Tribalitat solidària.

Los humanos actuales compartimos dos aspectos esenciales del comportamiento con el linaje de los chimpancés: la sociabilidad, que alcanza su grado más sublime con la solidaridad, y la tribalidad, que quiere pero no puede esconderse entre los entresijos de nuestro elevado nivel cultural. Los dos aspectos están íntimamente relacionados.

Los componentes de las tribus del pasado tendrían un alto grado de cooperación para lograr el objetivo fundamental de su supervivencia como grupo. La solidaridad parece estar presente desde la aparición del género Homo, a juzgar por los ejemplos que encontramos en el registro fósil desde hace al menos 1,8 millones de años (yacimiento de Dmanisi, República de Georgia).

La tribalidad solidaria conlleva necesariamente la rivalidad intergrupal, que se conoce muy bien en chimpancés, así como entre los grupos humanos de cazadores y recolectores que aún persisten en el planeta. En unos y otros, la rivalidad sucede únicamente en la pugna por los recursos económicos cuando estos escasean y en el mantenimiento de las áreas territoriales donde se localizan estos recursos.

El registro fósil nos ofrece una imagen muy nítida de la diversidad biológica de las poblaciones que ocuparon buena parte de Europa durante el Pleistoceno Medio y Superior (hace entre 600.000 y 30.000 años) por los neandertales y sus ancestros directos. Esa diversidad estuvo condicionada por la compleja orografía de la península europea, repleta de barreras geográficas y regiones proclives al aislamiento de sus poblaciones. La ocupación de Europa por nuestra especie es demasiado reciente como para haber producido diferencias genéticas significativas. Además, las mínimas diferencias producidas se han borrado gracias a la desaparición de las barreras en la comunicación.

No obstante, los 30.000 años (unas 1.200 generaciones) que los humanos actuales llevamos dando vueltas por el continente han producido diferencias culturales importantes. Las más obvias están relacionadas con la comunicación lingüística y sus innumerables matices dentro de las lenguas principales, aún entre territorios relativamente próximos. La tribalidad europea, y su consecuente rivalidad, tiene pues una larga tradición y se ha alimentado de esas diferencias. Aunque lo sensato parece estar en la unidad de todas las tribus europeas, nuestro comportamiento ancestral basado en un fuerte componente genético se opone con fuerza a la integración de la diversidad. Ni aún los símbolos más potentes han sido capaces de lograr esa integración. Los humanos somos así y así nos va.

José María Bermúdez de Castro, Tribalidad europea, Público, 30/05/2011

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