L´odi d´espècie.

A diferencia de otros animales, lo específico de nuestra especie no es el contacto con los demás, sino la distancia. Son especies de contacto aquellas que se apiñan por placer y permanecen piel con piel durante horas, como el hipopótamo, el cerdo o el erizo. Hay especies, sin embargo, de "no contacto", entre las que se encuentran el caballo, el perro, el gato, la rata y los seres humanos. No nos aguantamos mucho tiempo cerca. Puede ser que este rechazo no predomine siendo cachorros o bebés, pero en cuanto se alcanza el estado adulto toda confortabilidad requiere holgura. Y no ya un hueco para pensar o atacar, sino como hábitat natural de supervivencia.

El hacinamiento nos mata y bastaría la excesiva proximidad para enfermarnos. De ahí la aversión a la multitud indiferenciada, a la aglomeración indistinta. El individuo (indivisible) requiere para su definición una esfera en la que reine el olor y el amor propio. De modo que el abrazo amistoso, la asociación religiosa, el equipo, el vecindario, son elecciones desde la soledad primigenia en que nos fundamos. Nada que ver con el pantanoso cosmos del cerdo o el apegamiento de las vacas.

En el fondo, además, siempre estamos y queremos disfrutar la libertad de estar solos. No más solos que la una, forzosamente y a casi cualquier hora, pero solos cuando lo deseamos. Solos pobres o ricos, sanos o enfermos, libremente apartados de los demás.

Marcel Proust escribía: "Nos comunica alguien su enfermedad o su revés económico, lo escuchamos, lo compadecemos, tratamos de reconfortarle y volvemos a nuestros asuntos. ¡Qué solas estamos las personas!". Y qué bello disfrute hallamos en esa oquedad cuando por momentos, voluptuosamente, la escogemos.

O expresado de otro modo: la masa nos acosa, su proximidad nos ahoga. El miedo a la superpoblación invoca el discurso de Malthus ("no habrá alimentos para todos"), pero esconde nuestro temor individual a ser invadidos por la más que empachosa presencia de los comensales. No se trata de que nos vayan a quitar el plato, sino de que se inmiscuyan en nuestra sopa.

La superpoblación es igual al asqueroso ascenso de las masas que abrumaba a Ortega. La diferencia, sin embargo, es que ahora, pasado un siglo, no sabríamos explicarnos la sociedad ni a nosotros mismos sin las superventas, los blockbusters, las estadísticas, los estadios a reventar. Y, sobre todo, ya no sabríamos qué mundo habitamos si no tuviéramos presente la desbordante concurrencia, siempre en ascenso, de todos con todos a través de la red social.

No nos tocamos ni rozamos en la Red, tal como corresponde a la especie, pero chateamos, jugamos y nos timamos juntos siempre al nivel de macrocantidades cuyo concepto ha pasado, poco a poco, de ser un hecho extraordinario a convertirse en la información habitual. Y también en la medida áurea de casi todas las cosas.
La cantidad indica la fama mucho más que la cualidad, la élite de Ortega y su coro de sabios exquisitos se deshace en el wisdom of crowds, el Heno de Pravia se extiende en la interminable paja de los discursos vanos, las retóricas huecas o las películas sin guion.

Vicente Verdú, ¿Cabemos todos en el mundo?, El País semanal, 24/04/2011
http://www.elpais.com/articulo/portada/Cabemos/todos/mundo/elpepusoceps/20110424elpepspor_10/Tes?print=1


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