Edip i el sentit de l'existència.
Porque creemos que el universo tiene sentido, que todo lo que sucede
tiene una causa inteligible y una consecuencia lógica, nos desespera no
entender las misteriosas maniobras de nuestro mundo. Hay algo patético
(y ciertamente incomprensible) en el espectáculo de un grano de polvo,
en un oscuro rincón de una mínima galaxia del descomunal universo,
preguntándose ¿por qué yo? Nuestra vida, que Beckett describió como el
acto de dar a luz sobre una tumba abierta, abarrotada de incidentes
terribles y regocijantes, nos parece un complejo argumento dramático
elegido por un director quien, por razones eternamente secretas, nos ha
elegido como protagonistas y, como si fuésemos discípulos del Actors
Studio, queremos entender por qué hacemos lo que hacemos y decimos lo
que decimos. Todavía estamos esperando a que el Señor Director nos dé
una respuesta.
.
La historia de Edipo es quizás la más dramática puesta en escena de esa
irresoluble duda. Nada de lo que le ocurre a Edipo es humanamente
justificable: ni las repercusiones de una maldición legendaria, ni el
abandono cuando niño, ni el silencio de quienes conocen su identidad
secreta, ni el encuentro con la Esfinge, ni el parricidio, ni el
incesto, ni la ceguera que él mismo se inflige. Nada, salvo la eterna
pregunta: ¿por qué yo?
Como lo señala García Gual en su exhaustivo estudio sobre el enigma de
Edipo (Mito y tragedia), “todo relato mítico es por esencia una narración heredada,
memorable y tradicional, muy anterior a su escritura y sus reflejos en
la tradición literaria”. En todo caso, las primeras formulaciones
dramáticas que conocemos se dan en la Grecia antigua, en el Edipo Rey de
Sófocles. A partir de allí, cientos si no miles de Edipos han llenado
nuestras bibliotecas, fruto de miles si no cientos de miles de lecturas:
interpretaciones filológicas, folclóricas, simbólicas, alegóricas,
psicoanalíticas, religiosas, históricas, políticas. La breve historia de
un hombre condenado al infortunio ha sido leída como una transgresión
social culpable (Séneca en el siglo I y luego sus herederos jesuitas,
Tesauro y Folard, a fines del XVII), como usurpación del poder
aristocrático (Corneille en 1658), como investigación racional de lo que
parece ser una burla de la fortuna (Dryden en 1678), como un juego
erótico sublimado (Voltaire, 1718), como invención de un drama a través
de un preciso lenguaje de alienación poética (Hölderlin en 1804), como
la representación de un deseo atávico (Freud en 1900), como confirmación
onírica de ese deseo (Hofmannstahl en 1904), como el descubrimiento de
que no todo enigma puede, o debe, ser resuelto (Gide en 1931), como una
declaración de libertad frente a la fuerza del destino (Cocteau en
1934), como un drama de familia (Eliot en 1959), como la definición
esencial de todo ser humano (Borges en 1963), como la representación de
tensiones políticas contemporáneas (Pasolini en 1967), como la tragedia
de la consciencia de sí (Ricoeur en 1969), como la tragedia del olvido
de sí (Dürrenmatt en 1976). (...)
Heidegger, citado por García Gual, anota que “la unidad y el
conflicto entre el ser y la apariencia fueron originalmente poderosos en
el pensamiento de los tempranos pensadores griegos”. Sófocles lleva a
su Edipo en un viaje de exploración hasta que, dice Heidegger, “paso a
paso, forzosamente se descubre a sí mismo, arrancándose los ojos, es
decir, apartándose de toda luz, dejando que la noche lo envuelva. Y así,
cegado, pide a gritos que se abran todas las puertas para que se revele
al pueblo un hombre que es tal como él mismo es”. Porque, antes de
poder responder a la pregunta “¿por qué yo?”, debemos responder a esa
otra:
Alberto Manguel, ¿Por qué a mi?, Babelia. El País, 20/04/2013
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