.
Fijémonos en esos momentos que sentimos van a ser memorables. Está
pasando un minuto del mundo y sólo podemos conservarlo al precio de
empaparnos, de volvernos él mismo. Joyce describe así un paseo en un
país sureño: "Sigo adelante. Cielo de oro que se desvanece. Una madre
observa desde la puerta. Llama a casa a sus niños en su oscuro idioma.
Alto muro: detrás, cuerdas pulsadas. Noche cielo luna, violeta" (Ulises).
El escritor John Berger comenta que un artista, pintor o poeta, jamás
se queda a una distancia "de copia", sino que busca una cercanía donde
se establece una complicidad anímica con el misterio del objeto, con su
espíritu [14]. Una proximidad que hace desaparecer el habitual
enclaustramiento del sujeto, su blindaje "privado". Cercanía peligrosa,
en efecto, porque lo otro del objeto te puede invadir. Pero si el
artista saca de esa alteración una forma, logrará sorprendernos con una
sensación liberada de la opinión, arrancada del contexto social y su
letanía de signos. En ese caso nos entrega una inmediatez de sentido
real que nos ahorra una historia que escuchar, cualquier información que
clasificar.
Igual nos ocurre en cualquier instante habitual. A veces se trata,
podríamos decir, de un registro clandestino del pensamiento, un estado
nómada. Mientras los demás siguen hablando de cualquier cosa, alguien se
fuga mentalmente a otro sitio y vuelve cambiado. No obstante, las más
de las veces esos momentos apenas son perceptibles para los otros, pues
consisten en la "zona ártica" que se atraviesa entre dos palabras,
mientras los demás siguen hablando de cualquier cosa. Son estados de
ensimismamiento, de ausencia casi imperceptible. Se trata de un registro
clandestino del pensamiento, un estado de reposo, casi catatónico,
donde el hombre ve de otro modo, oye de otro modo, vive de otro modo.
Este tipo de percepción nos complica la vida, pero si conseguimos poner
la cabeza a su altura, a la altura de esa bajura, tendremos una
fortaleza moral de la que otros, los conectados que presumen de fuertes,
carecen.
Tenemos la obligación política, ética y vital, de conciliar la
democracia con una existencia que está en cada caso dictada por una
percepción que carece de modelos, por una vida que siempre irrumpe
distinta y ha de ser transformada en tarea, en forma, en lenguaje. Esta
política actual del desarraigo, de la "liberación" del
individuo de su comunidad interna, patológica, no elegida (familia,
lengua natal, cultura y nación, sexo), en nombre de una posterior
reterritorialización luminosa en las identidades públicamente
reconocidas, es una política perversa, profundamente autoritaria.
Nuestra oferta cultural, la de hacerse cargo del miedo de cada cual, de
su sombra, de su arraigo en el dolor, es una oferta envenenada. La
existencia necesita su dolor, experimentar sus límites, su
condición mortal. No tiene otro suelo. Necesita bajar al fondo de su
singularidad sin equivalencia como único modo de fortalecerse y
sobrevivir a la existencia, y esto en cualquier mundo posible.
Así pues, necesitamos, cada día más, interruptores de la comunicación
total. Habría que ver incluso si los nuevos tormentos que se inventa el
cuerpo, de las alergias a los recientes cuadros depresivos, del piercing
al terror como género mundial, del deporte extremo al porno duro, no
tienen relación con la necesidad vital de salir de la anestesia y
encontrar por algún lado el dolor, los límites. Necesitamos urgentemente
huir de la promiscuidad obligada, de la interactividad y el consenso
forzosos, de la información histérica a que nos fuerza el actual poder
político del control.
Ignacio Castro Rey, ¿En qué piensan los sentidos? (II), fronteraD, 27/04/2013
Vegeu Què és percebre?1 en
http://pitxaunlio.blogspot.com.es/2013/04/que-es-percebre.html
Vegeu Què és percebre?1 en
http://pitxaunlio.blogspot.com.es/2013/04/que-es-percebre.html
1. Paul Virilio, Estética de la desaparición, Anagrama, Barcelona, 1988, pp. 41-43.
2. En el campo de la ciencia Kuhn ha analizado hasta qué punto se
cumple también este fenómeno de crisis, este fenómeno de borde anormal,
al menos en lo que él llama "ciencia revolucionaria". Thomas S. Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas, F.C.E., Madrid, 1980, pp. 27 ss.
3. Hace poco un vigilante nocturno (era argentino y había pasado por
una terapia) de un aparcamiento en Santiago de Compostela, decía:
"Aguanto bien en este trabajo porque estoy a gusto conmigo mismo". Ahora
bien, ¿quién está hoy a gusto consigo mismo? Lo primero que hacía la
policía de Franco con un detenido antes de interrogarlo era dejarlo a
solas consigo mismo durante diez horas. Cuando salía de la celda, estaba
con frecuencia en un estado tal de debilidad anímica que "cantaba" todo
lo que le pedían.
