Un home que produeix "assajos", no pot produir "resultats".

La torre de Montaigne
El hombre aspiraba por sobre todas las cosas a vivir bien, no en el sentido del dinero: en un sentido que podríamos llamar ético y estético. Es más fácil triunfar que vivir, dijo en una oportunidad, algunos años después de su muerte, su hija de alianza, Marie de Gournay, y creo que con esa frase lo interpretaba a la perfección. «Cada hombre», escribió el maestro (y traduzco libremente), «lleva en sí la forma entera de la humana condición.» Y escribió, o dio a entender a través de sus escritos, algo que va más allá. Un hombre que produce «ensayos», sentenció a su modo, no puede producir «resultados». Los tratados medievales se escribían en latín. Los ensayos, que empezaron a aparecer en diversos lugares de Europa durante el Renacimiento, solían escribirse en lengua vulgar. Esto es, en lengua romance, palabra, en este caso adjetivo, de la que deriva, en francés y en alemán, el término roman o, si quieren ustedes, Roman, novela.

(...) se murmuraba que en el castillo de Montaigne todavía quedaba un poco de olor a pescado. ¿Por qué? Porque los abuelos del ensayista, comerciantes burgueses, judíos por el lado materno (López de Villanueva),se habían enriquecido con la distribución y venta de pescado ahumado, actividad cuyo olor penetrante impregna la ropa, el mobiliario, las paredes, el cuerpo entero, y hasta el alma, durante generaciones. No es imposible que el de la Montaña tuviera conciencia de este pasado familiar y lo entendiera como una limitación, peor aún, como una humillación. Por eso, llegado el momento, y cuando su acción política había influido en forma marginal, pero tangible, comprobable, pacificadora, en los dramáticos sucesos nacionales, en las sangrientas guerras de religión que separaban a hugonotes y católicos, prefirió replegarse, dedicarse a leer y escribir, sus pasiones favoritas, en lugar de acudir al llamado del recién ungido Enrique IV, el de Navarra, el Bearnés, e incorporarse a su corte. En esos mismos días, o un poco antes, para ser preciso, nuestro personaje, que se encontraba en la mitad de la cincuentena y que ya se consideraba viejo, cansado, en cierto modo acabado, había iniciado, sin embargo, una curiosa y dispareja relación sentimental. Fue siempre púdico a este respecto, extremadamente discreto, respetuoso de la sensibilidad de su esposa legítima (a pesar de que confesaba con insistencia que el erotismo y el matrimonio seguían y necesariamente debían seguir caminos separados), pero podemos vislumbrar una historia entre líneas, e imaginar, y conjeturar. Ingresamos, pues, a los terrenos de la narración conjetural, ¡terrenos fecundos, terrenos predilectos del que escribe estas páginas!

Montaigne, Montaña, no era nombre de familia. El apellido familiar, típico de esa región de vinos generosos, de magníficos productos de la tierra, de buen pescado, era Eyquem. Hay un vino de Burdeos de nombre muy parecido, de especial calidad en los blancos, Yquem, pero tiene, como puede advertir el lector, una «e» menos. El padre de nuestro personaje se llamaba Pedro Eyquem, Pierre Eyquem, y era, según testimonios coincidentes, hombre de mediana estatura, fuerte, bien proporcionado, excelente jinete, fiel a la palabra dada hasta un extremo que sorprendía a sus amigos, a sus parientes, a sus vecinos. Miguel, su hijo, fue bautizado como Eyquem de la Montaña (Eyquem de Montaigne), debido al lugar donde quedaba la propiedad familiar, a unas cuantas decenas de kilómetros al noreste de Burdeos, cerca de los pueblos de Castillon y de Saint-Émilion, y él, en sus años maduros, decidió callar el Eyquem debido a probables ínfulas nobiliarias y a la necesidad de crearse un nombre de pluma, no circunscrito, desprendido de la historia de la familia, punto fundacional de un posible mito literario. Extrañamente, retrató a Pierre Eyquem, su padre, en un ensayo intitulado De l’Yvrongnerie (De la borrachería). Lo describe, sin embargo, como persona modesta, casta, prudente, que llegó virgen al matrimonio a los treinta y tres años de edad, y que después de los sesenta tenía un vigor extraordinario, una vivacidad asombrosa, y subía las escaleras que llevaban hasta su dormitorio, después de la cena, saltando de dos en dos o de tres en tres los escalones. Lo único que critica en su padre, en Pierre Eyquem, es una paradoja, quizá una broma de intelectual: su excesivo respeto por el conocimiento, por la cultura, por la academia, actitud que atribuye, precisamente, al hecho de que fuera una persona más bien rústica, de conocimientos limitados. (…)

Pierre Eyquem admiraba la cultura en forma tan ingenua, tan extremada, que contrató a un preceptor, no sé si alemán o suizo, para su hijo, nacido en 1533, y le puso la condición siguiente: que sólo le hablara en latín, desde guagua, esto es, antes de que supiera hablar, a fin de que el niño lo aprendiera como quien aprende su lengua materna. De manera que Michel creció leyendo y hablando en latín y aprendió el francés como segunda lengua. Sus textos están salpicados de citas latinas y de expresiones francesas coloquiales, populares, que se escuchaban con frecuencia entre los campesinos de la región. El resultado de esta extraña mezcla es una escritura sabrosa, viva, divertida, en la que muchas veces tenemos que adivinar el sentido, pero donde el escritor se ha propuesto que ese trabajo de adivinación sea un ejercicio liviano, alegre, un divertimento, un placer adicional. El paso del francés a las citas latinas se da en los ensayos, en los diarios, en las cartas del maestro, con la más absoluta naturalidad, pero con un criterio, para mi gusto, un tanto abusivo, como si el autor pensara que todos somos latinistas, o como si no le importara un rábano que no lo entendamos, que nos quedemos en la mitad del recorrido, con la lengua fuera (para usar la palabra lengua en otro de sus sentidos). Termina Montaigne de pergeñar el retrato de su padre, el sobrio, digno, vigoroso e ingenuo Pierre Eyquem, y propone que «volvamos a nuestras botellas». Puesto que hacía una larga digresión, de acuerdo con su costumbre, pero antes había estado escribiendo sobre vinos y sobre borrachines... Después nos cuenta que Platón prohibía el vino a los menores de dieciocho años, y a los mayores de esa edad les prohibía emborracharse; los viejos, eso sí (siempre según Platón), podían ir más allá y aceptar la influencia de Dionisos, «ese buen dios que a los hombres devuelve la alegría, y la juventud a los ancianos, y que endulza y reblandece las pasiones del alma».

Jorge Edwards, La muerte de Montaigne, Tusquets Editores, Barna 2011

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