Joventut i al.lèrgia a la democràcia.
Juventud, generación de la guerra y masculinidad fueron elementos importantes de la mitología del fascismo, un movimiento nuevo que lanzaba su rebeldía frente a esa generación caduca, conservadora, socialista o liberal, que había perdido contacto con la realidad, incapaz de reconocer los méritos de todos esos millones de soldados y de excombatientes, mutilados muchos de ellos, que venían del frente de guerra. Benito Mussolini tenía 39 años cuando la Marcha sobre Roma le llevó a presidir en octubre de 1922 el primer gobierno con fascistas de la historia. Unos pocos más, a punto de cumplir 44, tenía Adolf Hitler cuando llegó al poder en 1933, pero otros dirigentes fascistas como el británico Oswald Mosley (nacido en 1896), el belga Léon Degrelle (1906) o el español José Antonio Primo de Rivera (1903) eran más jóvenes. A comienzos de la dictadura de Mussolini, casi una cuarta parte de los diputados fascistas tenía menos de 30 años.
Esa "generación del frente", jóvenes radicales que habían luchado en la guerra y se adhirieron a los fascismos para regenerar la política y la patria, gente como Roberto Farinacci (1892), Dino Grandi (1895) o Giuseppe Bottai (1895), dirigió la Italia fascista hasta el final, y aunque envejecieron y burocratizaron el régimen, intentaron siempre, en palabras de Enzo Traverso, "fomentar el mito de la juventud gracias a una vasta red de organizaciones deportivas y estudiantiles tendentes a dar a sus miembros la ilusión de constituir su fuerza dirigente". "La guerra fue nuestra pubertad", escribió en su diario Giuseppe Bottai, parlamentario desde 1921, participante en la Marcha sobre Roma y que como ministro de Educación Nacional, desde 1936 hasta 1943, tuvo un papel destacado en la legislación antisemita de 1938.
El carácter generacional ha sido también subrayado para el nazismo, una "dictadura de la juventud", como la denomina el historiador Götz Aly, uno de los mejores conocedores de la "guerra racial" y del exterminio de los judíos. También hubo allí una "generación del frente", desde Hitler hasta Joseph Paul Goebbels (1897), y sobre todos ellos Hermann Göring (1893), un reputado piloto de combate; y una más joven, la "generación perdida", bien representada por Reinhard Heydrich (1904), Albert Speer (1905) o Adolf Eichmann (1906).
En el caso de estos últimos, no se trataba de veteranos de guerra, sino de sus "retoños adolescentes", como les llama Richard Vinen, "víctimas de graves trastornos y traumas" como consecuencia de ella. La mayoría de los cuadros y activistas nazis pertenecía a la generación que había crecido después de la guerra.
Juventud y masculinidad iban unidas en aquel momento. El héroe, el soldado, el que había servido en las trincheras, el militante fascista, era varón, y la mujer permanecía relegada al mundo maternal y procreador. Francia perdió en la guerra uno de cada diez de sus varones activos y prohibió en 1920 la publicidad y venta de anticonceptivos, a la vez que ilegalizaba el aborto. Ese empeño natalista, que se plasmó en la mayoría de los países que habían sufrido cuantiosas pérdidas humanas en la guerra, sirvió en el caso del fascismo italiano para ensalzar la familia tradicional. "La maternidad constituye el patriotismo de las mujeres", se leía en la propaganda. El de los hombres ya se sabía dónde estaba: en la fuerza, en la virilidad, en la guerra. El 61% de las Schutzstaffel (SS), la organización militar de los nazis, estaban solteros en 1939.
En la guerra se forjaron también los bolcheviques, que compartían muchos rasgos con esa "generación del frente", la de 1914, que estudió hace tiempo Robert Wohl. Y aunque Vladimir Ilich Lenin (1870) tenía 47 años cuando llegó a presidir el gobierno de los sóviets en octubre de 1917, otros dirigentes revolucionarios, como Lev Borisovich Kámenev (1883) o Grigori Zinóviev (1883), y sobre todo Nikolái Bujarin (1888), eran bastante más jóvenes. Tampoco Iósif Stalin o León Trotski, que habían nacido en 1879, llegaban a los 40 años en el momento de la conquista revolucionaria del poder. En 1919, cuando la guerra civil que siguió a la revolución había reclutado a decenas de miles de activistas para incorporarse al Ejército Rojo, el 50% de los militantes bolcheviques tenía menos de 30 años. Mijaíl Tujachevski, uno de los máximos comandantes de ese ejército, tenía 21 años, mientras que el general Anton Denikin (1872), uno de los principales líderes del movimiento contrarrevolucionario Blanco, estaba a punto de cumplir 50 cuando acabó la guerra civil. A la misma generación pertenecía Lavr Kornilov (1870), otro general de largo recorrido en el ejército del zar Nicolás II, protagonista de una conspiración para derrocar al Gobierno provisional de Alexander Kerenski en agosto de 1917, y que murió en abril de 1918 combatiendo a los rojos.
