Islàndia i la democràcia directa.
Islandia ha vuelto a decir en referéndum que pague Rita los platos rotos de sus banqueros, y su obstinación ha colmado la paciencia del Reino Unido y Holanda, que adelantaron compensaciones por 4.000 millones de euros a sus nacionales afectados por la bancarrota y ahora no ven la forma de cobrarse la factura. Los irreductibles islandeses no dejan de transmitirnos enseñanzas: dejaron quebrar a sus bancos, probablemente porque no había en el mundo salmones suficientes para cubrir la pella, metieron en la cárcel a los banqueros, derribaron al Gobierno y modificaron la Constitución para constituir un órgano ciudadano de control al poder ejecutivo.
Lo más interesante de la revolución islandesa es el retorno a la democracia directa, lo que implica que decisiones como asumir una deuda que obligaría a cada contribuyente a apoquinar 100 euros al mes durante 37 años deban someterse al escrutinio popular. Esta vuelta a los orígenes no implica resucitar a Pericles, pero se antoja la única manera de resolver el divorcio entre la sociedad y sus representantes, que cada vez con más frecuencia entienden que ganar unas elecciones les permite hacer de su capa un sayo y de su programa un tratado de papiroflexia para principiantes.
No se entiende que en un momento en el que la tecnología hace posible especular en Bolsa dándole a un tecla o presentar por Internet la declaración de la renta haya quien siga manteniendo que la democracia directa es lenta y cara, y se oponga a que los ciudadanos se pronuncien en tiempo real sobre decisiones capitales que afectarán a sus vidas. Sin banalizar el instrumento preguntando por el color del traje regional o sobre si las mezquitas han de tener minaretes como hacen los suizos, se recuperaría el interés por los asuntos públicos y los espectadores serían por fin protagonistas de su obra.
Se evitaría así esa práctica tan extendida de gobernar democráticamente contra el criterio de los gobernados. Sería el fin de los lobbies y los poderes fácticos, y nos ahorraríamos más de una guerra y muchas “decisiones difíciles”. Es lógico que no despierte entusiasmo.
Juan Carlos Escudier, Una lección de democracia, Público, 12/04/2011
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