Ceguesa davant l´esplendor sobrehumà i indiferent de la vida.
Aron Ralston es ese joven norteamericano que sufrió un accidente mientras escalaba, se pilló un brazo debajo de una roca y, después de pasar cinco días atrapado, y convencido de que iba a morir si no se liberaba, se amputó el miembro con una navajita multiusos y consiguió salvarse. Hace poco estrenaron una película basada en su ordalía, filme que desde luego yo no he visto porque al parecer abunda con todo lujo de detalles en la carnicería (ya se sabe que las desmesuras sangrientas y el horror a granel están muy de moda en el cine últimamente), pero cuando su historia sucedió, allá por el año 2003, y fue recogida por los periódicos, yo me quedé impactada y escribí un artículo sobre el asunto, no para abundar en el espanto, sino para celebrar su asombrosa capacidad para vencer a la muerte y la gloriosa fuerza de la vida.
El caso es que ahora, con la llegada de la película a España, se ha vuelto a hablar de Ralston. Y una vez más me he quedado atónita, porque he podido enterarme de lo que fue de él después de todo aquello; o sea, después de las seis operaciones que tuvo que soportar para que le colocaran la prótesis que lleva; de los primeros meses de fama e inmersión mediática; de una frenética etapa de regreso al alpinismo... Sí; después de todo eso, se descarrió, se deprimió, coqueteó con el suicidio. Parece que, por fortuna, superó también esa amarga travesía por la oscuridad: salió del agujero, regresó a sus cabales, se casó en 2009 y fue padre de un niño. Pero lo cierto es que ese chico de 27 años que, en aquella cruel montaña, amaba tanto la vida que fue capaz de romperse el hueso del brazo con una piedra, para después cortar la carne con la navajita sin filo y los tendones con unas tijeras minúsculas, ese héroe de la supervivencia, en fin, años después quiso suicidarse. El ser humano no deja de asombrarme. Y de sobrecogerme.
Esta historia chocante me hizo recordar la expedición que Shackleton, el mítico explorador británico, organizó al Polo Sur en 1914. Su intención era atravesar por vez primera la Antártida, pero, cuando el barco quedó destrozado por la presión de los hielos, tuvo que desembarcar en un iceberg con sus 30 tripulantes. Entonces dio comienzo una de las más prodigiosas gestas de supervivencia que se recuerdan. Resistieron durante 22 meses, casi dos enloquecedores años, el hambre, las enfermedades, temperaturas de hasta 40 grados bajo cero, infecciones, heridas, dolorosos abscesos, congelaciones terribles, el miedo y la desesperación. Y sobrevivieron todos. Para resistir en condiciones tan extremas, para no deshacerse como personas, hace falta desear verdaderamente vivir. Lo más fácil hubiera sido rendirse, pero no lo hicieron. Y, sin embargo, después de esa gesta asombrosa que roza lo imposible, esos 30 guerreros se derrumbaron. O, al menos, muchos de ellos. Parece ser que la mayoría, al regresar al mundo, hicieron de sus vidas un disparate; se dieron a la bebida y al juego, se metieron en absurdas aventuras laborales, alguno hubo que incluso acabó viviendo en la calle de mendigo. Tanto temple en los hielos y tanta falta de nervio frente a la cotidianidad más común. Como si los terrores básicos de la existencia, a saber, la ausencia de sentido de tu vida, la frustración emocional, el peso de la responsabilidad, el miedo al fracaso, pudieran ser más aterradores que todos los espantos extraordinarios.
Martin Amis tiene una novela, Tren nocturno, que quizá sea la más breve de sus obras (padece el defecto de ser torrencial) y que es una de mis preferidas. Trata, precisamente, de lo difícil que resulta la vida para algunos cuando, en apariencia, no es difícil; de una mujer que, teniéndolo todo, se suicida por razones incomprensibles. De todos es sabido que es en los países ricos en donde más abunda el suicidio; cuando las necesidades básicas están cubiertas, cuando las células de nuestro cuerpo se relajan y no necesitan aplicarse al cien por cien en sobrevivir, toma el mando nuestra débil voluntad, nuestro defectuoso cerebro, que a veces no sabe encontrar las razones para seguir viviendo.
En fin, pese a todo, Ralston supo superar, una vez más, otro momento crítico. Esta es, pues, una historia que termina bien, celebrando la indudable capacidad de regeneración de los humanos. Aunque haya algunas personas que se queden ciegas ante el esplendor sobrehumano e indiferente de la vida.
Rosa Montero, Los héroes también se suicidan, El País, 17/04/2011
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