Necessiten límits morals els mercats?


La explosión de la burbuja crediticia e inmobiliaria ha dejado al descubierto una gran cantidad de destrozos ya conocidos: financieros, económicos, sociales y políticos. Pero hay también otros menos visibles. Uno de los que más me han sorprendido descubrir es la existencia de un nuevo tipo de corrupción, que podíamos llamar "corrupción inocente".

Utilizo el adjetivo inocente no en sentido exculpatorio, sino para señalar que los que la practican lo hacen sin tener conciencia de estar haciendo nada ilegal; ni tampoco algo que, sin ser ilegal, sea, sin embargo, moralmente censurable. Creen, simplemente, estar actuando de acuerdo con las leyes del mercado.

Este tipo de corrupción es potencialmente más dañina que la corrupción pura y dura que se practica con nocturnidad y alevosía; es decir, con conocimiento y conciencia de estar haciendo algo ilegal o moralmente cuestionable. Al ser pretendidamente inocente, se transforma en un virus contagioso capaz de penetrar en el ADN moral de la sociedad y de mutarse como una verdadera cultura de corrupción, difícil entonces de erradicar.

En nuestro caso, el ejemplo más reciente y más alegremente desvergonzado de corrupción inocente es la presencia como candidatos a las próximas elecciones municipales y autonómicas de personas incursas en procesos judiciales por corrupción. Por aspirar a convertirse en representantes de la ejemplaridad pública cabría esperar que su sentido moral les llevase a no ampararse en la presunción de inocencia. Pero no es así. Y tengo para mí que, aun cuando los tribunales acaben juzgándolos culpables de prácticas ilegales, ellos seguirán creyendo que no han cometido nada que sea moralmente condenable.

Pero al hablar de la corrupción inocente no me refiero solo, ni principalmente, a este tipo de corrupción. Un ejemplo más paradigmático son las conductas corruptas que están detrás de la crisis financiera de 2008.

Lo que hemos visto a lo largo de estos tres años -especialmente, a través de las comisiones parlamentarias de investigación de otros países (¿para cuándo la nuestra?) y de investigaciones internas como las llevadas a cabo por el FMI- nos descubre prácticas que se relacionan con el fraude, la prevaricación, el abuso de información privilegiada, los sobresueldos, el expolio, la mala fe, el enriquecimiento ilícito, la promoción profesional, la búsqueda de prestigio o el mantenimiento de posiciones poder.

¿Podemos decir que son prácticas corruptas, aun cuando no sean en algunos casos una ilegalidad? No hay una definición precisa de corrupción, pero podemos meter dentro de ese término todas aquellas conductas que tienen como efecto corromper formas de funcionar las instituciones que la sociedad considera como buenas.

Ahora bien, el hecho que me interesa destacar es que aunque la sociedad las considere corruptas, los que las practican no tienen conciencia de estar cometiendo actos ilícitos o inmorales. Se puede comprobar observando la rapidez con que los responsables de las agencias de evaluación del riesgo o de las entidades bancarias que han sido rescatadas con fondos públicos han vuelto a desarrollar el mismo tipo de conductas de riesgo o de prácticas salariales que llevaron a la crisis y a la quiebra.

¿Son personas inmorales? Más bien creo que son amorales. Muchas personas cuyos comportamientos y prácticas son cuestionables, ya sea legal (caso Enron o Lehman Brothers) o éticamente (como sucede con las agencias de calificación de riesgo o las elevadísimas retribuciones de algunos banqueros), creen, ingenua, pero honestamente, que ellos no hacen más que seguir lo que dictan las leyes de los mercados. Por tanto, en su opinión, sus acciones no deberían ser juzgadas desde un punto de vista moral.

La ética del mercado sería en realidad el terreno de la no ética. Cuando actúan en los mercados financieros, los agentes estarían privados de la libre voluntad de decidir. Pero si no hay libre albedrío, no habría tampoco responsabilidad individual por las conductas. No son inmorales, sino amorales. El mejor ejemplo de la corrupción inocente.

¿De dónde les viene a los financieros esta ética lúgubre del mercado? ¿Quién les ha llevado a creer que actuando de forma corrupta solo hacen seguir las leyes del mercado? Los economistas.

La teoría financiera y de la empresa que se ha enseñado a lo largo de las últimas décadas en las escuelas de negocios y universidades es, además de pura soberbia analítica, una verdadera una bancarrota moral. La idea de que los mercados son eficientes solo cuando se autorregulan y están libres de cualquier control público es, además de mala teoría, una ideología encubridora de intereses privados. Mientras no se la erradique, la corrupción inocente seguirá campando a sus anchas.

Hay algunos signos de reacción dentro de la profesión. Además de las opiniones de algunos de los más prestigiosos economistas, en la reunión de enero pasado de la mayor y más influyente asociación de economistas, la American Economic Association, se ha propuesto que los economistas tengan que suscribir un código ético, como ya ocurre con otros muchos profesionales.

Es urgente una ética para economistas, especialmente cuando actúan de proponentes de políticas. Como ha señalado George DeMartino, de la Universidad de Denver, el hecho de proponer políticas radicales de libre mercado desde posiciones analíticas con escaso fundamento empírico ha llevado a prestigiosos economistas a caer en una importante quiebra ética.

Uno de los mandamientos de la ética para economistas tiene que ser el no usar el nombre del mercado en vano. Como enseñaron los padres de la economía, comenzando por Adam Smith, la economía es una ciencia con un profundo sentido moral. Es urgente, por tanto, debatir sobre los límites morales del mercado.

Antón Costas, Corrupción inocente, Negocios, El País, 16/04/2011

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