4. Gilles Deleuze, Francis Bacon. Lógica de la sensación,
Arena, Madrid, 2002, p. 161. También: "Se trata de un álgebra de la
sensación, como el delirio de los girasoles en la cabeza de Van Gogh
(...) cuando conserve no obstante, como dice el pintor chino,
suficientes vacíos para que puedan retozar en ellos unos caballos".
Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía?, Anagrama, Madrid, 1993, p. 166.
5. Acerca de esta potencia "desalejadora" del Dasein y de la
imitación que de ella realiza toda tecnología, dice Heidegger:
"Desalejar quiere decir hacer desaparecer la lejanía de algo, es decir,
acercamiento. El Dasein es esencialmente des-alejador (...)
Todas las formas de aumento de la velocidad a que hoy cedemos más o
menos forzosamente, impulsan a superar la lejanía". Martin Heidegger, El ser y el tiempo, F.C.E.,
México, 1951, p. 120. En realidad, esta potencia desalejadora tiene
relación con el hecho de que la existencia, como la mónada de Leibniz,
no tiene admite ninguna determinación externa, pues todo brota en la
ex-sistencia de su fondo sombrío: "Heidegger ya señalaba: la mónada no
tiene necesidad de ventanas porque 'ya está fuera conforme a su propio
ser'". Gilles Deleuze, El pliegue. Leibniz y el Barroco,
Paidós, Barcelona, 1989, p. 107. Por lo demás, Foucault desarrolla una
preciosa investigación sobre las "técnicas de existencia" de la
Antigüedad, ante todo relativas a los sueños, en su Historia de la sexualidad. 3 La inquietud de sí, Siglo XXI, Buenos Aires, 2003, pp. 9-37.
6. "La información, producto residual de la no permanencia, se opone
al significado como el plasma al cristal; una sociedad que alcanza un
grado de sobrecalentamiento no siempre implosiona, pero se muestra
incapaz de generar un significado, ya que toda su energía está
monopolizada por la descripción informativa de sus variaciones
aleatorias. Sin embargo, cada individuo es capaz de producir en sí mismo
una especie de revolución fría, situándose por un instante
fuera del flujo informativo-publicitario. Es muy fácil de hacer; de
hecho, nunca ha sido tan fácil como ahora situarse en una posición estética
con relación al mundo: basta con dar un paso a un lado. Y, en última
instancia, incluso este paso es inútil. Basta con hacer una pausa;
apagar la radio, desenchufar el televisor; no comprar nada, no desear
comprar. Basta con dejar de participar, dejar de saber; suspender
temporalmente cualquier actividad mental. Basta, literalmente, con
quedarse inmóvil unos segundos". Michel Houellebecq, El mundo como supermercado, Anagrama, Barcelona, 2005 (2 ed.), p. 72.
7. Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo, Península, Barcelona, 1994 (13 ed.), pp. 125 ss.
8. Jean Baudrillard, América, Anagrama, Barcelona, 1987, pp.
36 ss. También Houellebecq se ha referido con frecuencia al carácter
despiadado, en el aislamiento, de la humanidad "desarrollada". Michel
Houellebecq, Las partículas elementales, Anagrama, Barcelona, 2004 (4 ed.).
9. "Las imágenes dictan nuestra percepción. Hay siempre un marchamo
central que normaliza las imágenes y retira de ellas lo que no debemos
percibir... estamos presos en una cadena de imágenes, cada uno en su
sitio, siendo cada uno imagen de sí mismo (...) No hay sólo una imagen.
Lo que cuenta es la relación entre imágenes (...) ¿cómo insertarse, cómo
deslizarse en ella, dado que toda imagen se desliza ahora hacia otras
imágenes, dado que 'el fondo de la imagen ya es siempre una imagen' y el
ojo vacío una lente de contacto?". Gilles Deleuze, Conversaciones, Pre-Textos, Valencia, 1996 (2ª ed.), p. 118.
10. "(...) cerrar los sentidos de los hombres, desde la salida de la
fábrica por la tarde hasta la llegada, a la mañana siguiente, al reloj
de control". Max Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Trotta, Madrid, 1997 (2ª ed.), p. 176.
11. Paul Virilio, La bomba informática, Cátedra, Madrid, 1999, p. 69.
12. No sólo el avión tiene su accidente específico, dice Virilio,
sino que la simple invención del ascensor también tiene su precio. ¿Qué
significa esto, aparte de la eliminación de ejercicio y los
consiguientes problemas cardiovasculares? Significa que la relación con
los vecinos cambia, pues se dice adiós a vida en la escalera, a los
cruces, a las conversaciones e intercambios del rellano.
13. Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 1988, p. 500.
14. John Berger, Algunos pasos hacia una pequeña teoría de lo visible, Árdora, Madrid, 1997, p. 41.
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