La por i el pànic.
Hubo un día, cuando empezaron a llegar las primeras noticias de la enorme gravedad de los daños infligidos por el tsunami sobre las centrales nucleares japonesas, en el que la mayor parte de los periódicos de este país coincidieron en utilizar en sus titulares de portada -casi como si se hubieran puesto de acuerdo- la misma palabra: pánico. En aquel contexto, “pánico” no significaba simplemente el “miedo extremo” al que alude el diccionario de la RAE sino, un paso más allá, a lo que tal vez mereciera denominarse un miedo sin control.
La diferencia es ciertamente importante. Porque si el miedo es una de los registros colectivos más caros al poder, en la medida en que le permite ofrecerse ante los miedosos como la única instancia capaz de protegerles de la amenaza que les atemoriza, el pánico, al hacer surgir en nosotros una ancestral compulsión de supervivencia, se diría que nos devuelve a lo que los clásicos denominaban el estado de naturaleza, en el que lo único que se da es una descarnada lucha de todos contra todos, ajena a cualquier forma de cooperación, racionalidad o empatía fraterna y solidaria.
Pero hete aquí que lo que desde estas latitudes era percibido como una situación de pánico no era vivido al parecer de la misma forma por sus protagonistas. Porque los ciudadanos japoneses, lejos de reaccionar en la forma desesperada que correspondería a una tal situación limite lo han hecho -por seguir con los tópicos más reiterados en las últimas semanas- dando una lección de serenidad, dignidad y civismo. ¿A qué tipo de consideración debiera movernos tan inesperada reacción?
Dejemos de lado, por obscenamente interesadas, las de quienes han aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid para establecer una jerarquía entre damnificados de primera (japoneses) y de segunda (por ejemplo, haitianos) para, a continuación, cargar contra quienes supuestamente se aprovechan de la mala conciencia de los sectores progresistas de las sociedades desarrolladas con el fin de, crítica al capitalismo depredador mediante, vivir de la sopa boba de la caridad internacional. Frente a ellos, continuaba el argumento, los japoneses habrían dado una lección de cultura del trabajo, del esfuerzo y del sacrificio del que tantos deberían tomar buena nota. Nada que objetar al argumento si no fuera porque sistemáticamente se utiliza siempre contra determinados sectores y no contra otros. (Me explico: uno echa en falta, por ejemplo, que esos mismos entusiastas del modelo japonés no lo utilicen para señalar la catástrofe que ha representado para la economía mundial el capitalismo de casino, el nefasto papel que han desempeñado los especuladores sin la menor cultura del trabajo, o la escasa ejemplaridad que se desprende del hecho de que los ingresos de los ejecutivos de las grandes corporaciones, lejos de disminuir en época de crisis, se hayan visto incrementados. Con otras palabras, que puestos a ser japoneses, seámoslo todos, pero no siempre los mismos.) Quizá resulte de mayor interés en este contexto intentar extraer las consecuencias oportunas de la idea que suelen repetir los antropólogos según la cual la naturaleza humana es la cultura. Los japoneses habrían mostrado con su reacción algo más significativo que el mero hecho de que el pánico sea controlable, que éste no significa tanto un regreso invencible al estado de la naturaleza como una manifestación de lo peor de nuestra cultura.
Ellos no se habrían sobrepuesto a los requerimientos más biológicos por la supervivencia en nombre del espíritu, sino que se habrían enfrentado a la tendencia ferozmente individualista -tan cultural, tan social, tan inducida ella- con un espíritu comunitario que arraiga en sus particulares tradiciones. Tales tradiciones han permitido al pueblo japonés protagonizar episodios de muy diversos tipos, incluyendo los de mayor fanatismo o más desatada crueldad (no hay pueblo que no tenga a sus espaldas episodios de los que avergonzarse). Pero sería sin duda de mal gusto en la hora presente demorarse en evocar estos últimos. Acaso sea más justo, más compasivo y más digno recordar que su sufrimiento de ahora conecta con otro, infligido hace más de medio siglo con instrumentos análogos a los de ahora precisamente en nombre de la civilización y la democracia. Cruel paradoja, por cierto: sufrir dos veces del mismo mal, sólo que por diferente mano.
Manuel Cruz, El regreso del espanto, Cultural.es, 25/03/2011
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