Moderar el neurocentrisme.


Para empezar, el intento de reducir todo lo humano al cerebro nos hace olvidar la complejidad del cuerpo en su conjunto, así como sus interacciones con el medio natural, social y cultural. Del mismo modo que para entender el funcionamiento de los genes hemos tenido que ir más allá de estos y llegar a la epigenética, probablemente debamos emprender estudios epicerebrales que, para comprender el funcionamiento del cerebro, acaben incluyendo al organismo y sus entornos. El genocentrismo conoce hoy horas bajas, y algo similar empieza a ocurrir con el cerebrocentrismo. El cerebro no percibe, ni piensa, ni decide, ni recuerda: todo eso lo hacen las personas. Por más que, evidentemente, estas lo logren gracias, entre otras cosas, a su cerebro.

Nuestra intrincada trama de neuronas condiciona nuestro pensamiento y comportamiento, al mismo tiempo que los posibilita, pero no los determina por completo. Ni siquiera la física acepta hoy el determinismo que fue moda en tiempos de Laplace. Así pues, dado que las personas somos mucho más que un cerebro y un conjunto de neuronas, ni nuestro pensamiento ni nuestro comportamiento podrán ser descifrados únicamente a partir de las neurociencias. Pero, dado que nuestra base fisiológica es condición necesaria de ambos, tampoco podremos prescindir de las neurociencias si queremos entenderlos a fondo.

Reducir todo lo humano al cerebro implica olvidar, por lo pronto, el resto del organismo, así como a la persona en su conjunto, entendida como un todo integrado. En consecuencia, parece recomendable una interpretación y un cultivo de las neurociencias en modo co-; es decir, en comunicación y colaboración respetuosa con otras muchas disciplinas, en lugar de una neurociencia en modo su-, cuya aspiración sería la de sustituir y suceder a las disciplinas humanísticas.

La neuroética, por poner un ejemplo, será el campo en el que se comuniquen y cooperen las neurociencias y la ética, desde el mutuo respeto a sus respectivas identidades y metodologías. Sería un error, que probablemente conduciría a la frustración, interpretar la neuroética como la disciplina neurocientífica llamada a reemplazar a la ética filosófica. Semejante sustitución sería más bien una simple suplantación de la ética, tal y como esta se ha entendido tradicionalmente, por un sucedáneo. Algo parecido vale para el neuroderecho, la neuroeconomía, la neuroestética, el neuroarte, la neurofilosofía, el neuromárketing, la neuroteología, la neuromedicina, la neurolingüística, la neuropsicología, la neuropsiquiatría, la neurosociología, la neuropedagogía, la neuropolítica...

Mientras que la neurociencia entendida en modo su- no augura sino frustración, la neurociencia en modo co- tiene un gran valor ya en el presente y promete un futuro muy esperanzador, pues nos ayudará a conocer buena parte de las condiciones de posibilidad de nuestro comportamiento y de nuestro pensamiento.

Alfredo Marcos, Neurociencia: evitar el desengaño, Investigación y Ciencia Marzo 2016

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