Amenazantes para el viejo orden eran también los partidos comunistas que se crearon por toda Europa al calor de la revolución bolchevique, dominados por jóvenes que se rebelaron no solo frente a liberales y conservadores burgueses, sino también contra la socialdemocracia envejecida, según ellos, e incapaz de hacer la revolución en Occidente. El principal dirigente del Partido Comunista Alemán (KPD) cuando Hitler subió al poder, Ernst Thälmann, había nacido en 1896, y en Italia, Amadeo Bordiorga, primer secretario del Partido Comunista (PCI), tenía 32 años cuando abanderó la escisión del socialismo en 1921. Los partidos comunistas de Francia y Alemania, los dos más importantes de Europa occidental en los años veinte, eran movimientos de jóvenes obreros, mano de obra poco cualificada, que engrosaron las filas del paro a partir de la crisis de 1929.
El 80% de los afiliados al KPD estaban en el paro en 1932, en el momento en que la depresión económica sacudió con más fuerza a Alemania.
La destrucción y los millones de muertos que la Primera Guerra Mundial provocó, los cambios de fronteras, el impacto de la revolución rusa, y los problemas de adaptación de millones de excombatientes, sobre todo en los países vencedores, están en el origen de la violencia y de la cultura del enfrentamiento que se instalaron en muchas de las sociedades de aquel convulso periodo. Se le llama periodo de "entreguerras", pero entre 1919 y 1939 hubo varias guerras entre Estados europeos y varias guerras civiles. Los Balcanes llevaban una década de guerras cuando en 1923 Grecia y Turquía acordaron un intercambio obligatorio de población, que marcó el definitivo final del viejo mundo otomano: más de un millón de ortodoxos griegos, exciudadanos otomanos, fueron trasladados a Grecia desde Asia Menor, mientras que 380.000 musulmanes abandonaron Grecia en dirección a Turquía. El principio de nacionalidad y las nuevas formas de tratar a las minorías, importantes frentes abiertos con el final de la guerra, no llevaron la paz a esos territorios, en los que la violencia, pese a los tópicos, no fue mayor que en otros lugares de Europa, donde la construcción de los Estados nacionales había ocurrido siglos o décadas antes.
Para británicos y franceses, la guerra terminó en 1918, pero mientras que Gran Bretaña vivió en ese periodo una relativa estabilidad, aunque con la guerra civil irlandesa como telón de fondo entre 1922 y 1923, en Francia la crisis económica y los conflictos sociales de los años treinta estimularon movimientos extremistas y odios que aparecieron con toda su crudeza tras la invasión del ejército nazi en junio de 1940. Tampoco la gestión que Gran Bretaña y Francia hicieron de la paz de Versalles mejoró las cosas en otros países. Las reparaciones y la cláusula sobre la "responsabilidad de la guerra" exacerbaron el nacionalismo y el resentimiento en Alemania, que sufrió en los años inmediatamente posteriores a la guerra insurrecciones y conflictos violentos de todas clases.
(...) De propaganda, miedo y mentiras se inundó Europa en aquellos años. Resulta difícil y tranquilizador atribuir las mentiras y la propaganda a los políticos, especialmente a los dictadores, a Joseph Goebbels y sus manipulaciones, ministro de Propaganda, con mayúscula, del Tercer Reich. Pero la fotografía completa dice más cosas. Dice que muchos intelectuales que se movilizaron para defender a la democracia, al fascismo o al comunismo contribuyeron con su voz y con su pluma a que esas mentiras se las creyera todavía más gente, a que los dogmas llegaran mejor y a que la violencia y el terror de otros fueran siempre más grandes. La fascinación que provocó entre muchos de ellos el comunismo y sus milagros económicos, en tiempos de crisis de la democracia, les llevó a pasar por alto los campos de concentración y los crímenes estalinistas.
(...) La crítica a los parlamentos y a la democracia, por otro lado, ganó terreno tras los desastres de la guerra y el miedo a la revolución y al comunismo que llegaban desde Rusia y transmitían sus exiliados más notables entre las clases acomodadas de las ciudades europeas. Algunos de los que se convirtieron en políticos destacados de la extrema derecha y del fascismo habían pasado por las trincheras, como el húngaro Ferenc Szálasi, fundador del movimiento de la Cruz Flechada, y vieron en la democracia la representación de la Europa burguesa y decadente, que abría las puertas al socialismo, al voto de las mujeres y al reconocimiento de las minorías nacionales. La cultura del enfrentamiento se abría paso en medio de una falta de apoyo popular a la democracia. Los extremos dominaban al centro y la violencia a la razón.
Julián Casanova, Propaganda, mentiras, miedo, Domingo. El País, 03/04/2011
http://www.elpais.com/articulo/reportajes/Propaganda/mentiras/miedo/elpepusocdmg/20110403elpdmgrep_10/Tes?print=1
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