Sexe, gènere, transgènere.
No hay nada que objetar, indudablemente, a la necesaria garantía de la libertad, la no discriminación y los derechos de cualquier opción sexual. Sin embargo, para este cometido no es necesario incluir, a hurtadillas, discutibles supuestos teóricos, sustituir el sexo por el género o abogar por la libre autodeterminación de la identidad sexual, todo ello injustificado científicamente y de problemáticas consecuencias sociales y legales.
Centrándonos en las citadas proposiciones de ley estatal, tanto estas como las leyes al respecto ya aprobadas en diferentes autonomías parten de un postulado teórico que, al menos, parece precipitado: el sexo pasa a ser algo elegible, es decir, independiente del sexo biológico, la verdadera identidad sexual del individuo se encuentra en el “género sentido”, luego es algo subjetivo, no comprobable de manera objetiva. De esta mera certeza íntima, se infiere que una persona pueda cambiar la denominación administrativa de su sexo (hombre o mujer) por su sola voluntad, sin necesidad de ningún informe médico psicológico ni hormonación previa. No obstante, si opta por la transformación médica y quirúrgica de su cuerpo, también en los niños se respetará esta opción, para ello se le suministrará bloqueadores de la pubertad a fin de que no desarrolle caracteres secundarios del sexo no deseado.
Ahora bien, ¿un sentimiento íntimo puede producir efectos legales? En ningún otro caso de la legislación, un “yo me siento” inocente, rico, pobre, de determinada nacionalidad, cualificado sin titulación, etcétera es tomado en cuenta si no comporta posibilidad de verificación. ¿No subvierte eso las bases objetivas del Derecho?
El hecho de que la simple voluntad pueda hacer que un hombre se declare mujer y sea considerado tal a todos los efectos legales entra en colisión con los logros de protección de las mujeres, por ejemplo, la Ley contra la Violencia de Género, la necesidad de espacios reservados (baños, vestuarios, casas de acogida, cárceles…) o la concesión de ayudas. También genera perjuicios en las competiciones deportivas, y distorsionaría cualquier estadística: los datos desagregados por sexo son imprescindibles para luchar contra las desigualdades sufridas por las mujeres.
Las reticencias del movimiento feminista se centran en que la opresión de las mujeres se basa en su utilización como objetos sexuales y reproductivos, y ello ocurre por su sexo biológico; negar la relevancia de esta es invisibilizar la opresión que el feminismo denuncia. Ser mujer no es una mera elección subjetiva, ni una cuestión de maquillaje, se inscribe en un cuerpo, en una encarnadura, en una capacidad de engendrar, parir, menstruar… Se nos socializa de manera desigual y jerárquica, y es esa estructura de poder la que debe ser denunciada y superada de manera colectiva, no asumiendo de forma individual una identidad diferente sin cuestionar los modelos de masculinidad y feminidad. Esto diluye la fuerza reivindicativa del feminismo y del sujeto “nosotras, las mujeres”, ahora cuestionado por teorías tan en boga como la queer. No podemos aceptar el borrado de las mujeres, ni siquiera con la excusa del lenguaje inclusivo, como cuando legislativamente se hace desaparecer el término “madre” sustituido por “progenitor gestante”.
Unas leyes que comienzan abogando por la diversidad sexual, para después promover el acompañamiento quirúrgico como solución, aceptar los estereotipos, asumir la idea de “un cuerpo equivocado”, y todo ello sin la menor crítica a dichos géneros tradicionales de masculinidad y feminidad, no son progresistas, sino regresivas. Un niño no nace en un cuerpo equivocado, nace en una sociedad equivocada que no admite su singularidad. Necesitamos leyes que protejan a esos niños, no los encaminen a bloqueadores de la pubertad, y después a tratamientos hormonales y quirúrgicos que los hagan medicodependientes de por vida.
¿Realmente estamos seguros de que la solución para el desajuste entre el sexo biológico y el género deseado es encauzar a las personas a la hormonodependencia, la cirugía y la medicalización? ¿Valoramos de manera suficiente los efectos patológicos a largo plazo, sobre todo en niños? Y si bien para los adultos hay que reconocer su libertad de elección, en el caso de los niños todos somos éticamente responsables de ofrecerles el mejor futuro psicológico saludable.
Hay un movimiento internacional legislativo hacia leyes de identidad y autodeterminación del género que, a mi modo de ver, no toma en cuenta estos aspectos señalados. Quizás tampoco hemos reflexionado suficiente sobre los efectos problemáticos colaterales que una acción justa pero emocional y apresurada pueda conllevar. Y no olvidemos que una persona sana permanentemente medicalizada resulta rentable para algunas industrias farmacéuticas. Lo bien cierto es que este tema se está utilizando para desacreditar al feminismo presentándolo como transexcluyente (TERF), llegando al insulto, las amenazas y el boicot profesional, cuando solo se intenta llevar a cabo una reflexión. Y ello ocurre ahora que el feminismo está obteniendo una fuerza multitudinaria impresionante, fuerza muy molesta para los lobbies de la prostitución y de los vientres de alquiler. Un feminismo dividido o desacreditado es mucho menos efectivo y eso beneficia a muchos sectores.
Creo necesario abrir un periodo de información y reflexión. España, que fue pionera en el matrimonio homosexual y en leyes para la igualdad de género, podría liderar una reforma legislativa, también internacionalmente pionera, por medio de la cual defienda los derechos de opciones sexuales y de género y proteja a colectivos vulnerables, sin que ello implique la introducción de nociones discutibles y la colisión con las medidas ya existentes de protección de las mujeres frente a una desigualdad estructural y frente a la violencia. Nos lo merecemos todos como sociedad avanzada.
Rosa María Rodríguez Magda, Feminismo e identidad sexual, El País 25/06/2020
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